– Tienes razón, Grise. El pobre tipo está cayendo cada vez más bajo, se está revolcando en el fango de la vida, y todo porque su mujer le abandonó. Será pelma.
– ¡Ah, eso no lo sabía! ¡Pobre! -suspiró la viuda-. De todos modos, es un poco cínico. Ya ves cómo va vestido, que parece que no tenga dónde caerse. ¿Y sabes cuánto debe ganar diariamente con su acordeón? Pues mucho dinero, lo sé porque un amigo de mi marido que también tocaba por las calles, el saxofón, con lo que le tiraban acabó poniendo una bodega en Sants…
– Trabaja muchas horas, el pobre tonto -dijo él, pensativo-. No sabe qué hacer con su vida.
– Pues si él no lo sabe… Pero, bueno, ya que es amigo tuyo, desde hoy me lo miraré de otra manera. -Sonrió la señora Griselda bondadosamente, y su presta mano gordezuela y sonrosada agarró el asa de la tetera-. ¿Un poco más de té, rey mío? ¿Qué tal van las encuestas?
– Ya no trabajo para la Xeneralitá -dijo él animándose, recuperando el acento del sur y la flema del charnego-. Ahora vendo persianas venecianas. Un chollo, Grise.
Poco después, agobiado por la máscara, sintiéndose tironeado cada vez más por los hilos invisibles de una marioneta que empezaba a no controlar, estuvo tentado de descubrir su juego. Pero el trato que la viuda le dispensaba era tan dulce y cariñoso que de pronto sintió pena de los tres, de ella y de Faneca y de sí mismo, y se levantó y se despidió.
Pero en vez de meterse en casa tomó el ascensor y bajó hasta la planta baja, dirigiéndose a la cafetería del edificio. Se instaló en la barra y pidió un vino, y luego otro y luego dos más. Estuvo allí hasta que cerraron el bar, solo, probando suerte en una máquina tragaperras que emitía una música fantasmagórica, una tonadilla artificiosa y sideral. Se sintió inesperadamente reconfortado, conformado a la propia falacia y al artificio electrónico y musical que manejaba, mientras una mano invisible palmeaba amistosamente su espalda, animándole: Si te conviertes en otro sin dejar de ser tú, ya nunca te sentirás solo.
2
Experimentaba la creciente sensación de que alguien que no era él le suplantaba y decidía sus actos. Sentía a veces un descontrol físico, una tendencia muscular al envaramiento y a la chulería, una conformidad nerviosa con otro ritmo mental y con ciertos tics que nunca habían sido suyos. Una tarde de finales de marzo, en la calle Portaferrisa esquina a la del Pi, dejó de tocar el acordeón y entró en una tienda de comestibles y pidió una botella de vino blanco del Penedés. Pagó y salió, pero no había andado diez metros cuando se paró y regresó a la tienda.
– Oiga -dijo con la otra voz salerosa dirigiéndose al dueño que le había despachado-. ¿Uzté no acaba de venderle esta botella de vino a un pobre tipo con un acordeón?
El hombre le miró de arriba abajo, receloso.
– Coño. A usted.
– ¿Es ésta la botella? -insistió Marés.
– ¿A qué estamos jugando, oiga?
– Miruzté, es que el hombre del acordeón está en un apuro. Acabo de tropezarme con él en la calle y el caso es…
– A mí déjeme de historias. ¡Fuera!
– El caso es -prosiguió Marés-que no tiene na pa descorcha la botella y yo tampoco. Présteno uzté un zacacorcho, por favó.
– ¡Lárguese!
– ¡Vaya, no e uzté mu amable!
Fue en busca de Cuxot para compartir la botella, pero no le encontró. En la calle Ferran se detuvo ante el escaparate de la librería Arrels atraído por el título de una voluminosa novela en catalán: Sentiments i centimets. Entró y compró el libro juntamente con un diccionario catalán-castellano.
– A ver zi azin aprendo a lee catalán d'una puñetera vez -explicó a la dueña de la librería-. Aquí onde me ve, zoi un anarfabeto perdío, zeñora.
En las Ramblas se anunciaba ya la primavera y el aroma de las flores tronchadas y del agua suavemente pútrida le excitaba. Compró un ramo de claveles rojos y por la noche lo depositó en la puerta de la señora Griselda con un papel en el que escribió: «Para Grise de su Faneca respetuosamente.»
