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Tres pelos blancos en cada ceja, los párpados de un saurio prehistórico, la mirada azul desvelada hasta convertirse en piedra de alúmina. La nariz fina y delgada aún, pero tendiendo a colgarse, señalando hacia los labios descarnados y apuntalados por múltiples signos de admiración arriba y abajo. El ejército de arrugas se anudaba y se aflojaba simultáneamente bajo un mentón decidido a adelantarse con orgullo a los acontecimientos. Desmentido por la ruina del cuello, delator inconfundible de la edad avanzada.

Debo admitir que Emil Baur intentaba, a pesar de todo, mantener una postura gallarda. La osteoporosis, lo noté enseguida, vencía a la antigua altivez, lo doblaba pero aún no lo jorobaba. Yo miraba un cuerpo vencido. Pero con igual evidencia, era testigo de un espíritu indomable. Indomable pero profundamente dolido. No bastaba, sin embargo, recordar la fama de sus derrotas históricas para entender, por una parte, un estrago más poderoso que el paso de los años y, por la otra, el esfuerzo final por llegar a la muerte con algún resto de la dignidad perdida…

– Sígame -ordenó, se detuvo y añadió-. Por favor.

El pasillo de entrada nos condujo a una inmensa sala de muebles oscuros -cuero de pardo animal, como si acabaran de arrancarle la piel a un saurio agónico-. Las paredes estaban recubiertas de maderas igualmente sombrías. Pero en lo alto de la altísima sala la luz del desierto entraba con fuerza crepuscular, iluminando oblicuamente los tres grandes retratos, de cuerpo entero, que colgaban lado a lado encima de la chimenea. El káiser Guillermo II, el general Francisco Villa y el führer Adolf Hitler. El primero con su gala imperial y una corta capa de húsar colgándole con displicencia de un hombro. El segundo con su traje de campaña: camisa y pantalón de dril, botas, ese sarakof colonial que Emil Baur evitaba y la pistola al cinto. Y Hitler con su habitual atuendo de camisa parda y pantalones similares a los del ingeniero de minas, botas negras y cinturón amenazante.

La luz del atardecer, digo, iluminaba oblicuamente, desde lo alto, a los tres héroes de mi anfitrión, pero permanecía en penumbras el resto de un vasto salón que, recuperado de mi asombro, asocié para siempre con un intenso olor de ceniza.

Baur me condujo a un pequeño estudio vecino a la gran sala, como si entendiese que en ésta no era posible platicar sino, apenas, recogerse religiosamente o admirarse para esconder el disgusto, si tal hubiese… Por lo menos, el mío, ya que mis estudios en Alemania me obligaron a detestar al régimen enloquecido que tanto dolor inútil trajo al mundo.

Acaso Baur adivinó mi pensamiento. Sentado frente a una enorme mesa de trabajo atestada de rollos de papel, sólo me dijo:

– Sé que usted no comparte mis convicciones, doctor.

Yo no dije nada, sentado frente a Baur en una silla de espalda recta e incómoda.

– Piense solamente -explicó sin que yo se lo pidiera- que donde otros buscaban la verdad en la base económica y social, él la encontró en la ideología.

– ¿Los otros? -inquirí, dispuesto a dejarlo pasar todo, menos la interrogación expresa o tácita.

– Los rojos. Los comunistas. Los socialistas.

– ¿La ideología? -insistí-. ¿La ideología importa más que las infraestructuras socioeconómicas?

– Sí, doctor. Lo que realmente mueve a los seres humanos. Sus mitos ancestrales, su fe nacional, su sentido del destino de excepción, por encima del común de los…

Lo interrumpí, asintiendo cortésmente. No cedí. -Ingeniero, usted ha requerido mis servicios profesionales.

Miré el reloj, dándole a entender que debía regresar a la ciudad y recorrer cien kilómetros.

– Es mi mujer, Alberta.

Esperé de nuevo.

– Sufre de una rara enfermedad nerviosa.

– ¿Desde cuándo?

– Usted es neurólogo -prosiguió sin contestarme.

Volví a asentir.

– Quiero que la vea.

Me extrañó que no dijera "Quiero que la examine."

Asentí de nuevo, como un San Pedro que en vez de negar dice siempre sí. Acepté la propuesta del anciano ingeniero.

