– No soy bueno. Soy un hijoputa al que la vida hizo así… O sea, quisiera ser un buen hijoputa al que la vida hizo así…
– Ojalá ahora cambie tu suerte -insistió la viuda como si no le hubiera oído-. Las personas buenas como tú no tienen mucha suerte en esta vida.
Él no contestó y quedaron los dos un rato pensativos. Con su mano gordezuela y perfumada, la viuda le acarició la mejilla y sonrió feliz. Al retirar la mano, no resistió la tentación de juguetear con las almendras saladas del plato. Súbitamente, su mano se convirtió en garra y atrapó una almendra con la saña de una ave de presa.
– Me voy, Grise -dijo Faneca, y se levantó-. Sólo he venido a despedirme. M'alegro que hayas encontrao a un hombre que te quiera y te haga compañía, porque yo no volveré. He regresao a mi antiguo barrio, de donde creo que nunca debí salir, y allí me quedo.
– ¿Y no volveremos a vernos? No digas eso… Ven, dame un beso.
Se había echado furtivamente la almendrita a la boca y la masticaba con mal disimulada fruición. Él la observó mientras se inclinaba para darle un beso de despedida. Era verdad que había perdido varios kilos, aunque no los que decía; tal vez cuatro o cinco. Pero su resignada expresión de gordita sentimental y malquerida, su dulce conformidad consigo misma y con su pequeña y sobada porción de felicidad cotidiana, no se había alterado.
– Adiós, rey mío -dijo la señora Griselda desde la puerta-. Que seas bueno y que se cumplan todos tus deseos.
– Abur, Grise.
16
No había en su revoltada conciencia ni rastro del Marés que había sido, y el progresivo afantasmamiento del neurótico solitario de Walden 7 aumentaba de día en día cuando, la noche del 15 de junio, viernes, Faneca se disponía a explicar a Carmen la película que la tele había programado, una intriga de nazis envenenadores y amores contrariados. Era la sesión de la madrugada, hacia la una. Se había sentado junto a la ciega y tenía entre sus manos la mano de ella. Hacía calor. Estaba presente el señor Tomás, con la chaqueta del pijama y fumando sus torcidos pitillos hechos a mano. La señora Lola, después de dejar ordenada la cocina, también se había sentado un rato frente al televisor, pero el sueño la venció y se fue a acostar. En el momento en que iba a empezar la película, un muchacho vino corriendo de la calle y se asomó a la sala para decir al señor Faneca que una señora preguntaba por él en el bar El Farol.
– Está sentada a la barra -dijo-. Que si puede usted ir.
– ¿Sola?
– La acompaña un señor.
Eso le desconcertó. De todos modos, era el momento tan esperado. Soltó la mano de la muchacha ciega y se levantó. ¿Había previsto esa repentina desgana, esa sensación de vacío? No sentía la menor emoción, la menor impaciencia. Pidió disculpas a Carmen, que no ocultó su contrariedad, rogó al señor Tomás que le supliera en la explicación de la película y, antes de salir, comprobó su aspecto en el espejo de recepción. Vio a un charnego envarado y atildado mirándole a hurtadillas desde un ángulo del espejo, con media sonrisa socarrona y el ojo verde lubricado de malicia, seguro de gustar.
Caminando a pasitos cortos, la mano abierta en el bolsillo de la americana y la cabeza erguida, estilizando su desvarío, como si estuviera rodeado de gente y jaleado igual que un torero, cruzó la calle en línea recta y se paró en la puerta del bar al oír un ruido de pasos tras él. En la esquina de la pensión, el farol averiado parpadeaba reflejando sobre el lomo de los coches una luz esquiva y falaz. Había un hombre parado en mitad de la noche, con barba de varios días y un raído pantalón de franela gris, las manos en los bolsillos y la cabeza gacha. Parecía desgraciado, a punto de llorar. Al ladearse, la luz jabonosa del farol resbaló intermitentemente sobre su cara y Faneca creyó reconocerle y se estremeció: Sólo le falta el acordeón, pensó apesadumbrado.
– ¿Qué haces aquí? -le dijo con la voz triste-. Vete, anda. Déjame en paz.
