– Creo recordar que se lo llevó de aquí junto con un montón de libros cuando nos trasladamos a Walden 7…
– Joan dice que no, que se quedó en casa de uzté.
– En tal caso se lo habrán comido las polillas. No tengo la menor idea de dónde puede estar.
– Dice que lo busque en los estantes bajos de la biblioteca, donde su tío guardaba los mapas.
Norma suspiró.
– Bueno, lo miraré.
– A cambio él le ofrece algo que le va a interesá.
– ¿A mí?
– Una zorpreza, mujé. Puede considerarlo como un regalo muy especial de Joan. Verá cómo le gusta. ¿Cuándo me va uzté a recibir?
Oyó el suspiro de Norma y se le paró el corazón. Ella tardó unos segundos en contestar:
– ¿Tan importante es?
– Cuestión de vida o muerte, zeñora.
– Bueno, ya será menos… El caso es que salgo de viaje y no regreso hasta el mes que viene. Espere, déjeme ver la agenda… -Calló unos segundos y él bebía su respiración sosegada, el palpito de su hermosa boca pegada al aparato-. Sí, eso es. Venga usted el trece de mayo, viernes, a partir de las ocho de la tarde. ¿Conforme?
– ¿En su casa, en la Villa…?
– Sí. Joan le dirá dónde es. Adiós.
– Conozco la torre, zeñora, aunque hace una pila de años que no voy por allí. Bueno, que uzté lo pase bien. Que tenga un feliz viaje…
Pero Norma ya había colgado.
3
Cuaderno 3
EL PEZ DE ORO
En la avinguda Mare de Déu de Montserrat hay una torre modernista de cúpulas doradas, agazapada tras una fronda de abetos y pinos y separada de la calle por una verja interminable. Estamos en 1943, tú aún no has nacido, amor mío, en los lentos atardeceres de ese verano remoto las cúpulas relucen como el oro y la desastrada pandilla del barrio, Faneca y yo a la cabeza, merodeamos alrededor de la fantástica torre soñando aventuras.
Estoy hablando de Villa Valentí, el paraíso que me estaba destinado, perdona la pretensión, y en el que tú nacerías cuatro años después. Hoy sigue la Villa espejeando igual que ayer, en mi memoria y en el barrio. En la imponente puerta de hierro forjado campea un dragón alado hollando lirios negros. En la boca del dragón hay una mandarina podrida, ensartada en la lengua afilada como un estilete, una mandarina de verdad. ¿Quién la clavaría allí? Tengo hambre y me la voy a comer, le dije a Faneca. La mitad de la mandarina parecía buena y jugosa, y Faneca también la quería. Nos la jugamos a los chinos y ganó Faneca. Recuerdo como si fuera hoy el luminoso domingo que entré por vez primera en el jardín de la torre. No como un intruso, sino como un invitado. Pero todo empezó el día anterior, sábado. Vuelvo a ver a los furiosos muchachos del barrio encaramados a la verja, robando eucaliptos de las ramas bajas agobiadas de hojas otoñales como dagas de cobre. David, Jaime, Roca, Faneca. No hay acuerdo sobre cómo pasar la tarde, si explorando el parque Güell y la montaña Pelada o patinando por las calles. David es partidario de dejarnos caer por la cocina de la pensión Ynes y ver si la señora Lola nos da merienda, y de pronto todos se van, y Faneca y yo nos encontramos solos con el patín de cojinetes a bolas, un auténtico bólido, una tabla con cuatro ruedas que se maneja con una cuerda y con suelas de alpargatas viejas para frenar.
Conduzco el bólido temerariamente, no sentado, sino trabado conmigo mismo, contorsionado, hecho un lío de brazos y piernas y convertido en la Araña-Que -Fuma para asombro de viandantes. Faneca viaja de pie a mi espalda, agarrándose donde puede, los ojos cerrados al viento, y lanza nuestro grito de guerra: «Hi ha cap peeeeeeell de coniiiiiiill…!», el grito-reclamo de los traperos que recorrían el barrio comprando papeles, trapos, botellas y pieles de conejo. Durante mucho tiempo, el trayecto habitual de la pandilla deslizándose con el patín había sido monte Carmelo-Sagrada Familia, bajando a tumba abierta por Sardenya; pero este verano descubrimos la avinguda Mare de Déu de Montserrat dirección Horta. Tiene más curvas y es más emocionante. Poco antes de la calle Cartagena hay una doble curva, y en seguida, a la derecha, arranca la interminable verja de Villa Valentí y corre a lo largo de la acera custodiando el frondoso parque. Las cúpulas doradas emergen por encima de los árboles, y a un lado, en una depresión del terreno seco y expoliado, sobrevive un viejo templete guadiniano con máscaras de metal. Fueron muchas las veces que, remontando la calle con el patín a hombros, Faneca y yo nos encaramamos a la verja para atisbar, por entre las frondas verdes, la fachada pizarrosa de la torre y los enormes tiestos de cerámica alrededor del estanque de aguas muertas.
