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Llegó a lo alto de la empinada calle con la lengua fuera. Calle Verdi, tramo final, subiendo. Con un solo ojo veía perfectamente. Esa encrucijada de callejuelas que subían y bajaban en varias direcciones conservaba su atmósfera peculiar y artificiosa, algo tenía aún de cuento de hadas o de cartón piedra por lo abrupto del terreno y por la tenue luz algodonosa de las farolas, que alumbraban las esquinas como en un decorado teatral. Era tan pronunciada la pendiente de algunas calles, que tenían aceras escalonadas. Se paró unos segundos mirando nada y viendo todo: habría podido tantear los portales y las ventanas bajas con los ojos cerrados y adivinar quién vivía allí, o había vivido. La vieja pensión seguía en su sitio, una pequeña torre de dos plantas y fachada gris aprisionada entre dos bloques de altos apartamentos. Se mantenían en pie la breve escalinata de la entrada y las zonas ajardinadas a ambos lados, con un laurel de frondosa copa y una mata de adelfas, pero el aspecto de la fachada era cochambroso y ya no debía ser un negocio boyante. Sobre la puerta, pintado de azul en la pared, el rótulo estaba casi borrado: «Pensión Ynes.» Nunca nadie supo decirle el porqué de esa Ynes con y griega, tal vez era un apellido…
Un poco más arriba, donde ahora había un garaje, estuvo la casa de Faneca, y más arriba aún, en la otra acera, la casa donde vivieron Marés y su madre. La taberna de Fermín, delante mismo de la pensión, se había convertido en el bar El Farol, con luces de neón, máquinas tragaperras y televisor. El falso murciano sintió, de pronto, la armonía social del entorno urbano, la emoción del regreso y la sensación de haber llegado a tiempo. Si en algún sitio le esperaban -y él sabía que durante años nadie le esperó nunca en ninguna parte-era aquí. Recordó el zureo de las palomas en las tardes interminables del verano, los pequeños terrados del vecindario batidos por el viento y los chavales correteando bajo la lluvia con grandes gorros hechos con periódicos en la cabeza, y evocó formas diversas de felicidad sepultadas bajo la losa del tiempo y de la rutina diaria del disfraz y la simulación: los tebeos de la papelería-librería de Susana, las novelas de El Coyote, el chasis herrumbroso del Lincoln Continental y los cigarrillos de regaliz, las manos misteriosas y asombrosas del ilusionista Fu-Ching, las aventuras en la montaña Pelada, los besos de Norma al borde del estanque de Villa Valentí… Y lo que en cierta ocasión, siendo un niño, le dijo un médico: «En este barrio, a causa de las subidas y bajadas, los chicos siempre tendréis los pies más sanos que los niños de Sant Gervasi o del Eixample. Pues, ¡coño, qué bien, dijo él, vaya un consuelo.
Dentro de la pensión reinaba el silencio, como si nadie la habitara. Vio el pequeño vestíbulo, el oscuro mostrador, un perchero de madera y el nacimiento de la escalera. El empapelado de las paredes era el mismo, una especie de sol naciente de un malva desteñido repitiéndose hasta el infinito. La nariz y la memoria de Marés estaban recuperando un reconfortante olor a estofado y algunos lances divertidos de cuando él y Faneca frecuentaban de niños la cocina de la pensión, donde siempre consiguieron algo de comer, cuando vio a una muchacha de unos veintitantos años bajando muy despacio la escalera. Tenía los ojos grises y los rasgos delicados, llevaba el pelo negro recogido en un moño y la cabeza muy erguida sobre el esbelto cuello, como si percibiera sonidos lejanos o una música que sólo ella alcanzaba a oír. No dirigió a Marés una sola mirada, pero se paró en el último escalón moviendo la cabeza alertada, como si adivinara su presencia.
– ¿Quién está ahí? -dijo-. ¿Qué desea?
– ¿Hay alguna habitación libre?
– Sí, señor.
Miraba al frente todo el rato y su expresión denotaba cierta ansiedad. Terminó de bajar las escaleras y, con gran seguridad de movimientos, pero siempre sin dejar de mirar al frente, se situó detrás del pequeño mostrador de recepción. Su cuerpo era de una delgadez que en cierto modo desmentía su manera de moverse, una sensualidad del gesto, una ondulación de las formas.
– ¿Pensión completa?
– No, sólo dormir.
– Son ochocientas por noche, y por adelantado. ¿Se va a quedar muchos días, señor?
