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Juan Marsé

El amante bilingüe

El amante bilingüe - pic_1.jpg

Para Berta.

Y para mis otros padres

y mi otra hermana, al

otro lado del espejo

Primera parte

Lo esencial carnavalesco no es ponerse

careta, sino quitarse la cara.

Antonio Machado

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Cuaderno 1

EL DÍA QUE NORMA ME ABANDONÓ

Una tarde lluviosa del mes de noviembre de 1975, al regresar a casa de forma imprevista, encontré a mi mujer en la cama con otro hombre. Recuerdo que al abrir la puerta del dormitorio, lo primero que vi fue a mí mismo abriendo la puerta del dormitorio; todavía hoy, diez años después de lo ocurrido, cuando ya no soy más que una sombra del que fui, cada vez que entro desprevenido en ese dormitorio, el espejo del armario me devuelve puntualmente aquella trémula imagen de la desolación, aquel viejo fantasma que labró mi ruina: un hombre empapado por la lluvia en el umbral de su inmediata destrucción, anonadado por los celos y por la certeza de haberlo perdido todo, incluso la propia estima.

Para guardar memoria de esa desdicha, para hurgar en una herida que aún no se ha cerrado, voy a transcribir en este cuaderno lo ocurrido aquella tarde. Un dormitorio pequeño, íntimo. Cama baja con las sábanas revueltas. Ya he hablado de mí mismo reflejado en el espejo, al entrar. Norma se ha refugiado en el cuarto de baño, cerrando la puerta por dentro. Lo segundo que veo es la caja de betún sobre la moqueta gris y el tipo casi desnudo sentado al borde de la cama y frotando diestramente con el cepillo un par de mis mejores zapatos. Lo único que lleva puesto es un sobado chaleco negro de limpiabotas. Tiene las piernas peludas y poderosas. Surcos profundos le marcan la cara.

– ¿Qué diablos hace usted con mis zapatos? -pregunto estúpidamente.

El hombre no sabe qué hacer ni qué decir. Masculla con acento charnego:

– Pues ya lo ve uzté…

En realidad, yo tampoco sé cómo afrontar la situación.

– Es indignante, oiga. Es la hostia.

– Sí, sí que lo es…

– Es absurdo, es idiota.

Parado al pie de la cama, mientras se forma un charquito de agua alrededor de mis pies, observo al desconocido que sigue frotando mis zapatos y le digo:

– Y ahora qué.

– M'aburría y me he disho: vamos a entretenernos un ratillo lustrando zapatos…

– Ya lo veo.

– E que zoi limpia, ¿zabusté? Pa zervile.

– Ya.

– Bueno, me voy.

– No, no se vaya. Por mí puede quedarse.

– No se haga uzté mala zangre -me aconseja en tono de condolencia-. Porque uzté es el marío de la zeñora Norma, supongo…

Sigue lustrando el zapato por hacer algo, con gestos mecánicos. Pero emplea en su absurdo cometido una atención desmedida.

– Estoy calmado -me digo a mí mismo-. Estoy bien.

– M'alegro.

– ¿No puede dejar de frotar este zapato?

– Lo mío es sacarle lustre al calzado, ¿zabusté? Pero será mejor que me vaya, con su permizo.

De pronto me aterra quedarme a solas con Norma. Sé que la voy a perder.

– Espere un poco -le digo-. Está lloviendo mucho…

Ya se está poniendo los calzoncillos, algo aturullado. Veo fugazmente su sexo oscilando entre las piernas. Es oscuro, notable. Apresuradamente se pone los pantalones y luego busca los calcetines en el suelo. En su cara un poco bestial no se ha borrado el susto, parece abrumado con su papel de amante ocasional de la señora de la casa pillado in fraganti por el marido. No me sorprende que sea un vulgar limpiabotas, probablemente analfabeto, reclutado en algún bar de las Ramblas y con pinta de cabrero. Cuando empecé a sospechar que Norma me engañaba, pensé en Eudald Ribas o en cualquier otro señorito guaperas de su selecto círculo de amistades, pero no tardé en descubrir que su debilidad eran los murcianos de piel oscura y sólida dentadura. Charnegos de todas clases. Taxistas, camareros, cantaores y tocaores de uñas largas y ojos felinos. Murcianos que huelen a sobaco, a sudor, a calcetín sucio y a vinazo. Guapos, eso sí. Aunque éste no parece tan joven ni tan irresistible. Un tipo de unos cuarenta años, moreno, de nariz ganchuda, pelo rizado y largas patillas. Un charnego rematado que no se atreve a mirarme a los ojos.

