Литмир - Электронная Библиотека
A
A

– Ay, es que los zuavos eran muy guapos -escuchó Laura decir a la dama enojada con los aztecas y perdió el resto de la conversación entre los invitados que avanzaban lentamente hacia las mesas colmadas de galantinas, patés, patos, jamones, rebanadas de rosbif…

Una mano muy pálida, casi amarilla, le ofreció un plato ya servido a Laura. Ella notó el anillo de oro con las iniciales OX y el puño almidonado de la camisa de frac, las mancuernas de ónix ne-

gro, la calidad de la tela. Algo le impedía a Laura levantar la mirada y encontrar la de esta persona.

– ¿Crees que conociste bien a Santiago? -dijo la voz naturalmente grave pero aflautada a propósito; era evidente que sus palabras desmayadas salían de unas cuerdas vocales de barítono. ¿Por qué se resistía Laura a mirarle la cara?… Él mismo le levantó la barbilla y le dijo, la terraza tiene tres costados, a la derecha podemos estar solos.

La tomó del brazo y ella, con las manos unidas en torno al plato, sintió a su lado una figura masculina esbelta, bien vestida, ligeramente perfumada con lavanda inglesa, que la guiaba sin pausa, con un paso regular, a la terraza más apartada, a la izquierda del templete de los músicos, donde éstos habían dejado los estuches de sus instrumentos. La ayudó a evitar esos escollos pero ella, torpemente, dejó caer el plato que se despedazó contra el piso de mármol, regando las galantinas y el rosbif…

– Voy por otro -dijo con voz súbitamente grave el galán inesperado.

– No, no importa. Ya no tengo hambre.

– Como gustes.

Había poca luz en ese rincón. Laura vio primero un perfil a contraluz, perfectamente recortado, y una nariz recta, sin caballete, que se detenía al filo del labio superior ligeramente retraído respecto al inferior y la mandíbula prominente como la de esos monarcas habsburgos que aparecían en el libro de historia universal.

El hombre joven no soltaba el brazo de Laura, asombrada y hasta temerosa por la declaración que de entrada le hizo. -«Orlando Ximénez. No me conoces pero yo a ti sí. Mucho. Santiago hablaba de ti con gran cariño. Creo que eras su virgen favorita.»

Lanzó Orlando una carcajada silenciosa, echando la cabeza hacia atrás y Laura descubrió, cuando la luz de la luna la iluminó, una cabeza de rizos rubios y un rostro extraño, amarillento, de facciones occidentales pero con ojos decididamente orientales, como la piel que era del color de los trabajadores chinos en los muelles de Veracruz.

– Habla usted como si nos conociéramos.

– De tú, por favor, habíame de tú o me sentiré ofendido. ¿O quizás quieres que me retire y te deje cenar en paz?

– No entiendo, señor… Orlando…, no sé de qué me estás hablando…

Orlando tomó la mano de Laura y le besó los nudillos perfumados de jabón.

– Te hablo de Santiago.

– ¿Lo conociste? Yo nunca conocí a un amigo suyo.

– Et pour cause -rió Orlando con esa risa sin ruido que ponía nerviosa a Laura-. ¿Crees que tu hermano te lo dio todo a ti, sólo a ti?

– No, cómo lo voy a creer -balbuceó la muchacha.

– Sí que lo crees, no hay nadie que haya conocido a Santiago que no lo crea. Él se encargaba de convencernos a cada uno que éramos eso, únicos, insustituibles. C'etait son charme. Tenía ese don: soy sólo tuyo.

– Sí, era muy bueno…

– Laura, Laura, «bueno» c'est pas le mot! Si alguien lo hubiese llamado «bueno», Santiago no lo habría abofeteado, lo habría desdeñado, ésa era su arma más cruel…

– Él no era cruel, te equivocas, quieres molestarme nada más…

Laura hizo un movimiento para retirarse. Orlando la detuvo con una mano fuerte y delicada que contenía, sorpresivamente, una caricia.

– No te vayas.

– Me estás molestando.

– No te conviene. ¿Te vas a quejar?

– No, me quiero ir.

– Bueno, espero al menos haberte inquietado.

– Yo quise a mi hermano. Tú no.

