– Servime un poco de whisky -digo yo-. De qué discutían.
– ¿Ellos? No sé, siempre discuten.
– No hablo de ellos. Hablo de vos y Santiago.
– Santiago y yo no discutíamos. Por qué te interesa tanto Santiago.
– No sé si me interesa. ¿Y tu marido? -pregunto casi sin darme cuenta, mientras veo que los grupos se disgregan y que ya casi no queda nadie en la casa.
– En algún campo. No vuelve hasta mañana.
– Qué interesante. Este dibujo. Lástima los caballos, no armonizan bien con esos dos que se dan con todo atrás del sicómoro. ¿Qué están haciendo?
– A vos qué te parece.
– ¿Puedo decir culo? -pregunto yo.
– Sí -dice Verónica.
– Para mí que él se lo está rompiendo a ella -digo yo.
Verónica se ríe.
– Más o menos -dice.
– Cómo más o menos.
– Son Castor y Pólux -dice Verónica.
– Con razón los caballos.
– Cuando se vayan todos, quédate -dice Verónica. Y yo pienso que esta mujer no es de las que dan demasiadas vueltas cuando quieren algo. -¿Graciela dónde está?
– En su casa. Me dijo algo sobre un acto de clausura en la Universidad o en el Observatorio. Que vos sabías todo, que me dejaba en tus manos. ¿Qué quiso decir?
– ¿Dijo así? Bueno, quiso decir eso. Y ahora estoy en el atelier de Verónica, ella dibuja mi cara y la casa está vacía.
Sólo ha quedado la señorita Cavarozzi.
– A quién te hace acordar -dice.
Su voz es extraña. Yo empiezo a sentirme como un enano vestido de terciopelo. Un pescadito de color en exposición. Sólo que la voz de la señorita Cavarozzi no sólo es extraña sino vagamente patética. Tal vez no soy el único que ha bebido un poco de más. Me doy vuelta para mirarla: no la reconozco. Tiene la boca torcida y me mira como si caminara de espaldas hacia el pasado. De pronto vuelve de allá, con mil años encima. Qué vieja es, pienso.
Verónica se retira un paso del caballete. Hace un trazo rápido y habla con la Cavarozzi.
– Aja -dice.
Un momento después yo conocía la historia. Madura profesora enamorada de alumno canalla. Cómo no se me había ocurrido antes. La señorita Etelvina tiene el tipo exacto para ese género de catástrofes. La imagino guardando violetas aplastadas entre las páginas de Bécquer; casi puedo verla, durante las clases, mirando furtivamente a un previsible desalmado que por lo visto, se parecía a mí. "Total, que se enamoró como una retardada", dice Verónica sin contemplaciones mientras la señorita Etelvina, a mis espaldas, simula reírse de sí misma con un cloqueo capaz de partir en dos una piedra basáltica. "Y el muy turro", dice Verónica, "jugó una apuesta y se acostó por fin con ella", pero cuando lo dice la pobre señorita Etelvina ya se ha ido y el boceto está terminado. Verónica y yo estarnos solos en la casa vacía.
– Pobre Ethel -dice Verónica-. La primera vez, y a su edad. Al otro día lo sabía todo Jujuy. Pedile a Santiago que te lo cuente.
– Y en qué se parecía a mí.
– En nada. Fue un gesto que hiciste. Todos ustedes traen como una marca de familia.
Estoy por preguntarle quiénes somos nosotros, pero me he quedado pensando en algo.
– Jujuy -digo-. Y vos cómo sabes la historia.
– Yo también perdí la virginidad en Jujuy, claro que en otras circunstancias. Me vine de allá cuando me casé.
