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– Incluso sin ponerte ninguna máscara -se dijo sin amargura-, ¿quién sería capaz de reconocerte? ¿Quién podría identificar esta piltrafa anónima con aquel apuesto don nadie felizmente casado con Norma Valentí?

– Nadie -se contestó con la otra voz-. Capullo.

Ni siquiera ella podría reconocerle. Dejando de lado la acción del fuego, en los últimos tres años se le había caído casi todo el pelo, había cambiado la pigmentación de sus manos, su estatura había menguado misteriosamente, su nariz se había curvado y sus hombros se habían desplomado. La parte inferior de su cara se le había alargado más y más y finalmente se le había caído.

– Bueno, déjalo correr. Allá vamos.

En primer lugar se aplicó un maquillaje de fondo por toda la cara y las orejas utilizando una esponja humedecida con agua. Luego se ciñó la peluca negra y rizada y con la ayuda de almaste se pegó cuidadosamente las patillas y el bigote. Acto seguido empezó a trabajar la expresión; con unas pinzas se depiló el entrecejo y después se pegó las cejas postizas alterando el trazado habitual de las cejas pintadas. Se puso la lentilla verde en el ojo izquierdo y se tapó el derecho con el parche negro. Luego utilizó el lápiz blanco para difuminar ojeras y el marrón para partir la mandíbula creando la sombra de un falso hoyuelo en el mentón. También difuminó los laterales de la nariz, afilándola, y marcó los pómulos y la parte inferior de los párpados. Desde que sufrió las quemaduras faciales, le crecían desmesuradamente los pelos de la nariz y de las orejas, y ahora se los arrancó con los dedos. Lo más difícil fue la colocación de las diez pestañas postizas en el párpado del ojo izquierdo, pelo a pelo, con pegamento duo-sugical-adhesive. En las instrucciones para el uso correcto de las pestañas, leyó que duraban quince días y que uno podía ducharse con ellas.

Poco a poco, detrás de la bruma herrumbrosa del espejo, apareció la cara del charnego soñado mirándole primero con recelo, después con una mueca irónica: un tipo agitanado y parsimonioso, arrogante, con un ojo tapado por el parche negro, el otro verde y pinturero. Era el mismo chulesco personaje que tan inesperadamente sedujo a la viuda Griselda, pero mucho más estilizado, más convincente. Los cartílagos de goma en las fosas nasales le prestaron una nariz aguileña, y ensayó unos rellenos de algodón en la boca alterando así el carácter del mentón.

– Te hace demasiado gordo -se dijo-. Prueba más arriba, junto a los pómulos… No, tampoco.

Advirtió que el algodón le impedía hablar bien y se lo quitó. Con una risueña lentitud, mirándose a hurtadillas, como si esperara de su imagen reflejada en el espejo alguna señal convenida, se guiñó el ojo. Percibió como respuesta una leve sonrisa ladeada y observó que el sarcasmo y la maulería iban creciendo en el único ojo verde que lo miraba, pestañón e inquisitivo, y se levantó dispuesto a cambiarse de ropa. Se puso una camisa blanca -no encontró su favorita de seda rosa, debía estar en el lavadero-y el traje marrón a rayas, tan gruesas que parecían trazadas con tiza, la corbata gris perla y los zapatos de dos colores y tacón alto, y se miró de cuerpo entero en el espejo del armario. Fue como encararse con un desconocido y tuvo un sobresalto. Parecía más alto y más delgado, con la espalda más recta y una cualidad felina en los hombros, las mejillas chupadas y el perfil soberbio.

– Fabulozo -dijo con la voz de Faneca, y dio algunos pasos sin salirse del espejo. Forzando apenas las cuerdas vocales, perfeccionó la voz rota-: Probando, probando

– dijo al espejo-. Uno, dos, uno, dos, probando la voz acharnegada y subyugante que ha de enamorar a mi mujer…

Dominada la voz, intuyó que lo único que podía traicionarle era la forma de andar. Faltaban tres horas para su encuentro con Norma y las empleó en ensayar una manera de caminar distinta, con otro ritmo. Después de varios intentos, en los que su esfuerzo por controlar los nervios le dejó casi agotado, consiguió cierta rigidez muscular en la pierna izquierda, una leve cojera que provocó automáticamente otra cadencia corporal al dar el paso, un movimiento de hombros y cintura que nunca antes había exhibido. El cuerpo adquirió de inmediato otra compostura, una gestualidad abrupta y retardada.

