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– Sí -dijo Verónica-. Y qué más querés saber.

– Quiénes son todos ustedes, qué es esta casa. Quién es Graciela.

Verónica lo miraba como si lo viese por primera vez.

– Bueno, es más grave de lo que yo pensaba. Te hago preparar un buen café.

Hizo ademán de irse. Esteban la tomó del brazo.

– Necesito saber cómo es ella.

– Caramba -dijo Verónica.

– Qué quiere decir eso.

– Me estás apretando el brazo.

– Contéstame.

– Preciosa reunión -dijo la japonesita-. Adiós.

– Gracias por venir -dijo Verónica.

– Yo te alcanzo -dijo Lalo.

– Quiere decir -dijo Verónica -que la gente, la gente real, no es. Veo que a esta altura el café no te va a servir de nada. -Sirvió dos vasos altos de whisky con hielo y le dio uno a Esteban. -¿Cómo te puedo explicar? La gente, la gente real, nunca es. La gente está. Va y viene, y todo es según cómo, y desde dónde se la mire llegar o irse. La mayoría de las veces lo mejor es no mirar.

Esteban observaba fascinado los reflejos del hielo entre las marejadas de aquel líquido untuoso.

– No mirar.

– Deja de revolver ese vaso y tómatelo de una vez -dijo Verónica-. Mareas. No mirar a la gente, amor. Lo que sí voy a decirte es esto. Hace treinta y siete años que Verónica se acuesta todas las noches con Verónica y todavía no sabe si existe, y vos, que llegaste ayer y anuncias a todo el mundo que te vas mañana como si tuvieras que asistir a tu propio funeral, mientras todavía se discute en aquel sillón si dormirás una sola noche con Graciela, queros saber cómo es, cómo somos todos. Vamos al parque a mirar la tormenta, a lo mejor te despeja. Me queros explicar, de paso, cómo te las ingenias para embarullar todo. ¿Qué hace ella, allá?

Treinta y siete años, pensó Esteban. A la tarde me mintió.

– Supongo que ese chico también necesitaba conocer algunos detalles.

Verónica lo miró inexpresiva.

– Chico -dijo después de un momento-. Para mí todos ustedes tienen casi la misma edad.

Casi, pensó Esteban. Territorio vasto e irrecuperable donde caben comarcas enteras con su gente y sus lunas sobre el agua, sus amaneceres, sus árboles del paraíso en las veredas, con el remoto silbato de los trenes que pasan sin detenerse en sus estaciones muertas, su plaza con su iglesia, sus calles húmedas cuando cae la noche. La edad del hombre no se cuenta por años sino por esas imágenes que acumula la memoria, como la tierra acumula y superpone napas, ciudades enterradas, bosques carboníferos y muchas veces fragmentos irreconocibles de algo que es como el eco de una música perdida. No lo pensó con estas palabras, ni siquiera es cierto que lo haya pensado. Vio la silueta de un olivo, vio la cara de una mujer desconocida en la ventanilla de un tren, vio la galería de un colegio.

Y lo que vio significaba la única cosa que trataría de articular con palabras toda su vida. No tenemos más que el pasado. La vida no es ni será, siempre fue, y vamos caminando hacia la vejez y la muerte sobre los escombros del hombre que fuimos, del adolescente que fuimos, del niño que fuimos. Sólo que no siempre había sido de ese modo, hubo un Esteban Espósito al que las cosas le sucedían realmente ahora, y ese Esteban no estaba separado de éste por años sino por días, acaso por horas. Si fuera cierto lo que dijo el astrólogo, si se pudiera recuperar con el arte lo que se ha perdido, si eso sirviera de consuelo o le diera una mínima alegría a alguien. Pi, pi, pi: mensaje a las estrellas. Yo estuve en esta ciudad, conocí a un hombre llamado Santiago, me acosté con Verónica, tal vez me enamoré de una muchacha que pudo ser de cualquier manera pero de la que sólo vi lo que acaso no existía, y ninguna de estas cosas fueron grandes acontecimientos ni tuvieron sentido para nadie, salvo para mí, pero todavía están sucediendo y no dejarán de suceder mientras alguien reciba este mensaje. Socorro. Salvad nuestras almas.

– Buenas noches -dijo un señor.