– Laura, yo quise a tu hermano mucho más que tú. Aunque debo admitir que te envidio. Tú conociste la parte angelical de Santiago. Yo… bueno, debo admitir que te envidio. Cuántas veces no me habrá dicho… él… «¡Qué lástima que Laura sea una niña! Ojalá crezca pronto. Te confieso que la deseo locamente». Locamente. Eso nunca me lo dijo a mí. Conmigo era más severo… ¿Te parece que lo llame así, en vez de «cruel», Santiago el Severo en vez de Santiago el Cruel, o mejor, pourquoi pas, Santiago el Promiscuo, el hombre que deseaba ser querido por todos, hombres y mujeres, niños y niñas, pobres y ricos? ¿Y sabes por qué quería ser amado? Para no corres-ponderle al amor. ¡Qué pasión, Laura, qué hambre de vida; insaciable Santiago Apóstol! Como si supiera que iba a morir joven. Eso sí lo sabía. Por eso apuraba cuanto la vida le ofrecía. Y sin embargo, dis-

criminaba. No creas que era como dicen aquí, ajonjolí de todos los moles. Il savait choisir. Por eso nos escogió a ti y a mí, Laura.

Laura no supo qué contestarle a este joven impúdico, insolente, bello; pero a medida que lo oía hablar, se iba enriqueciendo el sentimiento de Laura hacia Santiago.

Empezó por rechazar a este invitado (lagartijo, petimetre, dandy, volvió a sonreír Orlando, como si adivinara el pensamiento de Laura, la búsqueda de calificativos que los demás le colgaban repetidamente…) y acabó por sentirse atraída a su pesar, oyéndolo hablar, dándole a ella más de lo que sabía sobre Santiago: el rechazo inicial hacia Orlando iba a ser vencido por un apetito, la necesidad de saber más sobre Santiago. Laura luchó entre estos dos impulsos y Orlando lo adivinó, dejó de hablar y la invitó a bailar.

– Escucha. Han regresado a Strauss. No soporto los bailes modernos.

La tomó del talle y de la mano, la miró profundamente con sus ojos orientales hasta el fondo de los ojos de luz cambiantes de ella, la miró como nadie nunca la había mirado, y ella, bailando el vals con Orlando, tuvo una sensación estremecedora de que debajo de los atuendos de gala, los dos estaban desnudos, tan desnudos como podía imaginarlos el cura Elzevir, y de que la distancia entre los cuerpos, impuesta por el ritmo del vals, era ficticia: estaban desnudos y se abrazaban.

Laura despertó del trance apenas alejó su mirada de la de Orlando, y vio que todos los demás los miraban a ellos, se apartaban de ellos, dejaban al cabo de bailar para verlos bailar a Laura Díaz y Orlando Ximénez.

Todo lo interrumpió una parvada de niños desvelados y en camisón, que aparecieron armando gran algarabía con sombreros grandes entre las manos, llenos de naranjas robadas en el huerto.

– Vaya. Fuiste la sensación del baile -le dijo Elizabeth García a su compañera de escuela cuando rodaron de regreso a Xalapa.

– Ese chico tiene muy mala fama -añadió, apresurada, la madre de Elizabeth.

– Pues ojalá me hubiera invitado a bailar a mí -murmuró Elizabeth-. A mí ni me hizo caso.

– Pero tú querías bailar con Eduardo Caraza, era tu ilusión -dijo asombrada Laura.

– Ni siquiera me habló. Es un mal educado. Baila sin hablar.

– Otra vez será, m'ijita.

– No mamá, estoy desencantada para toda la vida -se soltó llorando la muchacha vestida de rosa en brazos de su madre quien, en vez de consolarla directamente, prefirió salirse por la tangente advirtiéndole a Laura.

– Siento la obligación de contárselo todo a tu madre.

– No se afane, señora. A ese muchacho no lo volveré a ver.

– Más te vale. Las malas compañías…

El negro Zampayita le abrió el portón y las García-Dupont, madre e hija, sacaron los pañuelos -seco el de la señora, bañado en lágrimas el de Elizabeth- para despedirse de Laura.

– Qué frío hace aquí, señorita -se quejó el negro-. ¿Cuándo nos vamos de regreso al puerto?

Hizo un pasito de baile pero Laura no lo miró. Sólo tenía ojos para el altillo ocupado por la señora catalana, Armonía Aznar.

Tuvieron que salir muy temprano, en el lando, a Catema-co: el abuelo se iba, anunció la tía morena. Laura miró con tristeza el paisaje tropical que tanto amaba, renaciendo ante su mirada cariñosa, previendo ya la tristeza de decirle adiós al abuelo Felipe.

19
{"b":"100285","o":1}