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– Estoy de acuerdo.

– Tendrás que actuar solo -dice Lévy-. Ni siquiera debes hablar de ello con Jing Fang, solamente protegerla. Escucha, mi buen amigo -se inclina hacia el Kim desde su silla de ruedas y le coge del brazo. El Kim nota la crispación de los dedos-. Si le ocurriera algo a Jing Fang, preferiría no salir vivo de esta clínica. Sin ella estoy perdido… -sonríe un poco avergonzado y añade-: ¿Sabes lo que significa su nombre en chino? Jing significa la quietud y Fang la fragancia… Es lo que esta mujer maravillosa ha traído a mi vida.

– Tranquilízate -le dice el Kim-. Nos ocuparemos de ese maldito alemán.

– Sabía que no me ibas a fallar.

Dará instrucciones a su gente para que el Kim disponga de lo necesario cuanto antes. «No debes apartarte de Jing Fang», añade Lévy, «así que te alojarás en casa, en lo alto de un rascacielos del Bund, la más famosa avenida de todo el Oriente». Telefoneará a su mujer y le dirá que el Kim es como un hermano para él, y que va a Shanghai… en busca de trabajo, por ejemplo.

– Serás bien acogido -dice Lévy-. Pero aún no sé cómo convencer a Jing Fang de la necesidad de dejarse acompañar por ti siempre que salga sola o de noche… Y eso sin hablarle de Kruger ni de su amenaza, ¿comprendes?, porque no quiero alarmarla. En fin, ya encontraré una explicación convincente.

El Kim asiente pensativo, luego hace una observación: eso de viajar tan lejos en busca de trabajo, como excusa podría parecer francamente un poco raro, dice, pero ¿y si resultara que es verdad?

– ¿A qué te refieres? -dice Lévy.

– A que nada me haría más feliz que trabajar para ti en alguna de tus empresas. No habrás olvidado que soy ingeniero textil, aunque nunca pude ejercer a causa de la guerra y el exilio… A tu lado no tardaría en ponerme al corriente.

Michel Lévy escruta su cara en silencio.

– Sin duda -dice-. Pero ¿tan desengañado estás de la lucha?

– Creo que ha llegado la hora del relevo. Que otros lo harán mejor. Y quiero sacar de España a alguien que quiero mucho y ofrecerle un porvenir.

– Te comprendo. Pero ¿en Shanghai?

– ¿Por qué no? Cuanto más lejos, mejor.

Lévy se alegra y le asegura que puede contar con él, por supuesto. Hablarán de ello cuando regrese curado a Shanghai y puedan celebrarlo.

– Ahora lo más urgente es Kruger -añade con la voz repentinamente quebrada, vengativa-. Pon mucha atención, y sobre todo no te dejes sorprender, es muy astuto y carece de escrúpulos. Repito: se hace llamar Omar Meiningen y es propietario del Yellow Sky, el club nocturno más de moda y más chic de Shanghai. Allí podrás verle cualquier noche…

El Kim escucha tenso, fascinado por la voz rota y envenenada del héroe, rota como el cuerpo que la cobija y envenenada como la memoria del dolor que suscita ese cuerpo. Abstraído de todo menos de esa voz y ese dolor, fiel a una íntima promesa de amistad y de gratitud, el Kim revive ahora fugazmente escenas de violencia y vejaciones que nunca más habría deseado evocar ni siquiera por solidaridad con las víctimas, y por eso no alcanza a ver la señal agazapada a sus pies, pero yo sí la veo, nosotros sí la vemos: un alacrán de fuego que se arrastra en círculos concéntricos sobre las impolutas baldosas blancas, cercando a los dos amigos y moviendo a un lado y a otro su aguijón enhiesto, una uña escarlata y llameante. Y me diréis, ¿cómo puedes tú saber todo eso si no estabas allí? ¿De dónde sacas esos pormenores sobre la voz envenenada y el alacrán de fuego? ¿Qué hace un escorpión en ámbito tan aséptico y luminoso como la habitación de una clínica de lujo en las afueras de París…? Si alguna vez habéis observado largamente un crepúsculo rojo, esperando hasta el final para ver cómo se repliega sobre sí mismo el último y más delicado resplandor, cómo reflexiona la luz antes de morir, sabréis de qué estoy hablando. Al impulsar las ruedas de la silla para acercarse más al Kim, Lévy aplasta al escorpión. Tampoco él ha visto el fulgor de su uña envenenada, y ansioso pregunta:

