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– Tu Quasimodo se está durmiendo sobre tu lindo pie.

El limpiabotas tenía la cabeza colgada sobre el pecho y las manos embadurnadas de betún inmovilizadas junto a los tobillos de Norma, como si no supiera qué hacer. Permaneció completamente paralizado unos segundos. Luego prosiguió su trabajo con toda la calma y convocó la voz que no era suya para decir:

– Termino en un zantiamén, zeñora.

Norma no lo apremió ni le dijo nada. Detrás de las gafas, sus ojos parecían otra vez remotos y ensimismados. Tassis le estaba aclarando a Mireia, irónicamente, algunos pormenores acerca del trabajo de Norma con el equipo de sociolingüistas:

– Es bastante complicado, ¿sabes? Norma se ocupa de las encuestas públicas y experimenta con… la lengua. Estudia los contactos conflictivos de las dos lenguas, el catalán y el castellano, tanto en lo individual como en lo social. Ese punto en que las dos lenguas se friccionan.

– O sea -intervino Ribas-, las dos lenguas en contacto vivo y caliente con el individuo.

– Idiota eres -dijo riendo Norma.

– Puedes reírte lo que quieras -dijo Totón Fontán-. Pero yo empiezo a estar hasta el gorro del normativismo badulaque en el que ha caído el idioma catalán.

– Pues ya puedes ir preparándote, pobre castellanufo -dijo Ribas-. Verás auténticos prodigios.

Totón pidió la cuenta al mozo de la barra y Georgina estaba comentando que ya iba siendo hora de irse, puesto que ni los Bagués ni Valls Verdú aparecían, cuando Norma notó un peso cálido sobre la rodilla alzada y vio que el limpiabotas tuerto apoyaba en ella la frente y lloraba en silencio. Su mal disimulada agitación nerviosa, con los sollozos, repercutía desde su frente a la rodilla amada y emputecida, conectando con las fibras nerviosas de la propia Norma, cuyo primer impulso fue retirar la rodilla. Pero se contuvo. Los demás no habían notado nada, seguían charlando. El limpiabotas parecía que se iba a desmoronar de un momento a otro. Su espalda doblada se agitaba con los sollozos, había rendido los brazos y soltado el cepillo y la gamuza, y sus manos se movían extraviadas y yertas en torno a los tobillos de Norma sucios de betún. Durante un buen rato, y sin acabar de comprender el porqué, Norma no reaccionó y cerró los ojos reteniendo entre los párpados la imagen de aquella cabeza ensortijada y compungida porfiando sobre su rodilla encendida. Por fin abrió los ojos y rozó con las yemas de los dedos los ásperos rizos.

– Oiga, ¿qué le pasa? -Y entonces miró a los demás sin saber qué hacer. Pero no retiró el pie del estribo ni apartó la rodilla de la frente abatida de aquel hombre cuya pena, seguramente, era la de no poder ofrecerle un buen servicio-. No se lo tome así, lo hace usted muy bien… ¡Ay, tú, Eudald! -suplicó a Ribas-. Dile algo, por favor…

– Cálmese, hombre, no hay para tanto -dijo Ribas, y le empujó suavemente en el hombro para que despegara la frente de la rodilla, pero no hubo manera.

– Que sí, que es usted un limpia fenomenal -dijo Mireia Fontán conteniendo las ganas de reír.

– Y tanto -corroboró Tassis-. Esos zapatos verdes de furcia nunca habían brillado así.

Pero el limpiabotas seguía sin reaccionar. Restregaba la frente y el parche negro en la hermosa rodilla y sollozaba desconsoladamente, el gesto suspendido en torno al pie de Norma, como si temiera tocarlo. Ribas le dio otro empujón, pero ni por ésas. Parecía que la frente estuviera soldada a la rodilla.

– Esto le pasa a usted por testarudo -dijo Ribas-. ¿Por qué se mete a limpiar zapatos si no es lo suyo?

– Ya nos ha dicho por qué, Eudald -le reprochó Norma-, ahora no te pases.

– Está pirado.

– Déjale en paz. Págale, ¿quieres?