Lo seguí por una escalera ancha y crujiente, sin alfombrar, hasta una segunda planta aún más oscura que la primera. Él no necesitaba ver. Conocía su casa. Un largo corredor con seis puertas, tres enfrentadas a otras tres, invitaba a continuar hasta la tercera a la derecha. El viejo se detuvo. Me miró. Abrió la puerta.

Era una recámara oscura, iluminada por una vela solitaria sobre una mesita. Mis ojos debieron acostumbrarse a la penumbra. Al cabo distinguí una gran cama, la cabecera pegada al muro desnudo, el pie del lecho dirigido hacia la entrada.

Digo "el pie" pero juro que jamás anticipé lo que hizo Emil Baur.

Se arrodilló junto al extremo de la cama y sólo entonces vi que, bajo un cúmulo de edredones, asomaba un pie.

Baur lo tomó con gran delicadeza entre ambas manos -sus manos torcidas por la artritis-, lo llevó a sus labios y lo besó lentamente.

Abandonó el pie y, siempre de rodillas, se volteó a mirarme.

– Acérquese. Tóquela.

Yo no sabía qué hacer. Veía el pie desnudo pero el cuerpo estaba oculto bajo los edredones.

– ¿El pie? -inquirí.

El viejo afirmó con la cabeza.

No me hinqué. Me agaché. Toqué el pie asomado. Me incorporé, aterrado. Había tocado hielo. Un pie blanco, sin sangre. Un pie muerto.

Sentí terror y náusea. No entendía la situación.

El viejo hincado me imploró.

– Por favor. Toque. Acaricie.

Cerré los ojos y le obedecí. A mi tacto, poco a poco, regresó el color a ese pie helado. El color y el calor.

Emil Baur me miró con los ojos llenos de lágrimas.

– Gracias -me dijo-. Gracias. Al fin.

3

El diagnóstico resultó cierto. Le dije a Baur que estábamos ante un caso típico de narcolepsia aguda. Como ésta suele manifestarse cuando el paciente se queda dormido en medio de la tranquilidad o la monotonía, un médico tendría que observar el caso en vivo, digamos, viendo al paciente en su rutina para saber si, súbitamente, en medio de la normalidad cotidiana, se queda dormido.

La otra posibilidad -continué con mi apreciación- era una cataplexia recurrente. En estos casos, el paciente suele caer al suelo súbitamente sin perder el conocimiento. El ataque puede ser provocado -lo dije con la cara más seria- por una risa incontrolable. (Me abstuve de contar el caso de un hombre que murió de un ataque de risa en un cine, viendo a Laurel y Hardy.)

– ¿Puede ser a causa de una fuerte emoción? -preguntó el ingeniero.

Afirmé con la cabeza.

– Doctor, yo vivo aislado en el desierto. ¿Está usted conforme en que el caso requiere atención constante?

– Así es. El paciente requeriría hospitalización a fin de ser observado día y noche. Los signos de la enfermedad se presentan sin previo aviso.

– Por desgracia, mi esposa no puede ser trasladada a otro lugar.

– Le aseguro, ingeniero, que las ambulancias son…

– ¿Seguras? ¿Bien equipadas? No se trata de eso. Mi pregunta la hice en silencio.

– Alberta se moriría si pone un pie fuera de la recámara.

– ¿Por qué?

– Porque nunca, desde que nos casamos, la ha abandonado.

– ¿Quiere decirme que durante treinta años ha vivido encerrada aquí?

– Desde que nos casamos.

– Espero que haya contado con asistencia -dije con cierta severidad.

– Aquí sólo vivimos ella y yo. Yo atiendo a todas las necesidades de mi mujer.

Yo iba a decir "En ese caso, salgo sobrando." Me cerró la boca la misteriosa revelación del pie, primero y enseguida, cuando Baur me condujo a la cabecera del lecho y apartó levemente el edredón, la negra cabellera desparramada del ser que allí yacía.

No dije "mujer" porque no me constaba. He aprendido a aceptar, sin sobresaltos, la imaginación de los seres humanos y su disposición a adaptar la realidad a sus deseos, a sus sueños, a sus pesadillas, a sus perversiones… La figura con el cuerpo cubierto por el edredón y la faz oculta por la cabellera no tenía, para mí, sexo. Podía ser un hombre con pelo largo. ¿Alberta o Alberto? Yo no iba a rendirme, en esta situación excepcional, a ninguna afirmación que no me constara -es hombre, es mujer, nada previo a la prueba.

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