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– ¡Tranquila! Soy yo -dijo él con la voz suave-, Faneca, Fanequilla.

– ¿Sólo ve por un ojo?

– Pa lo que hay que ver, con un ojo nos basta y sobra a los dos.

A través de la ventana llegaron desde la calle unos ladridos de perro y griterío de niños. Carmen se acercó a la ventana y apoyó la frente en el cristal.

– ¿Qué pasa? -preguntó-. ¿Por qué gritan los niños?

– Hay una paloma en la acera que no puede volar -le explicó Faneca-. Un perro le está ladrando y un corro de niños achucha al perro…

– Volvamos a la tele -le interrumpió ella, y fue hasta la mecedora-. Por favor.

La soledad se inventa espejos, pensó él al verla sentada nuevamente frente al televisor.

– Por favor, señor Faneca… ¿Dónde está?

– Aquí estoy, niña.

14

Casi cada mañana, Faneca acudía al apartamento de Walden 7 y cumplía el trámite cada vez más penoso de volver a ser el músico callejero y zarrapastroso que tocaba el acordeón en compañía de Cuxot o de Serafín el chepa. Gingiol

Un día de principios de junio, el músico callejero dejó de acudir a las Ramblas como cada mañana y Faneca pasó a ocupar una esquina en la plaza Lesseps tocando el acordeón vestido de luces y con antifaz negro. No volvió a ver a Cuxot ni a Serafín. Había adquirido un maltrecho traje de torero esmeralda y oro en una tienda de disfraces del Raval y decidió tomar prestado el acordeón de Marés y ganarse la vida más cerca de la pensión. Tocaba de pie vibrantes sardanas y el Cant dels ocells con un cartel en el pecho que decía:

El Torero Enmascarado

agradece a los catalanes

su provervial hospitalidad

Contra todo pronóstico, la combinación traje de luces/música catalana, el contraste entre la torería y la sardana atrajo la atención y las simpatías de los viandantes y la recaudación era buena, aunque no tanto como antes.

Fue por esas fechas, al mediodía de un domingo que no trabajó, y después de haber llevado a Carmen a pasear por el parque Güell, cuando Faneca efectuó una visita a Walden 7, que sería la última, aunque entonces no lo sabía. Su intención era hacerse con algunas prendas de ropa interior que habían pertenecido a Marés y luego visitar a la señora Griselda y regalarle el retrato al carbón que le había hecho Cuxot. Quería tener un detalle con ella antes de desaparecer de su vida para siempre.

El apartamento de Marés estaba limpio y ordenado, pero ya era una casa ajena, misteriosa y fría. Se le antojó la guarida de un solitario abandonada hacía mucho tiempo, y en la que aún se podían rastrear los espejismos de la pasión que un día albergó junto con las pesadillas recurrentes del desencanto. En el exterior las losetas seguían desprendiéndose y el singular y camaleónico edificio mostraba los muros descarnados, el cemento leproso de la falacia. Había sobre la mesa de la cocina un mensaje urgente de la mujer de la limpieza pidiéndole al señor Marés que diera la cara. Faneca se verificó en los espejos, a hurtadillas, y sintió nuevamente y con mayor intensidad que profanaba el reducto de un solitario, de alguien que no era feliz. Al entrar en el dormitorio vio extendida sobre la cama la camisa de seda rosa y, sobre ella, cinco talones bancarios en blanco con la firma de Marés, acompañados de una nota:

«Querido Fanequilla: ahí te dejo mi camisa favorita; sé que te gusta mucho y que siempre te hizo ilusión llevarla. También te dejo algunos talones firmados porque supongo que no andarás muy bien de dinero, con los gastos que últimamente has tenido. Y puedes llevarte lo que quieras de este agujero, a mí ya todo me da igual… Desde hace algún tiempo no me encuentro bien, creo que tengo la enfermedad del olvido. Temo que pueda ocurrirme algo malo de un momento a otro. Pero me acuerdo mucho de ti. Recibe un abrazo de tu amigo de siempre, que te desea suerte en la vida. Marés.»

Se quedó pensativo al pie del lecho. Cogió los talones, los dobló cuidadosamente y se los guardó en el bolsillo, luego cogió la camisa rosa y, sin poder contenerse, ocultó la cara en ella y se echó a llorar.

