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– ¿No tienes otra pasión? -me dijo Alberta-. ¿No quieres a otra?

– Sí, quiero a otra.

– ¿Quién es? -ella bajó la mirada.

– Tú misma, Alberta. Tú eres la otra. Como eras cuando vivías.

Alberta y yo nos alejamos tomados de la mano. El desierto es inmenso y solitario.

Y ocupar un cuerpo vacío es vocación de fantasmas.

Pasaron volando en formación las aves del invierno.

8

– ¿Oyen los muertos lo que los vivos dicen de ellos? -murmuró Emil Baur-. ¿Se confunde la muerte con el paso del sueño?

Guardó silencio un momento y luego entonó: -¿Se confunde la muerte con el paso del sueño? ¿Pude salvar a más muertos? ¿Sólo a dos entre millones? ¿Bastan dos cuerpos rescatados para perdonarme? ¿Hasta cuándo nos seguirán culpando? ¿No comprenden que el dolor de las víctimas ya fue igualado por la vergüenza de los verdugos?

Eternamente sentada al lado de Emil Baur en la sala de la mansión del desierto, supe, una vez más, que mi propia voz no sería escuchada por mi marido. Yo sólo era el fantasma que servía de voz a otros fantasmas. ¿Qué iba a decirle para cerrar este libro una vez más, antes de iniciarlo de vuelta?

– Emil, ¿crees que salvas tu responsabilidad resucitando una y otra vez a Georg y a Alberta? ¿No te das cuenta de que yo misma estoy siempre a tu lado? No me importa que nunca me mires o me dirijas la palabra. Soy tu mujer, Emil. Soy La Menonita. Me has despojado de nombre. Me has vuelto invisible. Pero yo soy tu verdadera mujer, Emil Baur. Yo vivo siempre a tu lado. ¿Ya no me recuerdas? ¿Por qué no tienes una sola fotografía mía en esta casa?

Sonreí y suspiré al mismo tiempo, mirando la grotesca colección de retratos, el Káiser, el Centauro, el Führer.

– Un día tendrás que verme a la cara. Yo sé que sólo me usas para darle voz a tus espectros. Si me mirases, tendrías que darme la palabra a mí y quitársela a ellos. No te engañes, Emil Baur. Yo soy tu verdadero fantasma.

Él no me miró. Nunca me mira. No admite mi presencia. Pero yo sé por qué estoy en esta casa embrujada. Estoy para contar. Estoy para repetirle una y otra vez la historia a mi marido Emil Baur. Para salvarme, como Scherezada, de una muerte cada noche gracias a la voz de una mujer que murió hace treinta años:

"En Chihuahua todo el mundo sabe del ingeniero Emil Baur. No sé si esta es la manera más correcta de empezar mi relato…”

VLAD

A Cecilia, Rodrigo y Gonzalo,

los niños monstruólogos de Sarriá.

Duérmase mi niña,

que ahí viene el coyote;

a cogerla viene

con un gran garrote…

CANCIÓN INFANTIL MEXICANA

I

"No le molestaría, Navarro, si Dávila y Uriarte estuviesen a la mano. No diría que son sus inferiores -mejor dicho, sus subalternos- pero sí afirmaría que usted es primus inter pares, o en términos angloparlantes, senior partner, socio superior o preferente en esta firma, y si le hago este encargo es, sobre todo, por la importancia que atribuyo al asunto…"

Cuando, semanas más tarde, la horrible aventura terminó, recordé que en el primer momento atribuí al puro azar que Dávila anduviese de viaje lunamielero en Europa y Uriarte metido en un embargo judicial cualquiera. Lo cierto es que yo no iba a marcharme en viaje de bodas, ni hubiese aceptado los trabajos, dignos de un pasante de derecho, que nuestro jefe le encomendaba al afanoso Uriarte.

Respeté -y agradecí el significativo aparte de su confianza- la decisión de mi anciano patrón. Siempre fue un hombre de decisiones irrebatibles. No acostumbraba consultar. Ordenaba, aunque tenía la delicadeza de escuchar atentamente las razones de sus colaboradores. Sin embargo, a pesar de todo lo dicho, cómo iba yo a ignorar que su fortuna -tan reciente en términos relativos, pero tan larga como sus ochenta y nueve años y tan ligada a la historia de un siglo enterrado ya- se debía a la obsecuencia política (o a la flexibilidad moral) con las que había servido -ascendiendo en el servicio- a los gobiernos de su largo tiempo mexicano. Era, en otras palabras, un "influyente".