– Y ése es por fin todo el misterio -dijo Verónica-. Él es capaz de hacer cualquier cosa, por ella, y ella lo sabe.

– Explícate mejor -dijo Esteban.

– Que yo no me arriesgaría a rechazar, a cambio de nada, a un hombre que me quiere. Si así te gusta más.

– De quién estás hablando.

– Me tenés harta -dijo Verónica. Esteban se reía.

– De acuerdo. Sólo que no se trata de eso. Escúchame, esto es muy importante para mí. Dentro de unas horas, cuando me vaya de Córdoba, alguien habrá ganado una especie de batalla dentro de mí, no pongas esa cara. Si elijo las palabras va a ser peor. Todo el día estuve tratando de imaginarme que ella…

– Pero te vas mañana -dijo Verónica.

– Sí, me voy mañana y probablemente no vuelva nunca. No habrá cartas ni llamadas de larga distancia ni postales para las fiestas. Pero yo necesito saber quién era, cómo era, qué sentido tuvo. No se trata de su historia. A mi modo conozco toda la historia con todos sus detalles. Hasta puedo imaginarme unos cuantos.

Esteban miró hacia el sillón. Mariano se había ido.

– Graciela se queda -dijo Verónica.

– Ya sé que se queda -dijo Patricio.

– Me voy con vos -dijo la Austin.

– No sé qué es lo que queros saber -dijo Verónica.

– Lo sabes perfectamente. Contéstame.

– Quédate y averígualo. O llévatela. O por lo menos acostate con ella esta noche, y déjanos en paz. Te voy a revelar un gran secreto. Esta ciudad es anterior a tu llegada, todos nosotros somos anteriores a tu llegada. Córdoba y el mundo en general ya estaban hechos antes de tu aparición…

Ya dije que el final de este libro es necesariamente imposible. Las páginas que siguen, y algunas anteriores, nunca fueron escritas. Se basan en unos apuntes inconexos y casi ilegibles agregados por Espósito, en hojas sueltas, a su cuaderno Leviatán. La idea de que la historia se escriba a sí misma lo había ido ganando en los últimos tiempos. "Nadie es realmente autor de su propio libro", pensaba, "y yo menos que nadie." Darle forma a lo que falta no es más que aceptar esa idea.

Verónica alzó una mano y la agitó suavemente junto a la cara de Esteban.

– Gracias por haber venido.

El cerro entero se iluminó de golpe. Se abrió una ventana, las luces de la casa se apagaron y el viento y la lluvia arrasaron el parque.

– ¡Al cerro! -gritaba Facundito-. ¡A ver el fin del mundo al cerro!