– Depende. Espero la visita de alguien -atenuó el acento andaluz, pero siguió utilizando la voz pastosa de Faneca de la manera más fluida y natural-. ¿Quiere darme el teléfono de la pensión?
La muchacha le dio el número y él lo apuntó. Observó que mientras ella abría el libro de registro y le daba la vuelta, ofreciéndoselo para la firma, sus ojos grises seguían mirando el vacío. Al verla tantear el mostrador hasta dar con el bolígrafo, comprendió que era ciega.
– Escriba aquí su nombre y apellidos, haga el favor, y también el número de su carnet de identidad.
– La verdad es que el carnet lo he perdido. Uno de estos días me dan el nuevo
– dijo-. Pero aquí tengo el resguardo con el número apuntado…
– Está bien, da lo mismo.
Hizo lo que ella le pedía y después descolgó el teléfono.
– ¿Puedo hacer una llamada?
– Sí, señor.
– Me llamo Juan Faneca y de niño viví en esta calle. Hace un montón de años.
– Marcó el número de Villa Valentí-. Tú aún no habías nacido…
Preguntó por la señora Norma. La criada le dijo que acababa de salir y él dejó el recado: dígale que ha llamado Juan Faneca desde la pensión Ynes, donde se aloja, y que ha dejado el número de teléfono de la pensión. La criada anotó el número y él insistió en que le dijera a la señora que Juan Faneca estaría en la pensión para lo que hiciera falta; que le encontraría sobre todo por la noche, después de cenar, por si quería llamarle o hacerle una visita…
Mientras hablaba no pudo dejar de observar a la ciega, que ahora tanteaba las llaves colgadas en el panel que tenía a su espalda. Cogió la llave del siete. Luego se volvió y puso las manos extendidas sobre el libro de registro y miraba al vacío. En la ceniza húmeda de sus ojos anidaba una risueña dulzura, y en los aledaños de la boca pálida y entreabierta, esa ansiedad de los ciegos: como si bebiera la luz con la boca y no con los ojos.
Marés colgó y dijo como para sí mismo:
– Mañana traeré algo de ropa y algunas cositas de uso personal. ¿Podemos ver…? -se interrumpió, rectificando-: Quiero decir si podría ver mi habitación.
– Ahora mismo, sí, señor. Aquí tiene la llave. Es la siete.
La muchacha se dirigió al pie de la escalera, alzó la cabeza por el hueco y llamó:
– ¡Abuela! ¡Un huésped! -Volvió la cara hacia él con una sonrisa y esta vez pareció mirarle-. Suba usted, mi abuela le enseñará la habitación.
– Gracias.
Subió las escaleras con una agilidad que le sorprendió a sí mismo. Esa abuela tenía que ser la señora Lola, a la que él no veía desde hacía casi veinticinco años, cuando enterró a su madre. Estaba en el pasillo restregando el suelo con una fregona. Una mujer de casi setenta años, animosa y fuerte, de ojos vivos y dentadura poderosa.
– ¿No s'acuerda de mí, zeñora Lola? No, claro que no. Ha pasao mucho tiempo. Soy Juan Faneca. Fanequilla…
– ¡¿Será posible?! -dijo la vieja con la voz rasposa, no exactamente ronca: una voz con verrugas, había pensado él alguna vez, siendo un chaval-. Pues claro que me acuerdo, el hijo de la Rosa… Te fuiste a trabajar a Alemania. Pero no te habría reconocido, ¡qué va!, y con ese ojo tapado. ¡Menuda pieza estabas hecho, sobre todo cuando te juntabas con…! ¿Cómo se llamaba aquel demonio?
– Juanito Marés.
– Dame la llave, te enseñaré la habitación. Eso, Marés. Siempre tenía hambre, siempre venía por aquí a ver si pescaba algo -dijo abriendo la puerta-. Su madre se llamaba Rita Beni. Benítez. Lo dejó en Beni ya de soltera porque le sonaba a artista italiana… Pasa. Y tú también venías mucho por aquí, ya me acuerdo, ya. ¡Ah, qué buenos tiempos aquellos, a pesar de todo! Se trabajaba mucho más. Si tardas un poco en venir, a lo mejor habrías encontrado cerrado… De hecho esto ya no es una pensión, no viene nadie. Al morir mi marido cerré parte de la torre y me quedé unas pocas habitaciones. ¿Sabes cuántos huéspedes me quedan? Dos viejos jubilados que no tienen a nadie en el mundo…