Dando cabezadas a las sombras, el hombre masculló confusos agravios y maldiciones, miró a Faneca desde el fondo de su borrachera o de su soledad sin nombre y luego dio media vuelta y se alejó encorvado, esfumándose en la noche.
17
Faneca entró en el bar. Había cuatro viejos jugando a las cartas y una pareja joven sentada en una mesa del fondo. Norma Valentí le esperaba en la barra bebiendo un whisky en compañía de Jordi Valls Verdú, que se movía nerviosamente de un lado a otro con la americana echada sobre los hombros y una copa de coñac en la mano. Discutían sin alzar la voz, pero con cierta crispación. El activista cultural había venido aquí a disgusto y maldecía en voz baja. Norma llevaba gafas oscuras y un pañuelo verde en la cabeza, y parecía algo achispada. Hizo las presentaciones:
– Faneca, Valls Verdú.
– Molt de gust -masculló Valls Verdú, acentuándose su expresión de contrariedad.
– Hola.
No se dieron la mano. El sociolingüista miraba el fondo de su copa y paseaba de un lado a otro, enfurruñado e impaciente. Norma había abierto su bolso y sonrió al charnego.
– He venido a devolverle las confesiones de mi marido -dijo.
Sacó del bolso los tres cuadernos y se los dio.
– ¿Le han gustado? -preguntó él.
– Estas historias del niño rapsoda y contorsionista que perdió el pez de oro tienen bastante gracia -dijo Norma-. Pero dudo que sean ciertas.
– Lo son. Uzté nunca creyó en él. Uzté nunca llegó a conocer bien a su marío…
– Eso es verdad -admitió Norma.
– Ja. No es coneix ni ella mateixa -gruñó Valls Verdú mirando a Faneca-. Oiga, la señora me ha dicho, ven, que esta noche conocerás a un murciano que es todo un espectáculo. Ja, ja -parodió una risa falsa-. ¿Y es usted el espectáculo? Pues no hay para tanto, oiga…
Norma le atajó en un tono helado:
– Vols callar, d'una vegada?
El sociolingüista pareció darse momentáneamente por vencido y asomó un componente de animalidad doméstica y apaleada en su cara, cierta resignación perruna. Daban ganas de darle una galleta o un terrón de azúcar, pero el charnego fulero optó por no hacerle caso y habló dirigiéndose a Norma:
– Marés ha sido siempre un pobre soñador, zeñora. -Y cabeceó reflexivamente-. ¡Qué le vamos a hacer!
– ¡No le tenga tanta lástima, hombre! -entonó Valls Verdú sin mirarle, mientras pagaba las copas-. Lo pasó muy bien, cuando lo mantenía esta pánfila. I ara,
anem-s'en, tu -añadió dirigiéndose a Norma-. No l'aguanto, aquest xarnego llefiscós. Apa, anem.
Norma se le encaró haciendo girar bruscamente el taburete y le habló entre dientes:
– A mí no em mana ningú. Jo em quedo.
– Estás feta una furcia.
– I tu un imbècil.
– Saps què et dic, maca? Que ja te'n pots anar a fer punyetes.
– Y tu a la merda.
El sociolingüista parecía haber perdido los papeles definitivamente. Muy nervioso, recogió las monedas del cambio sobre el mostrador y, dando media vuelta, se dirigió a la puerta de la calle y se fue.
– Vaya, siento lo ocurrido -dijo Faneca.
– Pues yo no -dijo Norma-. Menuda nochecita me ha dado el señor.
Apuró el contenido del vaso y él intentó hacerse una idea de lo que este catalanufo podía representar para Norma: seguramente han cenado juntos y han discutido y luego han estado bebiendo por ahí, o en casa de unos amigos, y después al salir ella aún tendría ganas de juerga y pensaría vamos a hacerle una visita sorpresa al murciano de la verde pupila y el parche de terciopelo negro… Y su fulano se había olido algo y había tratado de evitarlo, y había perdido.
– Lo que no le he traído es ese álbum de Fu-Manchú. No aparece por ninguna parte -dijo Norma. Esbozó una sonrisa húmeda y cambió el tono de voz-: Olvide lo que acaba de pasar, no tiene importancia. Mi vida está llena de momentos así… También he venido a que me invite a una copa -añadió agitando el vaso vacío-. Lo prometido es deuda.