– ¿Cuándo estás dispuesto a viajar?

– Cuando tú digas, capitán -responde el Kim sin vacilar.

– Me ocuparé inmediatamente del pasaje y del dinero. Embarcarás en Marsella en un carguero de la Compañía, el capitán es amigo mío y dispondrás de un buen camarote… Te preguntarás por qué te hago viajar en uno de mis barcos y no en avión, si no será por ahorrarme unos dólares. Por supuesto que no. Es porque, de paso, me harás otro favor. El barco es el Nantucket y en la cabina del capitán hay algo que me pertenece y que necesito recuperar. Se trata de un libro chino de un tal Li Yan, y tiene las tapas amarillas y bellas ilustraciones en su interior; también lo reconocerás porque en su primera página hay una dedicatoria en caracteres chinos y escrita a mano en tinta roja, junto a una mancha de carmín… Es muy importante que no olvides eso: una mancha de carmín. Quiero que te hagas con ese libro discretamente, sin que el capitán se entere. Y no me preguntes ahora por qué, te lo contaré en Shanghai… si salgo de ésta. ¿Puedo contar contigo, mon ami?

– Dalo por hecho.

– ¿Qué llevas de equipaje?

– El cepillo de dientes y una Browning con cachas de nácar. El héroe de la Resistencia sonríe en su silla de ruedas. -Veo que no has perdido el valor ni el humor.

– Me queda más de lo primero que de lo segundo -dice el Kim.

– Bien. Necesitarás ropa y dinero. Haré que te entreguen tres mil dólares y en Shanghai podrás comprarte lo que quieras.

– Creía que los japoneses la habían saqueado.

– De ningún modo. En Shanghai encontrarás lo que no encuentres en París, más barato y mejor. Una vez allí, si necesitas más dinero o lo que sea, no dudes en pedírselo a mi socio, se llama Charlie Wong; yo le daré instrucciones. No quiero que te falte de nada. Cómprate ropa buena -sonríe Lévy, sin conseguir borrar totalmente de sus labios un rictus de dolor-. Tendrás que ir elegante para acompañar a Jing Fang, es muy guapa… Y una última cosa -saca del bolsillo un objeto diminuto y cobrizo y lo muestra al Kim en la palma de la mano-. ¿Ves esto, camarada? ¿Sabes lo que es?

– Parece una bala del nueve corto.

– Lo es. Es la bala que el coronel Kruger me clavó en el espinazo y que me ha postrado en esta silla de ruedas. Quiero que se la metas en la boca a ese maldito carnicero, una vez muerto.

El Kim asiente en silencio, mirando fijamente la bala como si calibrara su rabia dormida y fría en el nido rosado de la mano. Pero no piensa en eso ahora, no mide el riesgo ni las dificultades, no calcula el alcance ni la sinuosa trayectoria de la rabia que no cesa y de la venganza inaplazable que viajará con él a través de mares y continentes. Piensa en ti, Susana, en este otro nido de soledades en el que tú yaces y en cómo sacarte de él. Cuántas veces desde ese día, ya con la certeza del reencuentro en Shanghai, no te habrá imaginado paseando sonriente y limpia de fiebre bajo los frondosos árboles a orillas del río Huang-p’u, cogida de su brazo y tan bonita luciendo agujas de jade en el pelo y un vestido de seda verde, muy ceñido y abierto en los costados, como las jóvenes chinas elegantes…

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