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– No sé bailar.

– No sabes bailar…

Gesto incrédulo; después, casi divertido. Y sin embargo había algo más.

– No. Nunca aprendí. En realidad, sí aprendí; pero no creo que me sirva en esta casa. Bailo el minué. No veo qué tiene de malo. Me lo enseñaron en el colegio. Yo hacía de Monteagudo y, por algún motivo, debía bailar el minué con una dama de la sociedad peruana que iba a primero superior. Era lindísima, pero tenía olor a pis. Te agradecería que no mires por encima de mi cabeza cuando te hablo, me hace el efecto de ser invisible. El día de la fiesta me negué. Nadie podía obligar a Monteagudo a bailar con una meona.

– Yo te enseño -dijiste-. Yo te voy a enseñar montones de cosas. Vení.

Parecías realmente alegre. Tu buen humor crecía en la misma proporción con que Espósito perdía el suyo.

– No me gusta bailar.

– Cómo podes decir que no te gusta algo que no sabes.

Espósito se dio vuelta bruscamente y miró hacia la escalera que estaba a su espalda. Bastían conversaba con el elegante señor canoso.

– Porque detesto todo lo que no sé. Y ahora decime a quién estás mirando y quién es Patricio.

– Tío Patricio -dijiste-. El padre de Mariano.

– Entonces ese muchacho y vos son primos.

– No quiero hablar más. Y ya no tiene importancia. Decime si es cierto que te vas mañana.

– Hagamos las cosas bien. Quiero que me alcances con naturalidad esa botella y nos vayamos a conversar a aquel sillón. El fox-trot me distrae.

– No es un fox-trot.

– Vos créeme, es totalmente un fox-trot. Se llama El boulevard de la Desilusión y lo oigo yo solo. Así, ahora dámela… Tiene una linda cara de pervertido, ese señor canoso. Lo curioso es que es igualito a Mariano, y él, sin embargo, se parece más bien a Snoopy. Lástima que le guste dar lástima. Y ahora que nos sentamos, vos me contabas todo.

– Contar qué, Esteban. Ya te conté todo lo que hacía falta.

– Sí, me imagino que sí. Este whisky tiene gusto a rocío, a ver si el doctor Camilo me resulta un cínico. Parecías muy cansada.

– Que él me quiere.

Espósito bebió un largo trago de whisky antes de preguntar:

– Él quién.

– Mariano, por Dios. Nos criamos juntos, o casi.

– Ya vamos mejor. Muy bien, él te quiere y en cuanto alguien se descuide va a resultar que es tu hermano bastardo. Mírame. Él es candoroso y sufre, todo eso ya lo sé, y te contempla con ojos de degollado cuando se cruza con nosotros en la calle. O ahora mismo, desde aquel ángulo oscuro, cubierto de polvo como el arpa. Me enferman los adolescentes patéticos. Yo fui un adolescente patético. Y qué espera para decírtelo.

Contestaste con voz seca.

– No necesita decírmelo.

Espósito trató de no acusar el impacto. Alguien pasó con una bandeja. Se puso de pie.

– Quiero eso color guinda -dijo-. El otro también. -Volvió a tu lado y te ofreció uno de los vasos.

– Toma.

– No me gusta.

– Por lo menos tenelo en la mano, me hace sentir menos solo. Vos crees que yo tomo mucho. Lejana como una constelación.

– No sé, cómo puedo saberlo. Te das cuenta, Esteban.

Pero Esteban no tenía ningún interés en darse cuenta de nada. Se había quedado mirando una pequeña lámina enmarcada que colgaba de la pared. San Jorge y el dragón.

No era la primera vez que la miraba; sólo que antes le había parecido verla en otro lugar de la casa. Se materializó de golpe ante sus ojos, como una epifanía, como si ocupara un lugar de la realidad que hasta ese momento hubiese estado vacío. Esa casa, los actos de la gente, la gente misma, las palabras que oía desde la noche anterior, la ciudad entera, estaban minados de huecos y era en esos huecos donde sucedían realmente las cosas, donde la gente y sus actos tenían un significado y se revelaban como eran. Se sentía como un ratón en el laberinto: choques eléctricos contra su hocico lo guiaban a través de un mundo organizado según leyes que debía descifrar y clasificar a medida que avanzaba hacia alguna parte. Sin contar que no debería mezclar las bebidas, pensó. Esa cosa color guinda en combinación con el whisky va a derretirme los huesos. Algún día hacer la experiencia de emborracharse en grande. Tengo la sospecha de que uno se interesa más por la vida real con cierto porcentaje de alcohol en el píloro. ¿Cuál sería el píloro? "Y lo peor es que no me sentía asqueada", está diciendo en alguna parte una voz parecida a la tuya. "Ni siquiera sentía culpa." Espósito cambió su vaso ya vacío por el tuyo (o sea que había pasado algún tiempo y sucedido algo, nuevas palabras, otros huecos) y haciendo un esfuerzo lo bebió.

