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Después, al fijarse en sus acompañantes, Marés también los reconoció: Gerard Tassis y su mujer Georgina vestidos de amigos de Gatsby, y a su lado Mireia Fontán vestida de Lady de Winter. Totón, marido de Mireia, no llevaba disfraz, y Eudald Ribas iba enfundado en un elegante esmoquin. Los amigos predilectos de Norma, pertenecientes a un selecto gremio de sociólogos y asesores de imagen que él detestaba. En su momento los había tratado poco y ahora parecían igual de superfluos y dicharacheros, igual de ricos y divertidos, aunque ya cuarentones.

– ¿Hasta cuándo vamos a estar aquí esperando a ese pelma de Valls Verdú? -dijo Tassis mirando a Norma de reojo.

– Y a los Bagués -añadió ella.

– Los Bagués no es seguro que vengan -dijo Mireia-. Ita lo está pasando fatal últimamente, no está para fiestas.

– ¡Qué prisa tenéis! Aquí se está muy bien -dijo Ribas.

– Ita me da mucha pena -insistió Mireia. -No ha tenido suerte -dijo Georgina.

– ¿Os dais cuenta? -dijo Norma apoyándose de espaldas a la barra. Meneó tristemente la cabeza y sus medias lunas de quincalla tintinearon en sus orejas adorables-. Todas nuestras amigas del colegio han sido desgraciadas en el matrimonio. Isabel, Paulina, Ita…

– Y más que ninguna, Eugenia, que además está enferma y sola -dijo Georgina-. Pobre Eugenia…

El tintineo hizo que Norma oyera mal:

– ¿Leucemia?

– Separada del marido -aclaró Georgina-. Como tú.

– Pero eso no produce cáncer, querida -respondió Norma.

Como siempre que Totón Fontán estaba con ellos, hablaban casi todo el rato en castellano con esa pronunciación gangosa y enfática tan característica de las familias rancias del Eixample. Fugazmente, a través del único ojo útil, Marés observó lo que el tiempo había hecho con ellos. No gran cosa, maldita sea. Después de diez años, mientras él se hundía en el anonimato y en una decadencia física más ignominiosa que la vejez, podía decirse que ellos se mantenían en forma, erguidos y lustrosos. El emboscado Marés merodeaba a su alrededor aguzando el oído y buscando llamar la atención del mozo de la barra, a quien Lady de Winter solicitaba en este momento.

Norma no prestó atención al limpiabotas agitanado que reclamaba su barreja con ronca voz. El mozo le atendió por fin. Norma se miraba los zapatos verdes, algo deslustrados. Marés consiguió hacerse un sitio en el extremo de la barra, junto a Ribas y Norma, y se miró en el espejo modernista que lo repetía en otro espejo frontal hasta el infinito: un tipo rastrero, agazapado junto a Norma, alentando la mentira con su aire de charnego esquinado y pestañón, un poco canalla. Bebió su barreja subrepticiamente, como si se sintiera espiado y en precario equilibrio, ni sentado ni de pie, escindido y paradójico. Estaba allí y se sentía lejos. Percibía una alegría en el corazón y, por encima de todo lo demás, el olor de los cabellos de Norma y hasta el calor de sus caderas.

Sospechó que hablaban de él al oír de pronto, en medio de toda la algarabía de palabras cruzadas, una irónica reflexión de Eudald Ribas en voz alta:

– ¿Cómo pudo esa pulga de barrio subirse a la grupa de una rica heredera?

– Digamos que me enamoré -dijo Norma desdeñosamente-. No ha vuelto a ocurrirme nunca, por cierto.

– Eso no lo explica todo.

– Fue el clásico braguetazo -dijo Tassis-. No hay nada que explicar.

– A propósito -dijo Totón-, alguien me ha dicho que le vio vestido de perdulario y tocando la flauta en las escaleras del metro.

– Tocando el violín -corrigió Ribas.

– Tenía que acabar así -dijo Lady de Winter.

– ¿Por qué no hablamos de otra cosa, Eudald? -propuso Norma, y su mirada distraída se posó en el encorvado limpiabotas. Observó la extraña torsión de la espalda y la rizada cabeza agachada entre los hombros, y sintió un escalofrío.

– ¡Pobre diablo! -dijo Ribas-. A mí me caía bien. ¿Queréis saber por qué?

