– Digo. Eso está hecho.
Todo ocurrió según Marés y Faneca habían previsto, pero más rápidamente y casi por entero a iniciativa de ella, que en seguida se colgó de su brazo y se rió mucho cuando él insistió en que Marés estaba escondido en algún portal oscuro de la calle, esperándola.
– ¿Supone usted que me ha seguido hasta aquí? -dijo Norma.
– Digo.
– Eso es imposible. He venido en mi coche. ¿Seguro que era él?
– Yo juraría que sí -dijo Faneca.
– Pues aunque lo fuera, que no lo creo, no dejaré que eso nos amargue la noche… Qué bien le sienta el parche en el ojo, puñetero.
– Lo estará pasando muy mal, el pobre -insistió él, pensativo.
Norma agitó el hielo del vaso antes de beber un sorbo, sin apartar los ojos de Faneca.
– Y qué vamos a hacerle -dijo muy despacio, con una flema sexual enredada en las palabras-. Nosotros no tenemos la culpa de lo que le pasa, ¿verdad?
Faneca miraba su boca al responder:
– Digo. Pensará tal vez que le vamos a poner los cuernos.
– Quién sabe -Norma sonrió abiertamente, y de pronto pasó a hablar en catalán-: Vostè què opina?
– Zervió está aquí para lo que mande la zeñora.
– Així m'agrada. Té alguna cosa per beure a la seva habitació?
– Tengo una botella de Tío Pepe enterita.
– Doncs a què esperem?
Al salir del bar, cruzando la calzada, ella se paró un instante para admirar el espectral decorado que ofrecía la encrucijada de calles en pendiente bajo la luz mortecina del farol, y dijo: «Así que éste es vuestro barrio. Me gusta», y en su voz él captó una emoción antigua de niña bien, una bien controlada nostalgia del arrabal y sus peligros, y suavemente, inclinado hacia ella como si la protegiera de la noche y sus fantasmas, rodeó su cintura con el brazo para invitarla a seguir caminando hacia la pensión. Pero Norma no avanzó; le puso la mano en la nuca rozando la cinta del parche con los dedos y, nerviosamente, giró la cabeza hacia él. Al volverse Faneca, su boca se encontró con la suya, con su lengua cálida y convulsa, y cerró los ojos. El sabor inconfundible de ella lo mareó y lo trastornó; sintió que la mente se le iba lejos de allí y que recibía otros estímulos, otros reclamos. Entonces, durante unos segundos que le parecieron eternos, no supo quién era: el suyo era un beso de nadie en tierra de nadie, a medió camino entre el deseo loco de Marés y la conciencia intermitente de Faneca. Finalmente el deseo se impuso y de pronto, mientras aún duraba el beso en la calle, Marés temió ser reconocido: tuvo entonces, quizá por última vez, conciencia fugaz de quién era y de lo que estaba haciendo, un enmascarado loco de amor que había tramado una falacia disparatada para reconquistar a su mujer. Ese largo beso había trascendido la máscara y rescataba por un breve instante al desdichado músico callejero, que ahora se sentía indefenso y vulnerable y se preguntaba si el beso no le iba a delatar. En efecto, la lengua endiablada de Norma, que buscaba la suya y se enroscaba y porfiaba en su paladar, que exploraba sus dientes y sus encías, ¿acaso no era capaz de reconocer la boca que tanto había frecuentado, identificando a su marido a través del beso?
Pero esa percepción del otro iba a resultar pasajera, eran los últimos coletazos de una personalidad desahuciada y repudiada, y el murciano fulero recuperó su afán y volvió a imponer sus barrocas maneras en el beso y en la mente, sofocando cualquier temor. Poco a poco, Faneca sintió que se le remansaba el pulso, y supo que ése era nuevamente su pulso. Cinco minutos después estaban los dos en la habitación de él revolcándose a oscuras sobre el lecho, desnudos a medias. A través de la ventana abierta, el farol de la esquina arrojaba sobre ellos su luz intermitente y desquiciada, congelando el abrazo en cada flash. Norma cogió la ardiente cabeza del charnego con ambas manos mientras se dejaba dulcemente separar los muslos, y con sus frotamientos desasosegados a punto estuvo de desbaratar la peluca, el disfraz y la falacia. Hasta que logró dominar la situación, Faneca las pasó moradas. Se le despegó una patilla y no la pudo recuperar hasta pasado un buen rato, camuflada en el pubis impetuoso de Norma. El parche del ojo también corrió peligro y un par de veces se lo encontró en la boca. Todo eso hizo que tuviera una erección lenta, dándole tiempo a Norma de alcanzar un grado superior de excitación. Finalmente, cuando se sintió bien, se echó de espaldas y dejó que ella cabalgara sobre su sexo sin tocarla con las manos, que los dos mantenían unidas con los dedos entrelazados. En sus acometidas, Norma echaba la cabeza hacia atrás y bisbiseaba confusas jaculatorias en catalán. La primera oleada del orgasmo los pilló a los dos por sorpresa, y en la culminación del éxtasis el murciano exclamó: «Hi ha cap peeeeeell de cu-niiiiiill…!», sumiendo a la sociolingüista en el mayor desconcierto.
¿Puede un cuerpo guardar memoria de otro cuerpo, de su comportamiento en el lecho, de su entrega y generosidad, de sus excesos o de sus carencias? Tiempo atrás, Marés se había planteado, pensando en este momento, la posibilidad de que Norma reconociera su cuerpo incluso a oscuras: por el tacto, por la forma personal de los abrazos, por su ritmo y su cadencia al hacer el amor, por la textura del placer… Pero a la hora de la verdad -o más bien de la mentira-, Faneca no llegó a plantearse esa cuestión: su conciencia no podía temer nada, puesto que nada o casi nada quedaba en ella del repudiado marido de Norma.
Por lo demás, todo fue tan rápido que apenas le dio tiempo a pensar. Mientras él recomponía su aspecto, Norma se sentó al borde de la cama con aire de gran fatiga y se mostró expeditiva y algo malhumorada, al parecer consigo misma. El extraño alarido del murciano no sólo la había confundido; le había metido en el cuerpo un miedo antiguo, irracional y paralizante. No quiso que él encendiera la luz de la mesilla de noche, y con su espejito de mano, a la luz del farol que entraba por la ventana, se pintó los labios y se peinó, terminó de vestirse y recuperó sus gafas. Comentó lo tarde que era sonriendo, sin la menor convicción, y de pie, apoyándose en la manecilla de la puerta, se bebió de un trago la copita de vino que él le ofreció. Qué rico, dijo al devolverle la copa, y abrió la puerta. Faneca le dedicó una tímida sonrisa, pero no hizo nada por retenerla y la siguió escaleras abajo procurando no hacer ruido.
La luz del televisor hacía guiños en la penumbra de la sala y se oían las voces ahuecadas de la película y también la voz de Carmen preguntando qué pasa ahora, qué está haciendo Alicia. Nadie le respondió. Faneca cogió suavemente el codo de Norma y la acompañó hasta la calle. Estaba deseando dejar a la señora de Marés en su coche y volver junto a la ciega.
Todas las ventanas abiertas vomitaban a la calle el mismo programa de TV, la misma voz y la misma risa -falsas, de doblaje- de Ingrid Bergman. Se despidieron junto al coche de Norma, y luego ella, al soltar el freno de mano, se volvió a mirarle con una sonrisa cansada. Pero el murciano ya había vuelto la espalda y cruzaba nuevamente la calle camino de la pensión.