Y yo sigo sin saber qué hacer.

– Hosti, tú -susurro pensativo en catalán, mirando al suelo-. I ara qué?

– No se haga uzté mala zangre -insiste el hombre-. Mecachis en la mar…

Siento que voy a estallar. Abro el armario ropero y saco mis otros zapatos, más de media docena de pares, y también los de Norma, y los voy arrojando todos sobre la cama con una furia compulsiva.

– Tenga, aquí tiene más zapatos. ¿No es usted limpiabotas? ¡¿No es eso lo que ha dicho, que es usted limpiabotas?! ¡Pues frótelos bien! -grito para que Norma me oiga-. ¡Dele al cepillo!

– Zí, zeñó.

Se apresura a ordenar los zapatos sobre la cama, emparejándolos, y coge uno y empieza a frotarlo con el cepillo.

– Eso es. Frote, frote…

Miro la puerta del cuarto de baño esperando ver salir a Norma. Pero ella no sale. Veo sobre la mesilla de noche sus gafas de gruesos cristales. Se está vistiendo al palpo, me digo, sin verse en el espejo. Yo sí la veo, la oigo, la huelo. Nuestro apartamento de Walden 7 es pequeño y de tabiques delgados, puedo oír a Norma vistiéndose en el cuarto de baño, ahora se está poniendo las medias, me llega el roce de la seda en sus piernas, oigo el chasquido de la liga en su piel.

Me noto sin fuerzas. Me quito la gabardina mojada y me siento al otro lado de la cama. La lluvia sigue golpeando los cristales de la ventana. Una tarde de perros.

– ¿Es la primera vez? -pregunto, y el tono tranquilo de mi voz me sorprende-. Conteste. ¿Es la primera?

– Zí, zeñó.

– No me mienta.

– Lo juro por mis muertos.

– Pero conoce a la señora hace tiempo.

– Qué va, no hará ni dos meses que le lustré los zapatos por primera vez, de cazualidá… Bueno, me voy.

– Calma.

El limpiabotas hunde la cabeza sobre el pecho y suspira como si le doliera el alma:

– ¡Ay, Jezú Dios mío!

– ¿Dónde trabaja usted?

– En las Ramblas.

– ¿Cómo se conocieron?

– En el bar del hotel Manila. Paso las tardes allí. No sea uzté mu severo con la zeñora, y deje que me vaya…

– Usted quieto. El que se va soy yo.

Pero ni uno ni otro. Será Norma la que se largue, y además para siempre. Sale del cuarto de baño vestida con una ceñida falda gris y un jersey azul de cuello alto, tranquila y distante, atusándose el pelo con los dedos, y, sin dirigir una sola mirada a ninguno de los dos, coge de la mesilla de noche sus gafas de gruesos cristales y se las pone, luego saca del armario su cazadora de piel y un pequeño paraguas, abre la puerta del dormitorio y se va, cerrando de golpe.

Todavía hoy resuena esa puerta en mis oídos. Todavía hoy no he reaccionado. Veo mi colección de zapatos colocados en batería sobre la cama. A Norma le encantaba comprarme zapatos, los mejores zapatos. Están relucientes, impecables, mirándome desde su risueña y banal simetría. Empuñando uno de ellos, el limpiabotas lo frota suavemente con el cepillo.

– Tiene uzté unos zapatos mu elegantes…

– Se preguntará usted -digo sin hacerle caso, sin apartar los ojos de la puerta por donde se ha ido Norma-cómo una mujer de su clase pudo casarse con un don nadie como yo…

– No, zeñó, yo no me pregunto na.

– También yo me lo pregunto a veces.

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