Pasó junto a Espósito, agitando las manos sobre la cabeza, al frente de un pequeño grupo. Un gran cortinado, flameando, barrió copas y botellas; los vestidos de las mujeres revoloteaban en la oscuridad. Alguien tomó a Verónica por la cintura y la arrastró hacia el parque. Esteban volvió a mirar el sillón: Graciela no estaba. Se quedó quieto, en medio de la sala, tratando de poner en orden sus ideas hasta que se dio cuenta de que estaba solo en la casa. "En ese momento tuve un pensamiento absurdo; pensé que si no conseguía salir de esa casa y encontrar a Graciela, la noche no terminaría nunca." Después estaba en el parque buscándola bajo la lluvia entre el caos de los automóviles, las risas, los gritos de despedida de los que partían y el retumbar de una cuba sobre la que alternativamente golpeaban, como en un timbal, unos muchachos entre los que vio a la chica del poncho rojo mientras Facundito, ululando como un indio que convocara la lluvia, cantaba a gritos el fin del mundo. En medio del tumulto, alcanzó a ver la cara tártara del profesor Urba, quien le dijo algo que Esteban no pudo oír, pero a lo que de todos modos asintió, lo que dio lugar a que el padre Custodio, asomando sorpresivamente la cabeza por la ventanilla de un coche, se llevara un dedo al párpado inferior del ojo, con gesto admonitorio. Vio el vestido de la Austin entrando como un tornado de flores en el automóvil del tío Patricio; volvió a ver el ánfora sostenida por el angelote de piedra. Qui que tu sois, voici ton maítre: il l'est, le ful, ou le doit étre. Los focos de los autos y los relámpagos iluminaban los últimos fragmentos de su viaje a Córdoba como una película que está a punto de cortarse, pero el viento y la lluvia, como si pulieran el contorno de las cosas, dotaban a esas imágenes casuales y ya sin ningún sentido de un esplendor que nada había tenido hasta ahora. Sin demasiada conciencia de lo que hacía se fue alejando del ruido y de las luces. Cuando distinguió, entre un mínimo bosque de magnolias, la cúpula de un cenador, se dio cuenta de que nunca había estado antes en ese sector del parque y que, sin embargo, no había llegado allí por azar. Buscó con la mirada un aljibe recubierto de cerámicas con un complicado ornamento de hierro, hasta que dio con él. Giró la cabeza hacia la derecha y vio un alero de tejas españolas sobre una arcada que daba a una galería lateral. Tuvo la certeza de que, en algún momento de la noche, Graciela le había hablado de ese aljibe y esa arcada. "Nunca recordé más tarde las precisas palabras que me habían guiado hasta ese lugar, ni el tono de su voz, esto último, sobre todo, me alegro de no recordarlo, pero yo estaba allí porque esas palabras, seguramente pronunciadas en voz baja, seguramente dichas sin mirarme, existieron." Subió a la galería sabiendo ahora, sin ninguna duda, que a unos pocos pasos había una puerta que daba a una escalera que daba al piso alto de la casa. Apoyada en una de las columnas estaba Graciela. La luz de un coche que maniobraba para salir de la quinta iluminó su alta figura inmóvil, su cara vuelta hacia el parque, su vestido negro empapado por la lluvia. "Seguí la dirección de sus ojos, esperé un segundo y, cuando la luz del coche terminó su giro, vi lo que ya sabía que iba a ver." Hay un muchacho inmóvil en el parque. Sola en esa galería, Graciela está a punto de abandonarse a un gesto de Esteban o del muchacho. "Me di cuenta de que Mariano sólo tenía que pronunciar una palabra o avanzar un paso para llevársela, y sentí que eso era precisamente lo que debía suceder y lo que, por alguna razón, yo había venido a impedir." Sintió la indecisión de ella, el amor y la desolación del chico; supo que Verónica y Bastián habían dicho la verdad. La ciudad y sus historias eran anteriores a él, la ciudad lo excluía y lo rechazaba; mirado desde los ojos de Mariano, él era el Mal. "Después me vi caminar hacia Graciela, me vi desde la mirada de Mariano, la vi abrir una puerta y entrar conmigo en esa casa." Graciela abrió la puerta y entraron. En algún lugar ella se detuvo y, con seguridad de sonámbula, buscó algo en un nicho de la pared. Un fósforo ardió en la oscuridad y fue la última vez que Espósito le vio las manos. En el nicho había una palmatoria con una vela. Lo demás es el contorno de su espalda guiándolo por un pasillo, por una escalera, a través de puertas, hasta una habitación del piso alto desde cuya ventana podía verse, allá abajo, extendida como una constelación, la ciudad. Durante años Esteban Espósito recordará esa imagen, su última imagen de Córdoba, como inscripta en el cuerpo húmedo por la lluvia y ahora desnudo de Graciela junto a la ventana. Sentado en el borde de la cama, él mira su cuerpo y sólo ve la ciudad, del mismo modo que, durante años, creerá recordar a una mujer y sólo recordará la espadaña de las Teresas, una hilera de putas furtivas junto a un paredón, la ruina del Calicanto, se recordará a sí mismo recibiendo algo de una sirenita y pensando con asombro que nunca imaginó antes la niñez de una sirena, o recordará un cartel con el dibujo de un volcán, un puente de piedra, la espalda de Santiago yéndose por una galería condenada. Espósito fue hacia la ventana; acaso ni siquiera era cierto que la ciudad pudiera verse desde ahí. Pero allá estaba. Como un firmamento invertido; como si un mar inexistente reflejara las estrellas de un cielo que no era ese cielo. Tal vez un día regresara para tratar de comprender qué había significado todo esto. Tal vez le fuera concedido sentir, a través de las palabras, esa cosa enigmática y quizá imposible que los hombres llaman amor o, aunque sólo fuera, recobrar el efímero contacto de ese cuerpo que ahora, ya en la cama, se desvanecía como un fantasma entre sus manos.

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