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Ese tipejo, no sabía cómo llamarle, se paró en el umbral del dormitorio y dijo su nombre dos veces: Marés, Marés. Difícil saber si entraba o salía del sueño. Llevaba el sombrero garbosamente ladeado y su mano izquierda enguantada sostenía el otro guante de piel gris con suma delicadeza, como si fuera un pájaro muerto. Apoyó el hombro en el quicio de la puerta y gastaba un aire de guaperas antiguo, flamenco y socarrón.

– A las buenas noches.

Marés tardó en reaccionar.

– ¿Qué ocurre? -Encendió la lámpara de la mesita de noche, pero el cuarto siguió a oscuras y su sueño también-. ¿Quién es?

– Despierta, compañero.

Marés se frotó los ojos y protestó débilmente:

– ¿Tú otra vez? ¿Qué quieres?

– Norma Valentí nos espera.

– Que te crees tú eso.

El tipo sonrió desde las sombras mirándole de soslayo, el aire pistonudo. Marés reconoció el traje que llevaba, era suyo; un anticuado traje marrón a rayas blancas, muy gruesas, con la americana cruzada y dobladillo en los pantalones. Le sentaba fenomenal. Un charnego fino y peludo, elegante y primario, con guantes y mucha guasa, con ganas de querer liarla. Su pelo negro y rizado olía intensamente a brillantina. Después de observar a Marés con ojos burlones un buen rato, dijo:

– ¿Sigues obsesionao con esa mujé?

– Sigo.

– Te conviene hacer una locura, Marés.

– No puede salir bien. No insistas.

– Saldrá bien. Debes creerme, malaje -dijo entre dientes. Hablaba con un acento andaluz no muy convincente, pero la voz era extrañamente persuasiva, con una leve ronquera-. Tú déjame hacer a mí, saborío. Hablaré con esa mujé, y esa mujé volverá a tus brazos. Lo juro por mis muertos.

– ¿Me estás pidiendo que te presente a Norma?

– No hace falta. Yo me presento a ella y la camelo por ti.

– Estás loco.

– Digo. Pero vale la pena intentarlo. ¿Por qué no? No hay ninguna mujé en er mundo que no se pueda reconquistar una y otra vez, si uno se lo propone de veras, si la desea por encima de cualquier otra cosa. Pero antes de ser su amante, debes ser su amigo, su confidente…

– Ella no quiere ni verme.

– Iré en tu lugar. ¿O es que aún no lo has entendío?

– Ni siquiera sé cómo te llamas.

– Tampoco yo, todavía -esbozó una sonrisa meliflua y con el guante se golpeó suavemente el ala del sombrero-. Pensémoslo un ratito. ¿Quién soy yo? Podría ser tu amigo de la infancia descarriada, un tal Faneca. ¿Lo recuerdas?

– Nunca recuerdo nada mientras sueño -recordó incongruentemente-. Porque esto que me pasa es un sueño, ¿no?

– Tú verás.

– Me estás liando.

– Yo soy -dijo el elegante murciano sin hacerle caso-aquel chavalín llamado Faneca, un charneguito amigo tuyo que un día se fue del barrio en busca de fortuna y nunca llegó a nada… ¿Lo recuerdas o no, saborío? Ibais siempre juntos. Dos muchachos desarrapados y hambrientos que oyen silbar el viento de la posguerra en los cables eléctricos, en lo alto del monte Carmelo, sentados entre las matas de ginesta y soñando lejanías.

– Me acuerdo, sí.

– Bien. Entonces ¿qué te parece mi plan? Ya sabes que tu Norma siente cierta debilidad por los charnegos. Recuerda aquella aventura fugaz que vivió con un limpiabotas y aquella otra con un camarero del Amaya…

– Sé lo que te propones. No saldrá bien. Gingiol

– Confía en mí, catalanufo.

A su espalda el pasillo estaba también a oscuras, pero llegaba un reflejo turbio y esquinado desde algún espejo o desde su remota niñez adormecida en el fondo del sueño, quizá desde el estanque de aguas muertas en el jardín de Villa Valentí, cuando de chavales saltaban la verja de lanzas y se llenaban los bolsillos de eucaliptos. Ahora podía ver la mitad de su sonrisa burlona, una patilla negra azabache y un ojo pinturero, verde como la albahaca. Ciertamente, un tipo resalado. Pero su idea era un disparate.