El dragón lo miraba a los ojos.

– Te das cuenta o no -dijiste.

– Trato. Pero antes necesito preguntarte algo, no lo tomes a mal. Necesito saber qué es el píloro.

– ¿Cómo?

– Hay algo en la cabeza, o tal vez en el estómago, que se llama píloro. Si nos conociéramos desde hace seis o siete años no me mirarías así. No saber algo, o saberlo a medias, puede matarme. Veo en tu cara que no podes ayudarme en esta emergencia.

Un gesto nuevo. Llevaste lentamente una mano detrás del cuello y te echaste todo el pelo sobre un hombro, como si fueras a trenzarlo. Sacudiste la cabeza y el pelo volvió a su sitio, como una ola oscura y dócil.

– Vos sos muy bueno, Esteban.

Lo que me gusta de las mujeres es su locura, pensó Espósito. Ahí estaba esa princesa, la del cuadro. Prisionera del dragón, unida al monstruo por una piolita, que ella llevaba en la mano y él al cuello: parecía que lo hubiera sacado a pasear un rato entre los almacigos. San Jorge arremetía como loco en su caballito de juguete; pero el instinto maternal de ella estaba de parte del dragón. Ese dragón es bueno. O se siente solo. O es como un niño de corta edad. No hay más que ver sus alitas de mariposa para darse cuenta. "Todo lo que significó para mí", estabas diciendo. ¿Significó?

– Vos hablas de Mariano. Te pregunto de veras. Estás hablando de Mariano.

– También, sí.

– De lo que significas para él, eso querés decir. De lo generosa, fantástica e insustituible que te sentís protegiéndolo del mundo o de no sé quién, hasta de mí, de lo que él significa pero en tu carácter de enfermera o de señorita del Ejército de Salvación. Ese tipo de cosas sí las entiendo. En cuanto a si me voy mañana, quién te dijo que me voy mañana.

– No puedo seguirte, Esteban.

– ¿Seguirme? ¿Irte conmigo?

– No puedo seguir lo que estás diciendo, no puedo seguir lo que pensás. Nunca vi a nadie como vos.

– Ponele la firma. A mí me pasa lo mismo, pero no con vos. Conmigo. Yo tampoco vi nadie como yo. De dónde sacaste que me voy mañana.

– Vos mismo me lo dijiste.

Y sin embargo Espósito supo que mentías. Que él lo había asegurado esa mañana era verdad; que vos lo hubieras creído le pareció absurdo. Recordaba perfectamente habérselo dicho a Verónica, y era con Verónica que vos habías hablado de eso. Qué relación podías tener con ella y hasta qué punto. Hasta el punto de que Verónica te contara sus conversaciones en la cama.

Entonces abriste los ojos como si acabaras de reparar en algo. Diste vuelta la cabeza hacia el lugar donde estaba Mariano, y volviste a mirar a Esteban con los ojos agrandados.

– ¿Snoopy? Esteban, yo te detesto.

Frrshsbomborombom… booom!

El trueno sacudió la casa entera. Gritos ahogados de mujeres. La luz tembló y la música del tocadiscos pareció el gemido de un animal agónico. Por un segundo, Espósito creyó ver que la lanza de San Jorge se clavaba hasta el mango en la fétida garganta del dragón, pero vos te apretaste contra su brazo y tus ojos se interpusieron entre los de él y la lámina, tus ojos (…No hacía falta esta clase de colaboración) en los que brillaba el recuerdo de aquellas palabras absurdas, la noche anterior, en la Cañada. Ibas a apartarte; pero él te retuvo. Las luces se habían apagado casi por completo y la música dejó de oírse.

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