Admito que nunca lo vi en actitud servil ante nadie, aunque pude adivinar las concesiones inevitables que su altiva mirada y su ya encorvada espina debieron hacer ante funcionarios que no existían más allá de los consabidos sexenios presidenciales. Él sabía perfectamente que el poder político es perecedero; ellos no. Se ufanaban cada seis años, al ser nombrados ministros, antes de ser olvidados por el resto de sus vidas. Lo admirable del señor licenciado don Eloy Zurinaga es que durante sesenta años supo deslizarse de un periodo presidencial al otro, quedando siempre "bien parado". Su estrategia era muy sencilla. Jamás hubo de romper con nadie del pasado porque a ninguno le dejó entrever un porvenir insignificante para su pasajera grandeza política. La sonrisa irónica de Eloy Zurinaga nunca fue bien entendida más allá de una superficial cortesía y un inexistente aplauso.

Por mi parte, pronto aprendí que si no le incumbía mostrar nuevas fidelidades, es porque jamás demostró perdurables afectos. Es decir, sus relaciones oficiales eran las de un profesionista probo y eficaz. Si la probidad era sólo aparente y la eficacia sustantiva -y ambas fachada para sobrevivir en el pantano de la corrupción política y judicial- es cuestión de conjetura. Creo que el licenciado Zurinaga nunca se querelló con un funcionario público porque jamás quiso a ninguno. Esto él no necesitaba decirlo. Su vida, su carrera, incluso su dignidad, lo confirmaban…

El licenciado Zurinaga, mi jefe, había dejado, desde hace un año, de salir de su casa. Nadie en el bufete se atrevió a imaginar que la ausencia física del personaje autorizaba lasitudes, bromas, impuntualidades. Todo lo contrario. Ausente, Zurinaga se hacía más presente que nunca.

Es como si hubiera amenazado: -Cuidadito. En cualquier momento me aparezco y los sorprendo. Atentos.

Más de una vez anunció por teléfono que regresaría a la oficina, y aunque nunca lo hizo, un sagrado terror puso a todo el personal en alerta y orden permanentes. Incluso, una mañana entró y media hora más tarde salió de la oficina una figura idéntica al jefe. Supimos que no era él porque durante esa media hora telefoneó un par de veces para dar sus instrucciones. Habló de manera decisiva, casi dictatorial, sin admitir respuesta o comentario, y colgó con rapidez. La voz se corrió pero cuando la figura salió vista de espaldas era idéntica a la del ausente abogado: alto, encorvado, con un viejo abrigo de polo de solapas levantadas hasta las orejas y un sombrero de fieltro marrón con ancha banda negra, totalmente pasado de moda, del cual irrumpían, como alas de pájaro, dos blancos mechones volátiles.

El andar, la tos, la ropa, eran las suyas, pero este visitante que con tanta naturalidad, sin que nadie se opusiera, entró al sancta sanctorum del despacho, no era Eloy Zurinaga. La broma -de serlo- no fue tomada a risa. Todo lo opuesto. La aparición de este doble, sosias o espectro -vaya usted a saber- sólo inspiró terror y desapaciguamiento…

Por todo lo dicho, mis encuentros de trabajo con el licenciado Eloy Zurinaga tienen lugar en su residencia. Es una de las últimas mansiones llamadas porfirianas, en referencia a los treinta años de dictadura del general Porfirio Díaz entre 1884 y 1910 -nuestra belle époque fantasiosa- que quedan de pie en la colonia Roma de la Ciudad de México. A nadie se le ha ocurrido arrasar con ella, como han arrasado con el barrio entero, para construir oficinas, comercios o condominios. Basta entrar al caserón de dos pisos más una corona de mansardas francesas y un sótano inexplicado, para entender que el arraigo del abogado en su casa no es asunto de voluntad, sino de gravedad. Zurinaga ha acumulado allí tantos papeles, libros, expedientes, muebles, bibelots, vajillas, cuadros, tapetes, tapices, biombos, pero sobre todo recuerdos, que cambiar de sitio sería, para él, cambiar de vida y aceptar una muerte apenas aplazada.

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