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– Mi prima Olga me ha invitado a cenar -dijo muy contento.

Un marinero que pasaba en este momento acompañado de dos chicas se quiso hacer el gracioso y tocó la chepa de Serafín. El jorobado se enfadó y luego se deprimió, cogió su botella y regresó a las Ramblas.

Marés volvió a su acordeón y a sus boleros.

– ¿Otra vez con esa monserga sentimental? -gruñó Cuxot.

– Otra vez el loco amor después de tanto tiempo -se lamentó Marés-. Tu vida y mi vida, Norma. Recuérdame. Solamente una vez. Perfidia. Siempre está en mi corazón, otra vez, otra vez…

– Vamos, no seas niño -dijo Cuxot-. No hagas pucheros en la calle.

– Yo lo hago todo en la calle.

– Ella no quiere verte y tú darías diez años de tu vida por tenerla un minuto a tu lado. A que sí, tontolaba.

– Déjame en paz, Cuxot.

– Todo esto te pasa por haberte casado con una mujer riquísima. Con alguien que no te correspondía.

– La amo y sanseacabó.

– A tu edad… Debería darte vergüenza.

Marés aplastó la cara en el acordeón. Cuxot insistió:

– A tu edad, uno puede volver a enamorarse, no digo que no. No me parece decente, pero bueno… Uno puede incluso convertirse en un mamarracho y hacer el ridículo por amor. ¡Pero enamorarte otra vez de tu mujer, de la misma mujer…!

– Nunca he dejado de quererla. Nunca. ¡Ay qué dolor! -El acordeonista metió la zarpa por debajo del pasamontañas y se arrancó un mechón de pelos-. ¡Qué dolor más grande! ¡Cómo sufro!

Cuxot siguió manejando el carboncillo sin prestarle atención. Después dijo:

– ¿Dónde comemos hoy?

– Me da igual.

– ¿No te da vergüenza, llorar en la calle?

– Cierra la boca. Estoy interpretando a Lecuona.

Sobre su cabeza aleteaban las palomas y oía el rumor de la ciudad como el de una fronda remota o un gran río ensimismado, como el zumbido de un verano en Villa Valentí, cuando él y Norma eran felices. Poco después tenía ante sí un corro de mirones, gente apacible que se disponía a visitar la catedral o que ya lo había hecho, y que se paraba a leer su cartel sobre el pecho con una atención casi filosófica, algo socarrona.

Marés se sorbió las lágrimas y anunció:

– Respetable público, seguidamente voy a interpretar para todos ustedes Noche de ronda.

– Exxxxxchsssss… -hizo Cuxot.

Su repertorio habitual en esta zona urbana, alrededor de la plaza del Rey, la catedral y la plaza de Sant Jaume, siempre fue a base de Mozart y Rachmaninov y algo de Pau Casals, pero últimamente los viejos y románticos boleros le obsesionaban. El acordeón empezaba a tener demasiados años, pero sonaba bien, era un Hohner ligero y más sentimental de lo conveniente. Norma, Norma… Dicen que la distancia es el olvido, pero yo no concibo esa razón.

Cuxot utilizaba como reclamo sus retratos apoyados en la pared. Eran relamidos retratos de estrellas de cine muertas y de pías damas barcelonesas con mantilla y supuestamente vivas, y entre ellos había uno de Norma Valentí i Soley, ex señora de Marés, copiado de una foto que el acordeonista callejero llevaba siempre en la cartera. Era un dibujo yerto y frío y en él Norma seguía pareciendo feúcha con sus ojos almendrados detrás de los gruesos cristales de las gafas, su boca grande y sensual, su larga nariz montserratina y su pelo rizado y antiguo, una combinación extraña, tan difícil de explicar en Norma: no que fuese fea, pero que lo pareciese -del mismo modo que no parecía una mujer rica, y sin embargo lo era, y mucho-. Aunque el parecido del dibujo con la Norma real era escaso, este pintor fracasado y borrachín había captado la sutil luminosidad anacarada de la piel de Norma. A Marés no podía escapársele ese detalle porque el nácar de la nalga respingona -su mujer girando desnuda junto a la lámpara de la mesilla de noche, echándose un valium a la boca y mirándole con furor, en la confortable alcoba de Villa Valentí, diez años atrás-se había instalado entre sus recuerdos como el primer compás de Perfidia. Estas últimas semanas, por otra parte, sentía su loca pasión por ella con tal intensidad que a menudo se despertaba en la cama a medianoche gritando su nombre con desesperación: «¡Norma! ¡Norma!»

– ¡Qué música empalagosa y boba! -gruñó Cuxot-. ¿No puedes tocar otra cosa?