A mediados de abril, un sábado por la tarde que estaba tocando frente al Liceo, hizo otra pausa y entró en una zapatería. Se compró unos zapatos marrones y blancos, puntiagudos y de tacón alto. Después acudió a una posticería de la calle Hospital que vendía añadidos y pelucas para señora y caballero. Se hizo mostrar diversos postizos, pero ninguno le pareció mejor que el que ya tenía en casa. Escogió dos patillas negras y rizadas y un bigote fino, y se probó unos cartílagos de goma en las fosas nasales para alterar la forma de la nariz. También adquirió pegamentos, lápices y pinzas, y un maquillaje de fondo. La factura subió a nueve mil pesetas, cantidad que le pareció excesiva. Se hizo apartar el género y fue a la Caixa por dinero.
La mañana del día siguiente, domingo, estaba tocando en la plaza Real. Esperaba la llegada de Cuxot y Serafín, pero no vinieron. Era un día gris y a ratos chispeaba. No había mucha animación en la plaza, salvo los vagabundos y los camellos marroquíes y negros merodeando como de costumbre bajo los soportales. Marés estaba pensando en volver a casa cuando le invadió una repentina tristeza y en seguida se vio atenazado por una crisis de angustia, una sensación de desamparo, y entonces se decidió. Se embolsó la recaudación, se echó el acordeón a la espalda y buscó una cabina telefónica. Cuando descolgaba el teléfono empezó a sentirse mejor. Marcó y esperó, mientras allá, en Villa Valentí, en alguna sobria estancia con ventanas al parque, tal vez en el amplio dormitorio de Norma, donde ella desayunaba y leía el periódico en la cama, sonaba el timbre del teléfono.
– ¿Diga?
Enmascaró la voz y preguntó:
– ¿Zeñora de Marés, por favo?…
– ¿Por quién pregunta el señor? -dijo la voz femenina con acento exótico, seguramente la doncella.
– Quiero hablar con la zeñora Norma Valentí.
– ¿De parte de quién, señor?
– No me conoce. Dígale que tengo un recado de su marío.
– Espere un momento, por favor.
Pasaron casi dos minutos. Marés carraspeó, modulando mentalmente la voz impostada del charnego.
– Digui!…
– ¿Zeñora Norma Valentí? Me llamó Juan Faneca y soy amigo de su marío… Perdone la molestia, zeñora. El motivo de mi llamada es para pedirle una entrevista.
– ¿Conmigo? ¿De qué se trata?
– E una cuestión algo delicá. Quisiera un zervió no comunicarlo por teléfono. Verá uzté. Tengo que hablarle de Joan Marés…
– ¿Le ocurre algo?
– Temo que se esté volviendo loco, zeñora.
– ¿Y eso?
– Le supongo enterada de la vida que lleva.
– Más o menos.
Norma guardó silencio, aunque le picaba la curiosidad. Marés esperó un rato y luego dijo:
– Mujé, parece mentira, ¿no desea uzté saber cómo está? -Y con la voz aviesamente quebrada añadió-: ¿No le importa lo que pueda pasarle a ese infeliz? ¿No siente uzté ni siquiera una miaja de curiosidad por la vida de ese hombre, al que un amor desdichado le apartó de una familia honorable y de su sano juicio, y que ahora malvive tocando el acordeón por las calles de Barcelona?…
– Bueno, sí, pero no veo qué podría yo hacer…
– ¡Ay, qué ingratas son las mujeres! ¡Ozú!
– Joan sigue viviendo en Walden 7, supongo.
– Sí, pero el apartamento es de uzté.
– Ah, se trata de eso. Pues dígale que no tema, no pienso echarle. Prometí dejarle el piso mientras no tuviera dónde ir. No sé qué más podría hacer…
– Por lo menos, escuchar a un amigo.
– No tengo inconveniente. En todo caso, a Joan preferiría no verle…
– Él sabe muy bien que uzté no quiere verle. Vendré yo solo.
– Pero ¿qué es lo que quiere exactamente?
– Le gustaría mucho recuperar algo que se olvidó en Villa Valentí hace años… Se trata de un álbum de cromos de Los tambores de Fu-Manchú que guardaba desde niño, y que para él tiene mucho valor sentimental. ¿S'acuerda uzté de ese álbum?