Bajó del autobús y, echándose el acordeón a la espalda, se dirigió tambaleándose hacia Walden 7, la maltrecha fortaleza de formas cambiantes, roja, misteriosa y sideral como un crustáceo gigantesco bañado por la luna. Marés iba esta noche tan agobiado por la soledad y la desdicha que no oyó las losetas que se desprendían de la fachada estrellándose contra el suelo.
En casa depositó la recaudación del día en una pecera, se duchó y, envuelto en un batín negro, se sirvió una ginebra en un vaso largo. Pasó a la pequeña cocina y echó en el vaso unos cubitos de hielo y un chorro de agua del grifo, y luego volvió al cuarto de baño para lavarse otra vez las manos: las sentía pringosas de tanto tocar el acordeón y contar monedas. Salió para dejarse caer en una butaca frente al televisor. La ventana estaba abierta y brillaban en la noche enjambres de luces, un parpadeo neurótico que se extendía hacia Esplugues y Cornellà, al otro lado de la autopista efervescente. Abajo, en torno al edificio, las losetas desprendidas del revestimento se estrellaban contra el suelo a intervalos regulares, produciendo un leve chasquido en las simas de la noche, casi un gemido. Y Marés evocó a Norma y los primeros días que vivieron aquí, la felicidad compartida, los sueños. También este camaleónico edificio, que albergó tantas ilusiones en los años setenta, fue a su vez un sueño: un habitáculo concebido para la pareja antiburguesa y no conformista que Norma había imaginado representar ante sus amistades, un edificio, según su creador, erigido para propiciar otras formas de vida y de relación y no sólo las de la pareja tradicional, para exaltar la libertad del individuo y la convivencia en comunidad… Todo se había ido al traste, y Marés aún se preguntaba por qué oyendo caer las losetas en las tinieblas del exterior.
Volvió a la cocina, abrió una lata de berberechos y los echó en un plato con unas gotas de limón; regresó luego a la butaca. Conectó el televisor e iba ensartando los berberechos con un palillo y bebiendo ginebra helada a sorbitos, intentando no pensar en nada, viendo las convulsas imágenes de un enorme petrolero a la deriva, escorado y hundiéndose en medio de unas aguas negras y espesas, trasegadas y letales, deseando hundirse él también en esa terrible negrura y desaparecer de la faz de la tierra, pero sin lograr apartar a Norma del pensamiento.
7
Cuaderno 2
FU-CHING, EL GRAN ILUSIONISTA
El chasis herrumbroso del Lincoln Continental 1941, sin ruedas ni motor, yace en medio del descampado rodeado de hierba alta que peina el viento. Es el esqueleto calcinado de un sueño. Nadie en el barrio recuerda cómo ni cuándo llegó el fantástico automóvil hasta aquí arriba, quién lo abandonó sobre esta pequeña loma al noroeste de la ciudad, condenándole a morir como chatarra. Está siempre varado en mi memoria en medio de un mar de hierba y fango negro y cercado por un montón de cosas muertas: pedazos de estufas de hierro, una butaca desventrada, niños de cabeza rapada fumando en cuclillas, pilas de neumáticos, mi madre borracha caminando contra el viento, somieres oxidados y colchonetas mugrientas y desgarradas.
Dejo escritos aquí estos recuerdos para que se salven del olvido. Mi vida ha sido una mierda, pero no tengo otra.
Vivo con mi madre en lo alto de la calle Verdi, en una vieja y destartalada torre con jardín situada en una ladera contigua al parque Güell. Veo la calle en pendiente, borrosa por la llovizna, como un maravilloso tobogán sobre la ciudad. En la esquina asoma la cara de un niño con antifaz negro. Soy yo, doce años, cabeza rapada, brazal de luto. El niño enmascarado mira a un lado y a otro, furtivamente, y luego cruza la calle. Veo otra vez el barrio gris y amedrentado, los gatos famélicos, los diminutos terrados, las sábanas blancas que azota el viento. En la otra esquina me junto con tres chavales, Faneca, David y Jaime. Faneca viene comiendo un boniato cocido, ha ido a un recado para la señora Lola y ha estado en la cocina de la pensión Ynes, allí siempre se pesca algo de comer. Las calles están tan empinadas que tienen escaleras. Mi barrio está tan alto, tan cerca de las nubes, que aquí la lluvia está parada antes de caer. Por no mojarnos más, nos metemos en casa. «A lo mejor está Fu-Ching, el chino prestidigitador -dice David-y nos hace juegos de manos y nos hipnotiza.» «Eso, que nos hipnotice -dice Faneca-, a mí me gustaría vivir hipnotizado.» Dentro de la casa se oye el ruido de una máquina de coser.
