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En la acera sortearon un vómito azul. No es nuestro, dijo Serafín. Se deslizaban por las angostas callejas como sombras, evitando la algarabía de máscaras e imposturas. ¿Y ese favor que me ibas a pedir, Marés? Me lo pienso, chepa, ya que ahora mismo ignoro qué favor quería pedirte…» Marés piensa también en las casi dos horas que lleva esta noche a su lado. Bebiendo con él. Aguantándole. ¿Por lástima, por la putada que le ha hecho su prima? No exactamente… Ese humilde y a la vez tenebroso disfraz de limpiabotas… Serafín camina como un mono, la caja de betún balanceándose en su mano, y Marés le sigue de cerca por la estrecha acera, atisbándole como esta mañana, estudiando sus abruptos movimientos de simio, espiando esa otra identidad. Pasa entre sus piernas un gato escuálido y lento, una jeringuilla cruje bajo su zapato, una joven pareja de yonkies espera su trocito de cielo sentada en el bordillo. Sus pupilas insomnes y dilatadas escrutan la noche enmascarada.

Serafín vivía en una fonducha detrás de la plaza Real, en un cuarto sucio y mal ventilado. Clavados en la pared había docenas de cromos y fotos de la soberbia águila real. Nada más entrar, Serafín suelta la caja de betún, enciende una lamparita clavada en la pared y se echa en el sofá-cama gruñendo como un perro. No tiene ganas de hablar. Extiende el brazo, conecta el televisor portátil y aparecen caballos encabritados en una plaza abarrotada de gente. El televisor y el frigorífico están encarados y se miran cada uno desde su rincón, coronados de cascos de cerveza. Marés sale a mear en el retrete del pasillo. Serafín dice algo del Tío Pepe en la nevera, que guardaba para Olga. Cuando vuelve Marés se ha dormido con el rizado pelucón torcido en su cabeza, el parche en la frente y una patilla en los morros. Parece no solamente borracho; parece que lo hayan zurrado. Sobre su alborotada máscara flota la querencia espectral del recio amante de Cádiz, el hombre que él hubiese querido ser por una noche. ¿Qué estoy haciendo aquí, velando los sueños enfermizos de un jorobado solitario y amargado?, se dijo Marés, y pensó en la señora Griselda y en sus apremiantes besos con sabor a yogur.

Le tocó suavemente el hombro y susurró:

– Oye, ¿me prestas tu disfraz? -con una voz que no pretendía ser oída-. Vamos a darle un susto a esa cabrona. Sé dónde encontrarla, estará con su chulo.

– Bah. Para qué -balbuceó Serafín.

– Se lo tiene merecido, por dejarte tirado. Tú déjame hacer a mí.

El jorobado no se movió. Marés le quitó el parche y la peluca y luego le arrancó, con sumo cuidado, el bigote y las patillas. También le quitó el chaleco y la camisa negra, que puso sobre la caja de betún. Las dos prendas olían intensamente a barreja. Por el ventanuco sobre la calle del Vidre llegaba el jolgorio de la plaza Real. Marés observó las rizadas patillas en su mano. Su contacto rasposo le recordó la pelvis impetuosa y electrizante de Norma, y sintió un nudo en la garganta y de nuevo aquella maldita pena de sí mismo. Se colocó los postizos con sumo cuidado y, aunque no había espejo, se miró en la pared como si lo hubiera, de frente y de perfil. El bigote y las patillas se adherían a la piel nada más tocarla, como si la desearan. La peluca me acabará de freír los sesos, pensó con extraña lucidez. Se quitó la vieja gabardina y el jersey y se puso la camisa negra y el chaleco. Entonces sintió las arcadas y se sentó al borde del camastro. Después de vomitar, su rostro se transfiguró: labios demasiado encendidos y una desolación perruna en la mirada, inane, sin luz, sin reproches ni lástima de sí mismo.

Abrió la nevera y bebió un trago de Tío Pepe helado. Se sintió otro hombre. Se agachó despacio, tanteando el vacío a su alrededor, y, sin dejar de mirarse en la pared, empuñó el asa de la caja de betún que le aguardaba en la sombra. «¡Limpia! ¡Limpia!», anunció emboscado en el espejo imaginario con la ronca voz de Serafín.

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Caminando torcido, con la caja de betún en la mano y vestido con las ropas del jorobado perfumadas por la barreja, Marés se dirigió a la plaza Real y entró en una cervecería.

– ¡Limpia! ¡Limpia! -dijo en atención al disfraz.