15

– Hola, Grise.

– Dichosos los ojos.

La viuda estuvo muy contenta de verle. Salía de la ducha y llevaba un gorro de plástico con florecillas verdes y amarillas y un albornoz rojo cereza. Le echó los brazos al cuello y le envolvió en un efluvio refrescante de agua de colonia. Faneca llevaba una bolsa de mano con la ropa de Marés y el dibujo de Cuxot enrollado bajo el brazo. Ella le hizo pasar y le ofreció una cerveza fría y almendras saladas y se empeñó en que se quedara a comer, pero él rehusó y le regaló su retrato dibujado al carbón. La señora Griselda se emocionó y prometió enmarcarlo y colgarlo en el salón, y después le regañó amablemente por haberse olvidado de ella tanto tiempo. Pero le perdonaba porque ahora tenía novio y era feliz, se llamaba Rafael y era acomodador de cine y llevaban dos meses saliendo juntos. No era tan elegante y juncal y guapo como él ni tenía los ojos verdes ni el pelo rizado, pero era una buena persona y la trataba con mucho cariño.

– La verdad es que desde que nos pasó aquello -añadió conteniendo una risita golosa-, desde que tú y yo vivimos aquella aventurilla, mi vida ha cambiado por completo. Fue como salir de una pesadilla, de una mala racha o qué sé yo. No he vuelto a sentirme sola, y además he adelgazado. Mírame, cielito mío, contempla mi figura. Quince kilos he perdido, y todo me está saliendo requetebién.

– M'alegro por ti, Grise -dijo él sin entusiasmo.

– Y ya no trabajo de taquillera en un cine de mala muerte. Ahora vendo caramelos y chocolatinas en el vestíbulo del Club Coliseum. ¿Qué te parece?

– Fabulozo.

Estaba abatido, como desorientado, y ella lo advirtió.

– Te veo tristón. ¿Qué te pasa, rey?

Faneca suspiró.

– Vengo de casa de tu vecino.

– Ah, ese amigo tuyo. -Frunció ella la boca desdeñosamente, su manita de porcelana cogió una almendra salada, pero la volvió a dejar en el plato-. Ese borracho del acordeón que habla solo. Últimamente se le ve poco. El otro día andaba por la Galería del Éxtasis como si le persiguieran, parecía un fantasma asustado. Pero no creas que me dio pena. Siempre ha sido un grosero y un mal educado.

– S'ha portao conmigo de puta madre, Grise -dijo él-. ¿Y quieres saber cómo se lo estoy pagando? Pues buscando la jodida manera de llevarme a su mujé a la cama… Como lo oyes, Grise. Qué clase de amigo soy.

– Pero ¿no me dijiste que su mujer lo abandonó…?

– ¡Maldita sea mi estampa! -dijo Faneca cabeceando pensativo-. Dentro de su bobería y su delirio, este hombre me da mucha pena. El sentimiento que todavía le inspira su mujé, aun sabiendo que ella es un pendón desorejao, y a pesar de que llevan años viviendo separaos, es que no se entiende… Este asunto me tiene muy amargao, Grise. Creo que me he metió en un lío.

– Pero ¿él sabe lo que te propones…?

– Pondría la mano en el fuego. ¿Y quieres ver lo que me acaba de regalar este capullo? -Sacó la camisa rosa de seda de la bolsa y se la mostró-. Mira. El muy capullo.

– Muy bonita. Muy fina -dijo ella examinando la tela-. Pero no te atormentes, rey. Si ella ya no es su mujer, no tienes nada que reprocharte. Tú has de procurar ser feliz. Y la felicidad es lo primero, ¿no crees?

– Sí, lo primero -dijo él, y sintió de pronto la imperiosa necesidad de sincerarse con alguien y le habló de Carmen, la muchacha ciega que se había acostumbrado a que él le contara películas y lo que se veía desde la ventana. Estuvo media hora hablando con entusiasmo de ella y de su abuela, de la pensión Ynes y del bar El Farol y de sus nuevos amigos, en lo alto de una calle que le pertenecía desde la infancia y que se empinaba hasta el cielo.

– Siento un gran aprecio por esa niña ciega -dijo-. Soy los ojos de esa niña.

– Eres muy bueno -dijo ella, y su papada sonrosada tembloteó.

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