– Que no. Fuera -dijo Marés, y le arrojó el despertador a la cabeza. Desapareció el charnego y Marés se volvió bruscamente de espaldas y se arropó con la sábana.

9

– Cuxot, anoche tuve otra pesadilla -dijo Marés-. Soñé que entraba en mi cuarto y me llamaba a mí mismo por mi nombre. Era yo, pero casi no me reconozco. Yo estaba en la cama y al mismo tiempo estaba de pie en el umbral del dormitorio, vestido de chuloputas. Una pinta de charnego de caerse de espaldas. Pelo negro ensalivado, ojos verdes, patillas. Un moreno de verde oliva, oye. Un tipo de película, Cuxot. Me llamó cornudo. Dijo que se presentaría a Norma haciéndose pasar por un antiguo amigo mío del barrio… Pero era yo mismo disfrazado de murciano chuleta y estaba allí de pie dándome la tabarra otra vez, proponiéndome una especie de broma, un plan para presentarse a mi ex mujer y ligársela de nuevo.

– ¡Qué tío más pesado! -se lamentó Cuxot, sin precisar a quién se refería.

– ¿Y qué quieres que le haga?

– Pero si eras tú hablando contigo mismo, ¿por qué no te callabas?

– No podía.

– Es que si tú te callas, capullo, se acaba la discusión, porque no sois más que uno a discutir.

– No, somos dos.

– Pero lo dos sois tú. ¡Qué raro! -meditó Cuxot-. ¿Y entonces qué has hecho?

– Me levanté de la cama y me lavé los sobacos.

– ¿Y eso?

– Ahuyenta las pesadillas. Me acordé que de muchacho vendía tebeos de saldo en las esquinas del barrio con el antifaz de El Coyote o contorsionado como la Araña-Que -Fuma.

– Y qué.

– Nada. Me acordé porque había un chaval de Granada, un tal Juan Faneca, que le gustaba mucho El Hombre Enmascarado… Dice ese loco que podría ser él. Se fue del barrio a los veinte años con una maleta de cartón, dijo que se iba a trabajar a Alemania. Estuve a punto de irme con él y mandar a la mierda este país. Toda la vida me he arrepentido de no haberlo hecho… Después me desperté.

– ¿Y nunca has vuelto a ver a ese Faneca?

– Nunca.

– A lo mejor se ha hecho rico y ha vuelto.

– Después me desperté -repitió Marés, abstraído.

Cuxot suspiró:

– No hay Dios que te entienda, compañero.

Hoy Marés había buscado la compañía de Cuxot en una esquina maloliente de la catedral. En la escalinata picoteaban palomas. Cuxot era bizco, tenía la boca grande y una calva renegrida y poderosa que olía a sardinas de lata y que gustaba secretamente a las mujeres. Embutido en un abrigo de terciopelo azul, dibujaba retratos de señoras al carboncillo, copiándolos de fotografías, y le hacían muchos encargos. Su éxito no consistía en lograr un gran parecido con el original, sino en otorgarle a la mirada del personaje retratado una especial dignidad que sugería un estatus social superior.

Marés tocaba el acordeón sentado en el suelo, sobre hojas de periódico, con un cartel escrito a mano colgado en el pecho:

MÚSICO EN EL PARO

REUMÁTICO Y MURCIANO

ABANDONADO POR SU MUJER

En la explanada frente a la catedral merodeaban gitanas pedigüeñas con criaturas en brazos. Viniendo del callejón, el viento helado de febrero formaba remolinos y arrastró una blanquísima bolsa de plástico hacia la escalinata. Con una melancolía súbita, Marés constató la blancura inmaculada, etérea, del plástico a merced del viento. Salían y entraban de la catedral pausadas señoras con mantillas y abrigos negros, el cielo estaba desplomado y gris. Un mendigo derrotado por los años y las penas, la mugre y el rencor tendía la mano a las beatas.

Soy un músico zarrapastroso y perdulario -pensó Marés-, pero lo soy solamente por horas. La bolsa inflada parecía de nieve, se alejó perseguida por un zureo de palomas. Cuxot dibujaba sentado en su silla de tijera. Marés tocaba Siempre está en mi corazón, las monedas tintineaban entre sus piernas.

Más tarde apareció Serafín con una botella de vino y Cuxot y Marés hicieron una pausa en su trabajo y bebieron unos tragos. Serafín era un jorobado que vendía lotería y tabaco en el Raval. Tenía unas manos pequeñas y bonitas y lucía un lustroso pelo negro ondulado con raya en medio.

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