– Diles a tus padres que siento muchísimo no verlos aquí esta noche -dijo doña Genoveva, tocando ligeramente la cabellera de Laura, casi como si le arreglase un rizo despeinado-. Tenme al tanto de la salud de don Fernando.
Laura hizo una pequeña reverencia, lección de las señoritas Ramos, y se dispuso a descubrir el lugar tan mencionado y admirado por la sociedad xalapeña. Se unió al embeleso que le producían, es cierto, los plafonds pintados de un verde pálido, los florones de las paredes, los tragaluces multicolores y afuera, en el corazón de la fiesta, la terraza ceñida por sus balaustradas adornadas de urnas, la orquesta de músicos vestidos de smoking y la concurrencia, juvenil sobre todo, de muchachos de frac y muchachas con una variedad de modas, que en Laura produjeron la certeza de que un hombre vestido con un uniforme negro, una corbata blanca y una pechera de piqué siempre se vería elegante, nunca expondría nada -en tanto que cada mujer estaba obligada a exhibir peligrosamente su personal, excéntrica, conformista aunque siempre arbitraria, idea de la elegancia.
Aún no se iniciaba el baile y cada muchacha recibió de manos de un mayordomo un carnet con las iniciales de la dueña de la casa -DLT-, disponiéndose a esperar las solicitudes de baile de los galanes presentes. Laura y Elizabeth habían visto a algunos de ellos en las fiestas mucho menos extraordinarias del Casino de Xalapa, pero
ellos no las habían visto a ellas cuando eran casi niñas sin gracia y con bustos muy planos, o de plano vacunos. Ahora, a punto de alcanzar la feminidad perfecta, bien vestidas, aparentando más seguridad en sí mismas de la que realmente tenían, Elizabeth y Laura salu-
daron primero a otras amigas de la escuela y de las familias y dejaron que se aproximaran los muchachos tiesos dentro de sus fracs.
Un joven con ojos de caramelo se acercó a Elizabeth a pedirle la primera pieza.
– Gracias. Ya estoy comprometida.
El muchacho se inclinó muy cortés y Laura le dio una pa-tadita a su amiga.
– Mentirosa. Acabamos de llegar.
– A mí me saca a bailar primero Eduardo Caraza o francamente no bailo con nadie.
– ¿Qué tiene tu Eduardo Caraza?
– Todo. Dinero. Good looks. Míralo. Ahí viene. Te lo dije.
A Laura no le pareció el tal Eduardo ni mejor ni peor que nadie. Había que admitirlo y hasta admirarlo; la sociedad xalapeña era más blanca que mestiza, y gente de color, como la tía María de la O, no había una sola, aunque uno que otro tipo indígena se dejaba ver por eso, porque era presentable. Laura se sintió atraída por un muchacho muy moreno y muy delgado, que parecía uno de esos piratas de la Malasia en las novelas de Emilio Salgari que le heredó Santiago junto con toda su biblioteca. Su piel oscura era perfecta, sin una mácula; totalmente rasurado y con movimientos lentos, ligeros y elegantes. Parecía Sandokan, un príncipe hindú de novela. Fue el primero en sacarla a bailar. Doña Genoveva programaba los valses en primer lugar, luego los bailes modernos y al final, regresando a una época anterior al vals, las polkas, los lanceros y el chotis madrileño.
El príncipe hindú no dijo una palabra, al grado que Laura se preguntó si su acento, o su estupidez, destruirían la ilusión de la elegancia de malayo extraviado. En cambio, su segundo compañero de vals, que pertenecía a una rica familia de Córdoba, hablaba hasta por los codos, mareándola con inanidades sobre la cría de gallinas y el cruce con gallos, todo ello sin la menor intención alusiva o picara sino por mera estupidez. Y el tercero, un pelirrojo grandulón al que ya había visto en las canchas de tenis luciendo sus piernas fuertes, esbeltas y velludas, no tuvo reparos en abusar de Laura, apretándola contra el pecho, acercándole la entrepierna, masticándole el lóbulo de la oreja.
– ¿Quién invitó a ese majadero? -le preguntó Laura a Elizabeth.
– Casi siempre se porta mejor que esta noche. Creo que lo alborotaste. O puede que se le subió el tepache. Si quieres quéjate con doña Genoveva.