Acodado en la barra, Marés aguzó el oído. Según Ribas, Joan Marés se había hecho a sí mismo, es decir, había encarrilado su propia vida sin un céntimo en el bolsillo y sin relaciones provechosas. Y eso tenía mérito. El curioso episodio de su encuentro con Norma en un local de los Amigos de la Unesco, quince años atrás, durante una huelga de hambre contra el régimen, fue para él un regalo de la diosa Fortuna, un día de chamba, pero en el transcurso de su posterior relación con Norma, después del mutuo y fulminante enamoramiento, se ganó a pulso el acceso a Villa Valentí. Y no fue una empresa fácil -añadió Ribas-, teniendo en cuenta que Norma era hija única y que sus tíos la vigilaban bien. Ribas recordaba perfectamente al Marés de esa época, su madurez física, su autoridad sobre Norma: con su abundante pelo castaño peinado hacia atrás y sus ojos color miel un poco tristes, algo bajo de estatura pero guapo, su sonrisa cautivadora sugería cierta indigencia moral y tenía la piel de la cara salpicada de granos: siempre, incluso ya casado e instalado en Villa Valentí con Norma, arrastró el estigma de los desnutridos y los desposeídos.

Encogiendo los hombros, simulando una joroba recóndita y dolorosa, el limpiabotas empuñó la caja de betún y se abrió paso hasta el centro de la tertulia rozando la muelle cadera satinada de Norma, que seguía de espaldas a la barra.

– ¿Limpia, señor? -dijo temerariamente, mirando a Totón Fontán a los ojos.

– No, gracias. -Totón se hizo a un lado para dejarle pasar, y añadió mirando a Ribas-: Creo que tienes razón. Yo apenas le traté.

– Según Eudald -intervino Tassis-, era un trepa.

– ¡Hala! -protestó Ribas-. Yo nunca dije eso. No era más que un huérfano criado en un barrio pobre.

Marés advirtió que Eudald Ribas era el único que hablaba de él con ironía y distancia, sin resentimiento. Norma no atendía a la conversación, al menos aparentemente, y a ratos cuchicheaba con Mireia.

– Eres un ingenuo, Eudald -dijo Tassis-. Yo siempre le consideré un tipo resentido y peligroso.

– De eso nada -sonrió Ribas-. Era un artista.

20

El ambiente en el café de la Ópera era cada vez más animado y el humo emborronaba los espejos, los veladores de mármol y el mar de cabezas. Norma estiró el cuello mirando en torno como si buscara a alguien, los codos echados hacia atrás en el mostrador, en la misma actitud desafiante y provocativa que había prodigado diez o quince años atrás en la legendaria barra de Bocaccio. Las gafas de cegata le daban un aire de puta desvalida, sin recursos, pero esa apariencia era desmentida por la tensión del cuerpo, el poder mayestático de los huesos.

– ¡Eh, usted! ¡Limpia! -llamó haciendo chasquear los dedos-. ¡Limpia!

Acudió manso y cabizbajo el limpiabotas fulero y el corro se abrió para hacerle sitio. Norma levantó el pie derecho y añadió:

– Veamos qué puede hacer con mis zapatos verdes de fulana… ¿Le gustan? Lústrelos con cuidado, no se vayan a caer a pedazos, son más viejos que la tana.

– Uzté déjeme a mí, zeñora, que zoy un artista -masculló el charnego echándose de rodillas a los pies de Norma. Trémulo, abrió la caja de betún, sacó la crema y el cepillo y lo dejó a un lado en el suelo. Nadie se fijó en lo que hacía. Con ambas manos, delicadamente, se apoderó del pie de Norma y lo encajó en el soporte de la caja, delante de su bragueta. Sujetando el pie por detrás con una mano, agarró el cepillo con la otra y empezó a frotar. Sentía en la mano la suave trama negra de la media, la delicada tensión del tobillo y el calor de la piel de Norma, y en ningún momento se le ocurrió pensar que su torpeza y lentitud en el manejo del cepillo podían revelar su impostura.

– ¿Cuántos años hace que no le has visto, Norma? -decía Mireia.

– Ocho o diez, no sé…

– ¿Es verdad que actuaba en uno de esos teatros de aficionados de Gràcia? -dijo Tassis.

– Era rapsoda -se anticipó Georgina-. Y, a propósito, ¿cómo era aquello tan divertido que contabas, Norma? -Se echó a reír-. Sí, mujer, de la primera vez que te besó en un teatro…

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