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18

Ahora que todo había terminado, Faneca sintió que le invadía un sentimiento de alivio y culpabilidad. ¿Por qué se había embarcado en esa aventura tardía y un poco decepcionante? ¿Qué tenía de especial esa mujer, con sus treinta y ocho años, funcionaría de la Generalitat, separada y liada con otro hombre, un catalanufo monolingüe y celoso? ¿Qué tenía él que ver con toda esa gente?

Cuando se disponía a entrar en la pensión, una sombra entre las sombras se movió a su derecha y oyó un carraspeo miserable y reiterados escupitajos, como de alguien que acabara de vomitar. Distinguió en la oscuridad el ancho pantalón de franela gris y la despeinada cabeza gacha apoyada contra la pared. Parecía que iba a caerse de un momento a otro. Tampoco ahora recibía la luz de cara, pero Faneca creyó reconocer sus hombros derrotados.

– ¿Todavía estás aquí? -le dijo con la voz triste-. ¿Qué esperas, pobre amigo?

El borracho sufría arcadas que le doblaban la espalda.

– Malparit -masculló entre dientes.

– Vete, ya acabó todo -dijo Faneca-. Hazme caso.

– Eggrrr…

La sombra se balanceó hacia adelante y pareció que iba a decir algo, pero finalmente escupió al suelo.

– ¿Por qué te torturas así, Marés? -se lamentó Faneca-. Estás buscando tu perdición. Vete a casa, anda, vete.

– Torracollons. Malparit -insistió el otro con ronca voz.

– Qué pena me das, compañero. ¡Qué pena más grande!

– Egggrrr…

Los puños hundidos en los bolsillos del pantalón, el hombre se tambaleó, dio media vuelta y se perdió en la oscuridad, soltando su perorata de borracho solitario.

Faneca le estuvo mirando con la mano apoyada en la pared y lágrimas en los ojos hasta que desapareció; luego recostó la frente en el brazo y permaneció así un buen rato, pensando en el triste destino de su amigo, antes de refugiarse en la pensión.

19

– ¿Y ella qué hace, señor Faneca? -dijo Carmen-. ¿Dónde está ahora?

De pie tras la mecedora donde se sentaba la muchacha, las manos apoyadas en el respaldo, él veía la película por los dos con una sola pupila camuflada de verde. La luz plateada inundaba la sala y el sueño en blanco y negro de la pantalla anidaba coloreado en los ojos de ceniza de Carmen. El señor Tomás se había dormido apaciblemente en su butaca.

– Ahora Alicia s'acerca al tocador -explicó Faneca con la voz suave y persuasiva, neutralizando en lo posible el acento del sur-. Se mira en el espejo y luego mira el llavero de su marido, donde se encuentra la llave que debe coger sin que él se entere… Lleva un vestío de noche precioso, negro, con los hombros desnudos. ¡Qué hermosa se la ve, niña, qué mujer tan fascinante y fabuloza! La sombra de Alex, su marido, se proyecta en la puerta del cuarto de baño mientras termina de peinarse… Ahora Alicia observa esa sombra y vuelve a mirar las llaves, temerosa. ¡Es muy arriesgado lo que se propone! Cada vez que la sombra desaparece de la puerta, la mano de Alicia se acerca al llavero… Pero la voz de Alex la sobresalta y ella aparta la mano, disimulando, retocándose el peinado ante el espejo…

– Preferiría que el señor Devlin no viniera esta noche -dijo Alex desde el cuarto de baño-. No puedo reprocharle a nadie que se enamore de ti, pero sería conveniente que evitáramos todo cuanto pueda producir una falsa impresión. ¿Comprendes, querida?

– Sí, sí, comprendo.

– Ahora ella ha cogido por fin el llavero -dijo Faneca-, y está intentando sacar la llave que le interesa… Sus manos nerviosas…

– Dentro de un momento estaré contigo, querida -dijo Alex en el cuarto de baño.

– Su marido, Alex Sebastian, es un hombre bajito de rostro muy expresivo y sonrisa afable. Está muy elegante con el esmoquin…

– ¿Y ahora qué pasa? -dijo Carmen.

– Ahora Alicia se apresura a dejar el llavero de su marido en el mismo sitio, mientras guarda en su mano la llavecita que ha cogido. Es la llave de la bodega, la llave que le ha pedido Devlin… Alex sigue en el cuarto de baño y no ha visto nada… ¡Pero casi la pilla, porque sale en este momento y se dirige hacia ella con los brazos abiertos!