Ella ofreció un rato más su rodilla a la conturbada frente y movió las manos abiertas en torno a la cabeza sin atreverse a tocarla. Entonces Ribas estuvo tentado de atizarle al limpia neurasténico un tercer manotazo, pero optó por ofrecerle una moneda de quinientas pesetas.

– Tenga. Y cómprese Kamfort, amigo; se evitará problemas.

La mano tiñosa de betún se alzó temblorosa junto a la cabeza aún abatida, pero no cogió el dinero. Ajustó a la nuca la cinta del parche y luego, juntamente con la otra mano, no menos sucia de betún, retiró delicadamente del estribo el pie de Norma, recogió el bote de crema, el cepillo y la gamuza, lo metió todo en la caja y se incorporó cabizbajo, sin mirar a nadie, escabulléndose entre la gente hacia la calle.

Segunda parte

Hay épocas en que uno siente que

se ha caído a pedazos y a la vez se

ve a sí mismo en mitad de la carretera

estudiando las piezas sueltas,

preguntándose si será capaz de

montarlas otra vez y qué especie de

artefacto saldrá.

T. S. Eliot

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En los días desesperados que siguieron a la parodia del Café de la Ópera aumentaron la excitación y el desasosiego de Marés, y se maldijo mil veces por su debilidad, por tener tan flojo el lagrimal delante de Norma y sus amigos. Le devolvió a Serafín la caja de betún, la peluca y las patillas, y durante una semana gris y ventosa trabajó mucho en la plaza Real y en el Portal de l'Àngel, a ratos en compañía de Cuxot, cobijándose los días de lluvia en los pasos subterráneos del metro de la estación Catalunya. Recaudaba un promedio de dos mil quinientas a tres mil pesetas diarias, muy por debajo de lo habitual, pero eso iba a cambiar con la llegada del buen tiempo. Por la noche, en casa, se acostaba pronto, pero no podía dormir. Se levantaba, se servía una copa y conectaba la radio para oír música. De pie ante la ventana, contemplaba en medio de la noche la doble serpiente de luces en la autopista A-2 y el rótulo de neón de los estudios de TV-3 lanzando a las estrellas un polvillo luminoso y falaz, una querencia artificiosa. El mundo le parecía una trampa y también su habitáculo en Walden 7: esas losetas del revestimiento que caen en la noche se desprenden de mi cerebro, se dijo, esas redes de ahí abajo me esperan a mí… Pensaba en Norma y en la forma de llegar hasta ella con una desesperada y furiosa determinación. Debido seguramente a un trasvase inconsciente del deseo, o tal vez simplemente porque se aburría, un sábado por la noche se enfundó el traje marrón a rayas y la camisa rosa, dispuso la jeta de Juan Faneca frente al espejo, el parche negro en el ojo y las patillas en su sitio, la risueña pupila verde y la peluca rizada, salió a la Galería del Éxtasis y llamó a la puerta de la viuda Griselda con una sonrisa ladeada y socarrona.

– Hola, Grise -la pellizcó en la barbilla.

Ella acababa de llegar del cine donde trabajaba y calentaba agua para hacerse un té con limón, tenía un fuerte resfriado y algo de fiebre. «No me beses, rey, se apresuró a decir sin que él hubiese hecho el menor intento, podría contagiarte.» Seguía con su régimen severo y le dijo que había adelgazado más de tres kilos. Le ofreció té y estuvieron hablando melancólicamente del extraño destino de algunas personas solitarias y del lento, misterioso e imparable deterioro del edificio Walden 7, un sueño que se desmorona. Él sintó repentinamente la necesidad de hablar de Joan Marés, el vecino de la puerta B, en esta misma Galería, dijo que eran amigos desde niños y que le daba mucha pena la vida que llevaba, que era un hombre sensible y culto que se sentía desarraigado y que había tenido mala suerte en la vida… Descubrió de pronto que distanciar verbalmente al músico callejero junto con sus desdichas le levantaba el ánimo. Preguntó a la señora Griselda si le conocía, y ella arrugó la nariz:

– No le aprecio mucho, la verdad. Me cae fatal -admitió a desgana-. Y no porque sea un músico ambulante y vaya siempre tan zarrapastroso… Es que es un borrachín y un marrano, un hombre sin dignidad. No me gusta cómo me mira.

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