Tatuaje. Mirando el mar. Dos cruces. Esta última pieza la tocó sujetando el acordeón con los pies descalzos, y siguió llorando desconsoladamente, hundiéndose más y más en el fango del impudor y la desvergüenza. Esta curiosa habilidad, tocar el acordeón con los pies, causaba mucha pena a los viandantes. ¡Pobre -pensaban-, además de charnego, contrahecho! Esguerrat! Una lluvia de monedas caía sobre la hoja de periódico.

10

Invitaron a Serafín a comer en una tasca de la calle Sant Pau y pidieron macarrones y ensalada. Cuxot hizo descorchar una polvorienta botella de Rioja y Marés comentó una vez más su sueño de cada noche con el murciano dicharachero de largas patillas y ojos verdes, su otro yo. Insiste en seducir a Norma, dijo cabeceando pensativo, se las da de irresistible.

– No le lleves la contraria -aconsejó Cuxot-. A ver adonde llegáis en el sueño.

– ¿Es verdad que a tu ex mujer le gustan los gitanos -preguntó Serafín-y que ha tenido líos con tocaores y cantaores?

– ¿Quién te ha dicho eso?

– Éste. -El jorobado señaló a Cuxot-. ¿Es verdad o no?

– Pues sí -admitió Marés a regañadientes-. Nadie lo diría, con lo fina y catalanufa que es. Ahora, para disimular, se ha liado con un sociolingüista independentista.

– ¿Socioqué…?

– Tan seria y formal, la señora -prosiguió Marés lamentándose, apartando el plato de macarrones que apenas había tocado-. Pues ahí la tienes, lleva una especie de doble vida.

Se bebió un vaso de vino y se sirvió otro. Miró en dirección al mostrador cochambroso, en cuyo extremo, sentado en un alto taburete y de espaldas a la barra, el charnego pinturero le miraba con la frente vendada y el despertador en la mano, sonriendo. Sobre la sien derecha la gasa estaba manchada de sangre. Llevaba su traje marrón a rayas, pero no el sombrero ni los guantes.

– Rediós, estoy muy mal -se lamentó Marés-. Sueño despierto.

Apuró otro vaso de vino. Volvió a mirar el mostrador y allí estaba Faneca, sonriéndole con recochineo.

– ¿Qué tienes en la frente? -dijo Serafín indicando el rasguño sobre la ceja-. ¿Te has golpeado con el acordeón?

– ¡Qué acordeón ni qué hostias! Ya os he dicho que anoche le arrojé el despertador a la cabeza.

– Pero entonces la señal debería llevarla él y no tú -razonó Cuxot.

– ¡Pero es que él soy yo, tarugo! -dijo Marés con gran convicción.

Serafín rebañaba el plato y cabeceó pensativo:

– Seguro que te diste con el canto de la mesilla de noche y no te acuerdas. Eres un caso, Marés.

La aparición se esfumó de repente, cuando tomaban café y Serafín hablaba de su prima, de lo buena que era con él.

Dejaron al jorobado vendiendo lotería en las Ramblas y volvieron a la explanada frente a la catedral. Marés tocó sardanas y llovían monedas, pero en seguida, como una fatalidad, se sorprendió atacando Lisboa antigua y después Caminemos. Una señora gordita de sonrisa dulce y cabellos azulados de muñeca arrojó una moneda de veinte duros entre sus piernas. El acordeón ondulaba en su pecho y Marés pensó en la puta generosa y atenta que invitaba a su primo jorobado a cenar, para que se sintiera menos solo. Luego, repentinamente, no pasó nadie y dejó de tocar, y entonces escuchó a su lado la perorata de Cuxot, que seguía dibujando sentado en su sillita de tijera. Divagaba sombríamente sobre el cuerpo de una persona amada pintado en el recuerdo, después de muchos años; que no se recuerdan las formas, dijo, sino la luminosidad de la piel, la textura y el color. Y que eso era lo que él siempre quiso pintar, esa luminosidad, sin conseguirlo.

Su meditación en voz alta le trajo a Marés el punzante recuerdo de Norma Valentí, y de pronto soltó el acordeón y se mordió los puños desesperadamente. Aullando como un perro, se incorporó de un salto y hundió los nudillos despellejados en los bolsillos del pantalón, se agarró los genitales y empezó a dar vueltas alrededor de la hoja de periódico y del acordeón, que, retorciéndose él también en el suelo, soltaba un débil gemido. Algunos viandantes se pararon a mirarle. Cuxot seguía enfrascado en sus dibujos y apenas le hizo caso. Desconsolado, Marés golpeó la cara contra la esquina hasta que sangró el pómulo. Acto seguido recuperó el acordeón y volvió a sentarse, y empezó a tocar con la cara ensangrentada. Se paró más gente y le miraba con curiosidad, pero fueron pocos los que arrojaron monedas. Creían que todo era una comedia.

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