– ¡Querida, estás espléndida!

– ¡Y ahora la coge de las manos! -siguió Faneca-. ¡Qué momento de peligro! Recuerda, niña, que la mano izquierda de Alicia permanece cerrada porque en ella guarda la preciosa llave. Pero su marido no parece darse cuenta, extasiado ante la contemplación de la bella Alicia. -Carmen notaba ahora las manos afables y protectoras del señor Faneca posadas en sus hombros, y su voz amiga junto al oído-. ¡Pero qué situación más comprometida! ¡¿Y si él descubre la llave en su mano?!

– Amor mío, no es que desconfíe de ti -dijo Alex-. Pero cuando uno se enamora a mi edad, cualquier hombre que mira a nuestra esposa es una amenaza… ¿Me perdonas que te hable así? Estoy muy arrepentido. Perdóname.

– Y ahora él acerca a sus labios el puño cerrado de Alicia, lo abre despacio y besa la palma de la mano cariñosamente. Por fortuna es la mano derecha… La angustia se refleja en el rostro de Alicia: su puño izquierdo, en el que esconde la llave, sigue aprisionado en la otra mano de su esposo. ¡¿Y si él abre esa mano para besarla, tal como acaba de hacer…?!

– ¡Dios mío! -exclamó Carmen, y llevó la mano a su hombro buscando la del señor Faneca.

– Alex se dispone a abrir el puño de Alicia… Ella está nerviosa, teme lo peor. Y cuando está a punto de ser descubierta…, ¡rodea el cuello de su marido con los brazos liberando sus manos y le estrecha con un apasionamiento fingido, dejando que él la bese en los labios! ¡Ha salvado la situación en el último segundo! Mientras dura el beso, deja caer la llave sobre la alfombra y la empuja disimuladamente con el pie hasta esconderla debajo de la butaca más próxima. El peligro ha pasado…

La muchacha suspiró tranquila, reteniendo con fuerza la mano posada en su hombro, y el murciano fulero decidió su destino. Trastornado, indocumentado, acharnegado y feliz, se quedaría allí iluminando el corazón solitario de una ciega, descifrando para ella y para sí mismo un mundo de luces y sombras más amable que éste. La muchacha retuvo su mano y no la soltó hasta que terminó la película, hasta que él pronunció la palabra fin.

20

A Joan Marés le dieron por desaparecido al cabo de ocho meses. Nadie se interesó por saber dónde estaba ni qué podía haberle pasado, y el caso se archivó.

Tres años después, en el verano de 1989, El Torero Enmascarado se trasladó con su acordeón a la plaza de la Sagrada Familia y todas las mañanas tocaba sardanas para los viandantes y los turistas plantado delante del pórtico del templo inacabado. Los primeros días fue objeto de mofa, pero él no se inmutó y su figura espigada y animosa no tardó en hacerse popular. Contrastando con la mascarada fraudulenta de las nuevas esculturas de la fachada de la Pasión, una fantasmagoría deplorable de piedra inanimada, el charnego fulero se erguía vivo y auténtico con su traje de luces verde y oro y su acordeón sentimental. Su estilo se había depurado, su repertorio de sardanas y de canciones populares catalanas era infinito. Debajo del antifaz, el parche de terciopelo negro seguía ocultando su ojo derecho y media visión de un mundo al que ya no pertenecía y del que se estaba desentendiendo cada vez más.

Un luminoso domingo de este verano, cuando El Torero Enmascarado tocaba el acordeón rodeado de japoneses atónitos, de palomas y de niños, brillando bajo el sol como una llama esmeralda, un viandante bajito y calvo se le acercó con las manos en la espalda y media sonrisa acartonada de suficiencia, pero sin animosidad, y después de observarle de cerca un buen rato le dijo:

– Escolti, perdoni. De què se'n fot, vostè?

Faneca fijó su atención en el hombre haciendo un esfuerzo, achicando el ojo como si algo dificultara su visión o le aturdiera. Inició un balbuceo con voz profunda. Su mente ventrílocua se estaba desmoronando, su lenguaje contorsionista también, pero el personaje inventado se mantenía en pie y dejó de tocar un momento para responder, sin esperanza y sin resentimiento:

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