Veo a mi madre trabajando. La trepidante aguja de la máquina taladra una pieza de ropa estampada larguísima, que cuelga a un costado de la Singer. Mi madre ya tendría cincuenta años por esa época, gorda, astrosa, con bata, bufanda y un pitillo humeante en los labios. Mi querida madre. Está sentada pedaleando furiosamente la Singer. Tiene la cara abotargada y los ojos resacosos. A su lado hay una mesa camilla abarrotada de piezas de costura, un maniquí sin cabeza y cajas de cartón que contienen más ropa. Sobre la mesa, una botella de vino peleón y un vaso. Hay también un viejo piano arrimado a la pared desconchada, llena de fotos amarillentas clavadas con chinchetas.
Mi cara con antifaz se asoma a la galería y mi madre sufre un sobresalto que le paraliza los pies y la máquina. David se me anticipa:
– ¿Está Fu-Ching en casa, señora Rita?
– Tú -dice mi madre, refiriéndose a mí-, quítate esta porquería de la cara, mocoso. Habráse visto, entrar así en las casas… Arrccc…
Eructa. Mi madre eructa. Dos veces. Cuando vuelve a mirarme, yo me quito el antifaz de la cara. Debajo llevo otro idéntico.
Hoy es sábado, y los sábados mi casa se llena de melancólicos ruiseñores y tengo que ir a la taberna de Fermín por una garrafa de vino y unas latas de berberechos. Mi madre fue una cantante lírica bastante conocida y los sábados recibe en la galería a sus viejos amigos de la farándula, retirados ya de la escena o fracasados y olvidados, y juntos cantan zarzuelas y se emborrachan de vino, llorando de emoción lírica y de nostalgia alrededor del viejo piano al que ahora se sienta un tenor regordete y sudoroso con bigotito. ¡Vaya un espectáculo para un niño! Ellos son, además del pianista tenor, una voluminosa ex vedete de revista del Paralelo de voz chillona, dos vicetiples altas y pechugonas y muy pintarrajeadas, con sus maridos, dos maduros y atildados barítonos repeinados con fijapelo, y el Mago Fu-Ching, ilusionista alcohólico vestido con el viejo kimono y el gorro chino que mimadre le guarda en casa desde hace años. Fu-Ching tiene unas manos larguísimas y bien cuidadas y luce maneras galantes y refinadas. Todos están borrachos y cantan alrededor del piano empuñando vasos de vino. La Singer ahora descansa, los pies hinchados de mi madre también. Las fotografías clavadas en la pared muestran a Rita Beni joven en diversas escenas de zarzuela o en compañía del Mago Fu-Ching, igualmente más joven, y también hay clavados dos viejos carteles anunciando operetas, y programas de mano.
Mi madre está cantando, la mano apoyada delicadamente en el hombro del pianista tenor. Derrengada por la emoción, gorda, llorosa, apretando el vaso de vino contra su pecho, la rodean sus amigos y amigas trasegando vino y bocadillos. En el centro de la galería hay una mesa con platos sucios y una garrafa grande, una barra de pan y un salchichón.
– Al pasar el caballero -canta mi madre con lágrimas en los ojos-por la puerta del Perdón, de los altos balconajes a sus pies cayó una flor…
– Una flor -le responde el coro etílico y tambaleante de sus invitados-es el comienzo de un capítulo de amor.
– Señorita que riega la albahaca -entona el pianista tenor, cada vez más reblandecido por la emoción-, si de atrevido no me tildara, yo al rosal acercarme quisiera donde florecen rosas tan bellas.
Sin dejar de cantar las vicetiples van y vienen de la mesa, aladas y eufóricas, y picotean el salchichón y se sirven vino de la garrafa.