El local estaba muy concurrido, había caretas y capuchas, mucho humo y gritos y tufos de frituras. Tal como había supuesto, Olga estaba con un mozalbete espigado y rubio en una mesa del fondo. La reconoció a pesar del antifaz plateado. Marés se abrió paso con los codos, la espalda arqueada, recitando con la voz rota de Serafín: «¡Limpia! ¡Limpia!»

La imitación de la voz debía de ser buena, porque antes de alcanzar a verle, ella levantó la cabeza alertada y le buscó con los ojos entre la concurrencia. Marés se plantó delante de la pareja, acentuó su joroba y miró a Olga. Ella puso cara compungida y empezó a decir:

– Déjame que te explique…

Marés cogió de encima de la mesa un vaso rebosante de Pipermint y, lentamente, derramó el verde líquido sobre la cabeza de la muchacha.

– Esto por burlarte de mí, prima -dijo con la voz bondadosa y quebrada del jorobado-. Por dejarme tirado con mi bonito disfraz, niña, por no cumplir tu promesa. Mala puta. Ojalá se te pudra el clítoris.

Olga empezó a chillar y su chulo se levantó de la silla dispuesto a pegarse con él. Pero el joven rubiales no tenía ni media hostia y toda la furia se le iba en aspavientos. Marés amenazó con estrellar la caja de betún en su cabeza y entonces fueron separados por algunos clientes. Empapada de Pipermint, Olga se puso a llorar y el falso limpiabotas aprovechó la confusión para escabullirse a la calle.

Poco después, deambulando por las Ramblas, se sentía un poco alelado y se dejó llevar un trecho por el vaivén de la gente y la fanfarria del carnaval. Estaba frente al Liceo. Tenía dos opciones: volver al cuartucho de Serafín y recuperar la pálida jeta de Marés y su melancolía, o cruzar las Ramblas y tomarse unos vinos en el Café de la Ópera. Decidió lo segundo, y fue una decisión que había de cambiar el rumbo de su vida.

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Encorvado y renqueante, con su parche en el ojo y la caja de betún en la mano, Marés cruzó precavidamente el umbral del Café de la Ópera tanteando el suelo con el pie como un ciego que, parado en lo alto de una escalera, teme no encontrar el escalón y precipitarse en el vacío.

– ¡Limpia! ¡Limpia! -se animó oscureciendo la voz, agazapado y falaz, adentrándose en el concurrido local. Había mucho humo, el guirigay de conversaciones se hacía estridente y buena parte de la clientela lucía disfraces. Un agitado mar de cabezas pintarrajeadas, con los adornos más insólitos, se extendía desde la entrada hasta el fondo del Café. Marés se abrió paso hasta el extremo de la barra y pidió una barreja, pero el camarero no le oyó. De pie a su lado había un grupo muy animado bebiendo cava en copas altas. Por lo que Marés pudo oír, esperaban a unos amigos para ir juntos a una fiesta. Debajo de las pieles y abrigos, echados con descuido sobre los hombros, lucían disfraces caros. Junto a las copas, en la barra, habían dejado las caretas y los antifaces. Una de las mujeres iba de puta portuaria, de esas que en las viejas películas francesas se apoyan en una farola con la falda de satín negro abierta en el costado y susurran chéri con la voz venérea y los ojos entornados por el humo del cigarrillo. Llevaba unos pendientes de bisutería barata en forma de media luna, medias negras y zapatos verdes de tacón alto, y Marés observó sobre sus hombros una cazadora de piel idéntica a la que él había regalado a Norma diez años atrás… Observando ahora con más atención, vio no sólo que era la cazadora de Norma, sino que era Norma en persona quien la llevaba.

– ¡Santo cielo! -ahogó en su garganta, y se retorció exagerando la joroba y así de paso observarla mejor. Muy maquillada, con sombras azules sobre los párpados y las cejas muy altas, llevaba sus inevitables y poderosas gafas de gruesos cristales llenos de dioptrías que le daban a sus ojos entrecerrados una fijación maniática, una frialdad obsesiva. Seguía sin ser hermosa, pero conservaba, a sus treinta y ocho años, una espléndida figura y aquel aire de calculado extravío, una voz colorista y una sugestión ligeramente gaudiniana, como de cerámica troceada: un capricho en los rasgos, una ondulación en las formas. Tenía los ojos largos y separados, la nariz recta y los pómulos altos, levemente constelados de pecas. Y, sobre todo, la boca carnosa y pálida, sin sangre, de muñeca. Gingiol

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