– Y tú, Elizabeth -dijo Laura negando vigorosamente con la cabeza.
– Míralo. ¿No es un encanto?
Pasó valseando el tal Eduardo Caraza con la mirada perdida en el techo.
– Ya ves. Ni siquiera mira a la compañera.
– Quiere que lo admiren a él.
– Da igual.
– Baila muy bien.
– Qué hago, Laura, qué hago -tartamudeó Elizabeth a punto de llorar-. Nunca se va a fijar en mí.
Doña Genoveva se acercó a ella apenas terminó la pieza y la invitó a levantarse y seguirla hasta donde estaba, sonándose la nariz, Eduardo Caraza.
– Niña -le dejó caer en voz baja la anfitriona a la rubia lacrimosa-, no te muestres en público cuando estés enamorada. A todos les haces sentir que eres superior a ellos y te detestan. Eduardo, ahora vienen los bailes modernos y Elizabeth quiere que le enseñes a bailar el cake-walk mejor que Irene Castle.
Los dejó tomados del brazo y regresó a su puesto como un general obligado a pasar revista a sus tropas, repasando a cada invitado de pies a cabeza, uñas, corbatas, zapatos. Qué no hubiera dado la sociedad de provincia por conocer la libreta social de doña Genoveva, donde cada persona joven era calificada como en la escuela, aprobada o desaprobada para el año siguiente. Y sin embargo, suspiraba la anfitriona perfecta, siempre habrá gente a la que uno no puede dejar de invitar, aunque no den la medida, aunque no se corten bien las uñas, o combinen mal el zapato con el frac, o no sepan anudarse la corbata, o sean francamente groseros como el tenista ese.
«Se puede ser arbitro social, pero el poder y el dinero siempre tendrán más privilegios que la elegancia y las buenas maneras.»
Las cenas de doña Genoveva eran famosas y nunca decepcionaban. Un mayordomo de peluca blanca y hábito dieciochesco anunció en francés: -Madame est servie.
A Laura le dio risa ver a este sirviente moreno, obviamente veracruzano, entonar tan perfectamente la única frase en francés que le había enseñado doña Genoveva, aunque la madre de Elizabeth, conduciendo a sus dos guardias al comedor, le dio otro giro al asunto:
– El año pasado tenía a un negrito con peluca blanca. Todo el mundo pensó que era haitiano. Pero disfrazar de Luis XV a un indio…
El desfile de rostros europeos que empezó a caminar hacia los comedores justificaba a la anfitriona. Éstos eran los hijos, nietos y biznietos de inmigrantes españoles, franceses, italianos, escoceses o alemanes, como Laura Díaz Kelsen o su hermano Santiago, descendientes de renanos y canarios, que pasaron por el puerto de ingreso veracruzano y aquí se quedaron a hacer fortuna, en el puerto y en Xalapa, en Córdoba y Orizaba, en el café, la ganadería y el azúcar, la banca y la importación, las profesiones y hasta la política.
– Mira esta foto del gabinete de don Porfirio. El único indio es él. Todos los demás son blancos, de ojo claro y traje inglés. Mira los ojos de Limantour el ministro de Hacienda, parecen de agua; mira la calva de senador romano del gobernador de la ciudad de México, Landa y Escandón; mira la barba de patricio godo del ministro de justicia, Justino Fernández; o la mirada de bandido catalán del favorito Casasús. Y del dictador, dicen que usaba polvos de arroz para blanquearse. Y pensar que fue un guerrillero liberal, un héroe de la Reforma -discurseaba un sesentón de gran porte, importador de vinos y exportador de azúcar.
– Y qué quiere usted, ¿que regresemos a tiempos de los aztecas? -le contestó una de las damas a las que, inútilmente, el exportador e importador dirigía sus palabras.
– No diga usted bromas sobre el único hombre serio que ha dado la historia de México, Porfirio Díaz -interjectó otro señor con mirada de arrebatada nostalgia: -lo vamos a echar de menos. Ya verá.
– Hasta ahora, no -respondió el comerciante-. Gracias a la guerra, exportamos más que nunca, ganamos más que nunca…
– Pero gracias a la revolución, vamos a perder hasta los calzones, con perdón de las damas -fue la contestación que obtuvo.