Verónica se ha puesto de pie y va hacia la puerta del estudio. Da vuelta la cabeza y me mira. Hay miradas y miradas; ésta pertenece a las del segundo tipo. Estoy preguntándome cuántos años tendrá cuando ella, a su vez, quiere saber mi edad. Por alguna razón, me quito un año. Me doy cuenta de dos cosas. Que en los últimos minutos hemos estado sentados juntos, tal vez demasiado juntos; que debo levantarme y seguirla. El hall está en penumbras, tan vacío y ordenado como si nunca hubiera habido nadie en él. Mucamas y sirvientes sigilosos deben deslizarse como larvas por los rincones. O acaso nunca vi a ninguna de las personas que imaginé ver. Estoy por aferrarme a esta segunda hipótesis cuando, sobre un pequeño arcón de nogal, junto a la talla de una virgen de rasgos aindiados, descubro el pequeño libro de poemas de Poe que traía Inés. Oigo girar la llave de la puerta vidriera que da al jardín casi de inmediato, la voz de Verónica hablando por teléfono con alguien. Con una mujer, pienso. No entiendo las palabras pero el tono es confidencial, de logia. Y vuelvo a recordar la mirada de Inés, su candor. Entonces hice algo que, en ese momento, me pareció hermoso y hasta conmovedor, pero que hoy, mediatizado por los años y unido a lo que va a suceder dos horas más tarde al pie de ese viejo arcón, es poco menos que una obscenidad. Busco, en el índice del libro de Poe, un poema, el que transcurre in this kingdom by the sea, para qué voy a negarlo. Después de todo, el Esteban Espósito que organizaba estos milagros prealcohólicos tenía alrededor de veintisiete años y era, para decirlo en pocas palabras, un adolescente tardío; sobre todo con unos whiskies y anfetaminas de más antes de las cinco de la tarde. Pienso que la chica tiene que volver en algún momento para recuperar su libro. Junto al mar turquí. Un reino junto al mar turquí, ha escrito un poco enigmáticamente el traductor español. Bueno, tan mal no está. Turquí viene de Turquía y por alguna razón quiere decir azul oscuro. Turquesa. Cada uno ve el mar del color que quiere. Los griegos lo llamaban oinos. Marco la página con la cinta del señalador y lo dejo abierto a la deriva sobre el mar turquí, mar que ya ha comenzado a encresparse bajo nubarrones funestos. Pienso que la chica es muy capaz de no darse cuenta de lo que ha ocurrido en el pequeño reino de su libro. Sería una lástima. Lástima por ella. Lo bello es absoluto.
– Nene.
La voz de Verónica, unos pasos detrás de mí. Y si yo necesitaba algo para saber qué me estaba pasando desde que me quedé solo en aquella casa, esa palabra era suficiente. No sólo la palabra, el tono apagado de la voz, su sedoso imperativo de valva dorada. Lo que yo tenía era miedo. Me doy vuelta y la miro. Hay miradas y miradas. La mía pertenece enteramente a las del primer tipo. Es una mirada sorprendida, juvenil y tan kingdom by the sea, que, si no logro disimularla, voy a tener que tirarme a la calle por alguna ventana.
– Qué -digo secamente.
– No se pregunta qué -dice imperturbable Verónica-. Se agarran esa botella y esos dos vasos y se sube conmigo por esa escalera.
Con los años he descubierto que el varón le llama a esto conquistar a una mujer. No sé qué imaginaba entonces al respecto pero me recuerdo subiendo al dormitorio de Verónica con la botella en una mano, un vaso tintineante ensartado en el pico de la botella y, en la otra mano, el vaso que, en esos tiempos, yo era capaz de beber subiendo una escalera. O encuentro el modo de sentir que estoy manejando esta situación, o encuentro el modo de escaparme decorosamente de esta casa. Supongo que lo pensé. Sólo la más innoble de las petulancias masculinas, esa presuntuosa estupidez de poder que el macho ha conferido a sus quince o veinte centímetros ilustres, puede haberme puesto en esta situación. Verónica es hermosa, me atrae como la piedra imán al barco de Simbad, ya he conseguido, por alguna razón que ignoro, puesto que estas cosas siempre ocurren fuera de mí, convencerla de que ella tiene ganas de acostarse conmigo. Muy bien, qué necesidad de ir más lejos. Ya está. Lo sustancial y metafísico del acto se ha cumplido. Por qué debo someterme a la violencia de sacarme zapatos, medias, enjuagarme lugares quizá destinados a dar un nuevo ejemplar a la raza humana, si lo que más me gusta de esta mujer es su voz, la armonía de las líneas de su cuerpo, el modo que tiene de mover los brazos. El anacoreta que hay en mí me susurra al oído que mi destino es comer langostas y miel silvestre, y hasta me dice que la miel es un placer excesivo, una concesión a la sensualidad y al desorden. Cierto lúbrico enano con testuz de chivo, que también me habita en circunstancias como ésta, me trata de impotente cretino, me ordena que agarre de una vez una buena porción de esa mujer que se ha detenido ante la puerta del dormitorio y haga algo inolvidable o escandaloso con ella, me recuerda que deben ser más de las cuatro y que la rapidez nunca fue nuestro fuerte. Ya es un poco tarde casi para cualquier cosa, acota uno de mis habitantes objetivos, el peor. Me he pasado la vida enfrentado conmigo mismo como ante varios antagonistas simultáneos, emperrados, astutísimos contrincantes que me acorralan, como ahora, en los momentos más inesperados.