Agregué alguna otra cosa más y te pregunté si estabas conforme. También se lo pregunté a la estatua del Obispo, quien, por alguna razón, ahora parecía de acuerdo conmigo.
– Está bien -murmuraste.
Yo amenazaba meterme nuevamente en el aula.
– Vení.
Me acerqué. Me habías tomado las dos manos con un movimiento sosegado que me gustaría saber describir. Hay gestos en los que apenas interviene el cuerpo. Nacen en otro lugar, en un centro que no está en nosotros.
– Está bien -repetías-. Está bien.
En ese momento hiciste algo perfecto y casi imposible. Cerraste los ojos con cansancio y, a pesar de tu altura, apoyaste la frente en mi hombro. Tal vez no fue en ese momento, sino en el puente; pero yo lo viví a esa hora de la tarde, en esta galería del patio mayor de la vieja universidad. Me sentí tan brutalmente conmovido que fue como si me licuaran el cráneo. Estamos solos en la galería. En otros corredores, lejos, pasan estudiantes silenciosos. Hay enredaderas en las columnas.
– Él no tiene nada que ver. Te lo juro.
Te creí.
No sé si te creí, pero tu voz tenía acento de fatiga, eso fue. No te creí: me dispuse a creer, más tarde. Creer lo que ese tono anunciaba que me confesarías, porque hablaste como si ocultaras algo que ibas quizá a revelarme pero que ya no te complicaba, y eso era lo que quería decir tu cansancio. Te besé. No recuerdo las sensaciones de mi cuerpo sino tu lenta sorpresa y, como si una puerta se abriera de golpe, la violencia de tu avidez, el furor repentino pero brevísimo de tu boca, y después tus ojos constelados de estrellas negras mirándome con desafío.
– Mejor entremos -dije.
No te movías; sólo me mirabas de ese modo. Sentí que debía hacer y decir algo apaciguador. Puse mi bota sobre el puente de tu nariz, con suavidad, y dije una estupidez.
– Soy bastante alto -dije-. Si un hombre puede besar a una mujer en la nariz, sin saltar, es bastante alto. Sin cambiar de expresión, dijiste:
– Sobre todo si la mujer se ha sacado los zapatos. Te agachaste a recoger tus sandalias. Tuve la sospecha de que ibas a entrar en el aula llevándolas en la mano.
– Yo me las pondría -dije.
– Quedarías muy lindo.
No cambiabas de expresión. Volví a oír la voz do Bastían.
– Está bien. -Ahora lo dije yo. -Está bien.
Te calzaste las sandalias y entramos.
Una generación innoble, había dicho Bastían y ahora lo repetía. Somos una generación innoble, rota. ¿Qué nos dejaron? Basura y retórica. Nos engañaron con Perón y fue como si nos violaran. El chico no nos vio hasta que estuvimos junto a él; Verónica, increíblemente atenta a la voz de Bastían, tampoco. La señorita Etelvina, desde la cátedra, me llamó con la mano; Santiago me miraba. Él también quiere que vaya, pensé: está solo. Pero a mí qué me importaba la soledad de Santiago. Hice una seña negativa y me llevé dos dedos a la frente como quien dice que le duele la cabeza, revienten, murmuré, mátense entre ustedes. El chico, al verme, se había levantado; te dijo algo que no entendí. "Sí, en la quinta", respondiste con voz mecánica. Él pasó a mi lado con los ojos bajos. Me senté en su lugar. "Venís risueño", murmuró Verónica. En la mesa, la voz cambió; pero el sentido de las palabras era el mismo. Y Santiago allá. Lo van a hacer pedazos en cuanto abra la boca, son una Cofradía. El que hablaba era uno de esos homúnculos blanduchos y verdosos, perteneciente a la subespecie de los tipejos; parecía la caricatura o el Arquetipo del ratón de biblioteca. Arquetipejo. Una laucha sapiens de grandiosos anteojos. Familia: enanus revolucionarius; fingen ser marxistas para inspirar pavor a la tía Eglantina. Cuando el pueblo argentino llevó a Perón al poder, oí, teníamos diez años; cuando la oligarquía lo derrocó… Y levanté la cabeza: aquellas eran mis propias palabras de la noche anterior cuando hablé del peronismo con Cantilo, o no eran exactamente las mismas palabras: la intención era idéntica. Sólo que en mi versión yo era inocente y en la de este tipo no se salvaba nadie. Y mucho menos yo. Desde hacía cien años en la Argentina no había más que cómplices, sólo que nosotros, dijo, ni siquiera teníamos la excusa de la irresponsabilidad. Nuestra generación, ya lo había señalado Bastían, había nacido estigmatizada por la desesperanza entre los escombros del mundo moderno y estigmatizada, además, por la marca de Caín de nuestra propia historia, pero era lúcida de ese estigma, y algo debíamos hacer con lo que hicieron de nosotros. En la Argentina sólo quedaban tres caminos: la revolución, el exilio o el suicidio. Aplausos a rabiar. Epa, pensé. Un señor intervino desde el público para señalar que el tema de la mesa redonda estaba siendo desvirtuado, que él no había venido para oír hablar de política. Entonces vayase, le gritó desde la cátedra el ratón, con una voz cuyo volumen y autoridad no correspondían a su aspecto físico. El señor, digno y finisecular, se levantó y se fue. Aplausos.
