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Sus manos eran elocuentes. Las movía con displicente elegancia, las cerraba con fuerza abrupta, pero no deseaba, en todo caso, esconder la extraña anomalía de unas uñas de vidrio, largas, transparentes, como esas ventanas que él vetó en su casa.

– Gracias por acudir a mi llamado -dijo con una voz gruesa, varonil, melodiosa.

Incliné la cabeza para indicar que estaba a sus órdenes.

– ¿Puedo ofrecerle algo de beber? -dijo enseguida.

Por cortesía asentí. -Quizás una gota de vino tinto… siempre y cuando usted me acompañe.

– Yo nunca bebo… vino -dijo con una pausa teatral el conde. Y abruptamente pasó a decirme, sentado sobre una otomana de cuero negro-. ¿Siente usted la nostalgia de su casa ancestral?

– No la conocí. Las haciendas fueron incendiadas por los zapatistas y ahora son hoteles de lujo, lo que en España llaman "paradores"…

Prosiguió como si no me hiciera caso. -Debo decirle ante todo que yo siento la necesidad de mi casa ancestral. Pero la región se ha empobrecido, ha habido demasiadas guerras, no hay recursos para sobrevivir allí… Zurinaga me habló de usted, Navarro. ¿No ha llorado usted por la suerte fatal de las viejas familias, hechas para perdurar y preservar las tradiciones?

Esbocé una sonrisa. -Francamente, no.

– Hay clases que se aletargan -continuó como si no me oyese- y se acomodan con demasiada facilidad a eso que llaman la vida moderna. ¡La vida, Navarro! ¿Es vida este breve paso, esta premura entre la cuna y la tumba?

Yo quería ser simpático. -Me está usted resucitando una vaga nostalgia del feudalismo perdido.

Él ladeó la cabeza y debió acomodarse la peluca. -¿De dónde nos vienen las tristezas inexplicables? Deben tener una razón, un origen. ¿Sabe usted? Somos pueblos agotados, tantas guerras intestinas, tanta sangre derramada sin provecho… ¡Cuánta melancolía! Todo contiene la semilla de la corrupción. En las cosas se llama la decadencia. En los hombres, la muerte.

Las divagaciones de mi cliente volvían difícil la conversación. Me di cuenta de que el small talk no cabía en la relación con el conde y las sentencias metafísicas sobre la vida y la muerte no son mi especialidad. Agudo, Vlad ("Llamadme Vlad", "Soy Vlad para los amigos") se levantó y se fue al piano. Allí empezó a tocar el más triste preludio de Chopin, como una extraña forma de entretenerme. Me pareció, de nuevo, cómica la manera como la peluca y el bigote falsos se tambaleaban con el movimiento impuesto por la interpretación. Mas no reía al ver esas manos con uñas transparentes acariciando las teclas sin romperse.

Mi mirada se distrajo. No quería que la figura excéntrica y la música melancólica me hipnotizaran. Bajé la cabeza y me fasciné nuevamente con algo sumamente extraño. El piso de mármol de la casa contaba con innumerables coladeras, distribuidas a lo largo del salón.

Empezó a llover afuera. Escuché las gotas golpeando las ventanas condenadas. Nervioso, me incorporé otorgándome a mí mismo el derecho de caminar mientras oía al conde tocar el piano. Pasé de la sala al comedor que daba sobre la barranca. Las ventanas, también aquí, habían sido tapiadas. Pero en su lugar, un largo paisaje pintado -lo que se llama en decoración un engaño visual, un trompe l'oeilse se extendía de pared a pared. Un castillo antiguo se levantaba a la mitad del panorama desolado, escenas de bosques secos y tierras yermas sobrevoladas por aves de presa y recorridas por lobos. Y en un balcón del castillo, diminutas, una mujer y una niña se mostraban, asustadas, implorantes.

Creí que no iba a haber cuadros en esta casa. Sacudí la cabeza para espantar esta visión. Me atreví a interrumpir al conde Vlad.

– Señor conde, sólo falta firmar estos documentos. Si no tiene inconveniente, le ruego que lo haga ahora. Se hace tarde y me esperan a cenar.

Le tendí al inquilino los papeles y la pluma. Se incorporó, acomodándose la ridícula peluca.

– ¡Qué fortuna! Tiene usted familia.

– Sí -tartamudeé-. Mi esposa encontró esta casa y la reservó para usted.

– ¡Ah! Ojalá me visite un día.

– Es una profesionista muy ocupada, ¿sabe?

– ¡Ah! Pero lo cierto es que ella conoció esta casa antes que yo, señor Navarro, ella caminó por estos pasillos, ella se detuvo en esta sala…

– Así es, así es…

– Dígale que olvidó su perfume.