– Algún día -dijo Faneca en cierta ocasión-entraré en ese parque y me bañaré en el estanque.
– Tú sueñas, chaval -le dije.
– Se diría que no vive nadie en la torre. Nunca se ve a nadie.
– No hay que fiarse. Los ricos de verdad viven muy escondidos.
Pero este sábado por la tarde, la puerta del jardín está abierta y un hombre delgado con traje y zapatos blancos observa desde la entrada el vertiginoso descenso del patín calle abajo montado por los dos niños. Observa, sobre todo, al chaval contorsionista que guía el artefacto de culo, al niño-tarántula doblado sobre sí mismo con un pitillo en la boca y los pies descalzos cruzados en el cogote.
– ¡Apártenseeeeee! ¡Allá vamoooooooos!
Algunos viandantes parados en la acera y boquiabiertos también contemplan nuestra loca carrera. El patín coge la segunda curva de la calle Cartagena abriéndose demasiado, sus ruedas laterales rozan el bordillo de la acera, pierdo el control y volcamos frente a la verja de Villa Valentí, a los pies del hombre del traje blanco. Al caer se me desbarata mi famosa Araña-Que-Fuma, pero, al ver que no me he hecho daño, la recompongo al instante recogiendo la colilla del suelo. Así, contorsionado y fumando, suelto un par de maldiciones y espero tranquilamente a Faneca, que ha caído unos metros más atrás y se duele de la rodilla. Entonces suenan pasos sobre la acera, aparecen a mi lado los flamantes zapatos blancos y oigo la voz solícita del hombre:
– ¿Te has hecho daño, muchacho?
– No, señor -moviéndome de lado como los cangrejos.
– ¿Dónde has aprendido a retorcerte así? ¿Trabajas en algún circo?
– Me enseñó un amigo de mi madre.
Antes de seguir debo aclarar un par de cosas. El hombre del traje blanco se dirigió a mí en castellano porque me oyó maldecir en castellano. Él era catalán. Yo también, pero todos mis amigos de la calle, los chavales de la pandilla, eran charnegos -sobre todo Faneca, que era de un pueblo de Granada y hablaba con un acento andaluz tan cerrado que no se le entendía-, y con ellos yo siempre me entendía en su lengua. Mi cabeza rapada y mi aspecto desastrado, por otra parte, hicieron el resto: el señor elegante me tomó por un charneguillo de los muchos que entonces infectaban el barrio. Y además le interesaba que así fuera, como no tardé en saber:
– Precisamente necesito alguien como tú… Y fumas con los pies. Asombroso.
– Sí, señor. También sé tocar la armónica con los pies.
– Vaya, vaya. ¿Cuántos años tienes?
– Diez.
Poco a poco me voy desenroscando y quedo en posición normal. Faneca llega y se sienta a mi lado, frotándose una rodilla dolorida. El hombre del traje blanco me observa fascinado. Es muy alto y luce un abundante pelo canoso y la expresión amable. Después de reflexionar un rato, dice:
– ¿De dónde eres, muchacho?
– Vivo en lo alto de la calle Verdi.
– ¿Cómo te llamas?
– Juan.
– ¿Quieres ganarte un duro?
– ¿Qué tengo que hacer? -Exactamente lo que acabas de hacer. Pero sin fumar. Ven mañana a las cinco de la tarde y te lo explico.
– ¿Vengo aquí?
– Entra directamente y pregunta por el señor Víctor Valentí. Soy yo. Y otra cosa. -Saca del bolsillo una hoja de papel doblada y escrita a máquina-. Esto es una poesía en catalán, quiero que para mañana te la tengas aprendida de memoria. Parles una mica de català, supongo…