Y entonces, cuando ya dominaba plenamente la situación paseándose de un lado a otro por el cuarto, hizo dos cosas que no tenía previsto hacer, que nunca había pensado que iba a hacer y que en realidad no deseaba hacer, como si una voluntad ajena se hubiese apoderado de él: encendió un cigarrillo -él, que nunca había fumado, salvo cuando era un niño-y se cambió la corbata gris perla por otra granate con arabescos tornasolados, mucho más llamativa.

Parado ante el espejo, erguido y un poco de lado, la mano derecha en el bolsillo de la americana cruzada y la izquierda en alto sosteniendo el cigarrillo entre los dedos, el charnego Faneca le miraba detrás de las espirales de humo sonriendo aviesamente.

5

La verja de la calle estaba abierta, como si le esperaran. Siempre soñó en regresar a este parque, pero nunca pudo imaginar que volvería a entrar en él como la primera vez, cuando era niño: como quien entra en un sueño. Un suave olor a podredumbre, resabios húmedos de una tarde remota o del mismo sueño, le esperaba junto al estanque de aguas muertas. Se paró en el borde, unos segundos, y evocó el pez dorado que un día le escamoteó el destino.

Conforme el murciano fulero se acercaba a la fantástica torre de ladrillo rojo, iluminada y caprichosa con sus tres cúpulas morunas revestidas de cerámica troceada, el sueño se desvanecía. En medio del silencio del jardín, podía oír el rumor de la grava bajo sus zapatos. Esas pisadas desbaratando el sueño le entristecieron. ¡Ánimo, chaval -se dijo-, no es más que una broma!

Una muchacha de rasgos asiáticos le esperaba en el porche manteniendo la puerta abierta. Marés habló por un lado de la boca.

– Soy Juan Faneca. La zeñora me dijo de venir a esta hora.

– Pase usted.

Cruzaron el amplio vestíbulo y la criada filipina le condujo a una salita situada en el ala derecha de la torre, con altos ventanales que daban al jardín. La criada volvió a salir diciendo que la señora vendría en seguida. Paseando la mirada en torno, Marés pensó en las dos tías de Norma, seguramente ya con más de ochenta años. En la época en que él vivió aquí después de casado, apenas tres meses, esta salita era un reducto de las dos ancianas solteronas, estrafalarias y cotillas. A una de ellas, Marés consiguió seducirla y fue su cómplice; la otra se le resistió siempre.

Norma Valentí tardaba en aparecer. Seguramente no me esperaba, pensó, se habrá olvidado de mí. Sentado muy tieso al borde de la butaca, atento a los ruidos de la casa, procuró sujetar los nervios. Escogió esa butaca porque entre ella y la lámpara de pie había un tiesto con una planta cuyas grandes hojas alteraban la luz y creaban zonas de sombra, donde procuró cobijar la cara. Los primeros cinco minutos serán decisivos, se dijo. Si no me reconoce al primer golpe de vista, tengo posibilidades. Si me reconoce, descubro el juego y sanseacabó, y tal vez le haga gracia y nos riamos un poco los dos…

Se levantó y ensayó la nueva manera de andar, cojeando levemente. Sintió un ligero calambre en la pierna izquierda y al caminar realmente le dolía. Confiaba en la máscara de Faneca y en la miopía de Norma. Pero lo que más le preocupaba era la voz, y probó una vez más a camuflarla mientras paseaba de un lado a otro; la depuró y la canalizó reflexivamente, como un tenor canaliza el agudo: la cabeza apuntando al suelo para buscar la resonancia craneal, la diferencia, el paso del aire abierto, el apoyo sobre el diafragma. Finalmente se abrió la puerta y apareció Norma Valentí, sencilla y elegante, con un cigarrillo entre los dedos y los temibles ojos de agua emborronados tras los gruesos cristales de las gafas. Llevaba zapatos planos, una falda de cuero color tabaco muy ceñida y un jersey negro de amplio escote de pico. Su apariencia esta noche era la de una persona estudiosa y muy atareada que se toma un descanso. Nada más ver a Faneca, se instaló en su rostro una risueña disposición afectiva, como si contuviera las ganas de reír.

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