– ¿Perdone?

– Sí, dígale a… ¿Asunción, se llama? ¿Asunción, me dijo mi amigo Zurinaga?… Dígale a Asunción que su perfume aún permanece aquí, suspendido en la atmósfera de esta casa…

– Cómo no, una galantería de su parte.

– Dígale a su esposa que respiro su perfume…

– Sí, lo haré. Muy galante, le digo. Ahora por favor excúseme. Buenas noches. Y buena estancia.

– Tengo una hija de diez años. Usted tambén, ¿verdad?

Así es, señor conde.

– Ojalá puedan verse y congenien. Tráigala a jugar con Minea.

– ¿Minea?

– Mi hija, señor Navarro. Avísele a Borgo.

– ¿Borgo?

– Mi sirviente.

Vlad tronó los dedos con ruido de sonaja y castañuela. Brillaron las uñas de vidrio y apareció un pequeño hombre contrahecho, un jorobadito pequeño pero con las más bellas facciones que yo haya visto en un macho. Pensé que era una visión escultórica, uno de esos perfiles ideales de la Grecia antigua, la cabeza del Perseo de Cellini. Un rostro de simetrías perfectas encajado brutalmente en un cuerpo deforme, unidos ambos por una larga melena de bucles casi femeninos, color miel. La mirada de Borgo era triste, irónica, soez.

– A sus órdenes, señor -dijo el criado, en francés, con acento lejano.

Apresuré groseramente, sin quererlo, arrepentido enseguida de ofender a mi cliente, mis despedidas.

– Creo que todo está en orden. Supongo que no nos volveremos a ver. Feliz estancia. Muchas gracias… quiero decir, buenas noches.

No pude juzgar, detrás de tantas capas de disfraz, su gesto de ironía, desdén, diversión. Al conde Vlad yo le podía sobreimponer los gestos que se me antojara. Estaba disfrazado. Borgo el criado, en cambio, no tenía nada que ocultar y su transparencia, lo confieso, me dio más miedo que las truculencias del conde, quien se despidió como si yo no hubiese dicho palabra.

– No lo olvide. Dígale a su esposa… a Asunción, ¿no es cierto?… que la niña será bienvenida.

Borgo acercó una vela al rostro de su amo y añadió:

– Podemos jugar juntos, los tres…

Lanzó una risotada y cerró la puerta en mis narices.

V

Una noche tormentosa. Los sueños y la vida se mezclan sin fronteras. Asunción duerme a mi lado después de una noche de intenso encuentro sexual urgido, casi impuesto, por mí, con la conciencia de que quería compensar el fúnebre tono de mi visita al conde.

No quisiera, en otras palabras, repetir lo que ya dije sobre mi relación amorosa con Asunción y la discreción que ciñe mis evocaciones. Pero esta noche, como si mi voluntad, y mucho menos mis palabras, no me perteneciesen, me entrego a un placer erótico tan grande que acabo por preguntarme si es completo. -¿Te gustó, mi amor? -Esta pregunta tradicional del hombre a la mujer se agota pronto. Ella siempre dirá que sí, primero con palabras, luego asintiendo con un gesto, pero un día, si insistimos, con fastidio. La pregunta ahora me la hago a mí mismo. ¿La satisfice? ¿Le di todo el placer que ella merece? Sé que yo obtuve el mío, pero considerar sólo esto es rebajarse y rebajar a la mujer. Dicen que una mujer puede fingir un orgasmo pero el hombre no. Yo siempre he creído que el hombre sólo obtiene placer en la medida en que se lo da a la mujer. Asunción, ¿ese placer que me colma a mí, te llena a ti? Como no lo puedo preguntar una sola vez más, debo adivinarlo, medir la temperatura de su piel, el diapasón de sus gemidos, la fuerza de sus orgasmos y, contemplándola, deleitarme en la temeridad redescubierta de su pubis, la hondura del manantial ocluso de su ombligo, la juguetería de sus pezones erectos en medio de la serenidad cómoda, acojinada y maternal de sus senos, su largo cuello de modelo de Modigliani, su rostro oculto por la postura del brazo, la indecencia deliciosa de sus piernas abiertas, la blancura de los muslos, la fealdad de los pies, el temblor casi alimenticio de las nalgas… Veo y siento todo esto, Asunción adorada, y como ya no puedo preguntar como antes, ¿te gustó, mi amor?, me quedo con la certeza de mi propio placer pero con la incertidumbre profunda, inexplicable, ¿ella también gozó?, ¿gozaste tanto como yo, mi vida?, ¿hay algo que quieras y no me pides?, ¿hay un resquicio final de tu pudor que te impide pedirme un acto extremo, una indecencia física, una palabra violenta y vulgar?

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