– Quién es el enano del vozarrón -le pregunté a Verónica.
– Un gran tipo. Callate.
– De qué generación habla, qué edad tiene.
Verónica me miró como si yo fuera uno de esos muebles indefinidos a los que no se sabe dónde colocar.
– Y a vos qué te parece -preguntó. Vos dijiste:
– La edad de Nacho. Más o menos tu edad.
– Quién es Nacho, perdón.
– Ignacio. Bastián.
Como revelación era doblemente molesta. Para vos, Bastián y yo, y en cuanto me descuidara, Santiago y yo, teníamos más o menos la misma edad, lo que me volvía casi matusalénico. La otra parte de la revelación era que según eso todos estábamos naufragando en la misma Nave de los Locos. La historia particular de Esteban Espósito, mi historia, estos instantes rarísimos y preciosos, mi vida, dejaban de ser un asunto personal, yo venía de cualquier parte e iba a cualquier parte junto con una multitud sobre la cual, si el ratón no estaba equivocado, ya actuaba además la amenaza del futuro. ¿Con ellos o contra ellos? ¿La historia escrita en letras mayúsculas o suicidarse? Pero precisamente, ahijadito… Me volví rápidamente hacia mi izquierda y alcancé a captar en la fila de atrás la mirada redonda y amarilla del doctor Urba, el párpado de uno de sus ojos, cerrándose hacia arriba, con un guiño cómplice de búho. Estas cosas no suceden en la realidad, así que no me inquieto. Precisamente, pierrot, la melancólica música del pasado de cada cual y del país entero, anche del mundo, la dulce Beatriz que nos regalaba corbatas con caballitos de mar emblemáticos; la Plaza Irlanda y su monumento lapidario; la cabeza del abuelo Laureano Zamudio rodando por esos suelos y alcanzando a ver desde allí abajo, durante un segundo, su propio cuerpo descabezado tirando a ciegas unos hachazos, todo eso y lo que se avecina, la potencia organizadora del futuro, ya están acá, son este parpadeo entre dos fatalidades; ¿o no te das cuenta de que el mundo se derrumba y estamos creando un nuevo tipo de sobreviviente y que esa mutación se opera en cada uno de ustedes?, de ahí que cada cual la sienta como puede, como una bisagra de la historia o como metamorfosis, metafísica, metaéxtasis o metáfora… "Salute!", dijo el padre Cherubini llegando en ese preciso momento, "te refriastes, Lucero?". Hola, padre, dijo el profesor Urba. "Cosa fablan et argumentan in cathedra?" De la crisis de la modernidad y su influencia sobre el mulataje, dijo el astrólogo. "Vexilia regís prodeunt ínferni!", dijo el padre Cherubini, "andiamo al Vesubio a discutir il Pater Noster?".
En la mesa volvió a oírse la voz opaca e irónica de Bastían. Santiago lo interrumpió. Verónica, a mi lado, parecía a punto de decirme algo; al oír al jujeño, sin embargo, se quedó súbitamente callada. La vi buscar un cigarrillo.
– Perdónenme -dijo Santiago-, pero todo eso de la violación, el suicidio, la historia, ¿incluye a los jujeños?
– No incluye a nadie -dijo Bastían-. Describe una circunstancia, común a ciertos argentinos. Salvo a los muy excepcionales. ¿Vos te sentís muy excepcional?