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Entonces, con calma, se incorporó, tomó el aguamanil, se hincó frente a mí y procedió a lavarme los pies, sin dejar de murmurar,

– La iglesia de Dios es invisible. La iglesia de Dios está separada del mundo.

Lo decía con convicción. También con miedo. Miraba con insistencia hacia la cortina carmesí. Yo mismo volteé a mirarla. Juro que percibí un

movimiento detrás del terciopelo del lienzo.

Alberta interrumpió su oración. Yo ya la conocía. Era el Sermón de la Montaña. Los menonitas aprenden a recitarlo de memoria.

– Bienaventurados los perseguidos -murmuró Alberta y calló.

Me miró mirando la cortina.

Su mirada me interrogó.

Sentí que estábamos siendo observados. ¿Ella también lo sentía?

– ¿Tienes miedo de que mi marido nos sorprenda?

Trastabillé. -Sí, un poco.

– No te preocupes. Le gusta.

– ¿Le gusta o lo quiere?

– Las dos cosas.

– ¿Por qué?

– Porque me vas a acompañar.

– Él te puede acompañar. Lleva treinta años acompañándote.

– Pero tú me haces vivir -dijo con una sonrisa francamente odiosa, llena de desprecio, rencor y amenaza.

– Ven -le dije suavemente, tomándola del brazo. Ven. Recuéstate. No te fatigues demasiado.

Porque sentí que se desvanecía, como si el esfuerzo de amar y de orar la hubiesen vaciado.

De pie, se abrazó con furia a mi cuerpo.

– Dime algo, por favor. Dime lo que sea. No me hagas creer que no existo.

Alberta le daba la espalda a la cortina.

Yo noté el movimiento de un cuerpo detrás del paño.

Sólo entonces admití que aquí vivía una pareja casada desde hacía treinta años. Baur tenía más de ochenta. Pero ella seguía siendo la joven novia menonita de 1945.

6

No he contado las horas desde que volví a recostar a Alberta. El tiempo aquí huye. O se suspende. Afuera, ¿es de día, es de noche? ¿Cuánto tiempo llevaba sin comer? ¿Por qué no tenía hambre? ¿Por qué no sentía sed? Era como si hubiese penetrado a un mundo sin horarios ni deberes. Un mundo mudo, puramente negativo. Un mundo sin necesidades.

Y sin embargo, la proximidad del cuerpo de la mujer no era un figmento imaginario. Ella había caído en un sueño profundo, pero respiraba como la gente que duerme, con una hondura vital, como si nuestra existencia onírica, lejos de ausentarnos de la vida consciente, sólo la duplicara.

No sé por qué, mirándola dormir, me convencí de que ella se sentía protegida en esta extraña alcoba sin ventanas, acolchada, sin más decorado que la cortina carmesí. Casi, se diría, una habitación carcelaria. ¿Treinta años aquí, desde que se casó? ¿Era éste su lecho de bodas? ¿1945? ¿Qué edad tendría Alberta al casarse? Baur tenía cincuenta y cinco años al terminar la guerra y casarse con Alberta. Baur envejecía. Su mujer no. Él mismo, el doctor, ¿dónde estaba en 1945? ¿Cómo sabía que habían pasado treinta años? ¿Cómo sabía, siquiera, que este día, el que vivía en este momento, pasaba en 1975?

Hice un esfuerzo fuerte, doloroso, de memoria.

Emil Baur.

La biblioteca.

El calendario en la biblioteca.

El 30 de abril de 1975.

Era un reloj-calendario.

Baur lo había desplazado para ponerlo ante la mirada del joven doctor.

El joven doctor.

Se tocó los brazos.

Me palpó la cara.

¿Cuándo se había visto, por última vez, en un espejo?

¿Por qué presumía, convencido, de no tener más de treinta y cinco años?

¿Por qué era él la pareja en edad de Alberta y no su octogenario marido?

¿Quién le había dicho su propia edad?

Sacudí la cabeza para espantar al espanto que me obligaba a referirme a mí mismo en tercera persona.

Yo era yo.

Me llamaba Jorge Caballero.

Doctor Jorge Caballero.

Graduado en Heidelberg.

¿Cuándo?

¿Qué año?

Las fechas se confundían en mi cabeza. Los números me bailaban ante la mirada.

Si yo tenía treinta y cinco años, en 1945 era un niño de apenas cuatro años.

Miré hacia la cama. Si Alberta se había casado con Emil Baur en 1945, hoy tendría más de cincuenta años, pero parecía de veinticinco, treinta cuando mucho.

Ella veinticinco. Yo treinta y cinco. Emil Baur ochenta y cuatro.

Poseía estos datos. Pero no acudía a mi memoria nada inmediato, nada próximo, lo ocurrido antes de entrar a esta casa. ¿Por qué conocía mi propio nombre, mi profesión? ¿Por qué no sabía qué cosa hice ayer, a quiénes atendí? ¿Por qué se había vuelto mi memoria un filtro que sólo dejaba pasar… lo que yo no quería? Me di cuenta de que nada de esto correspondía a mi voluntad. Alguien, otro, había eliminado mi memoria mediata e inmediata. Alguien, otro, había seleccionado los datos que deseaba para plantarlos en mi cabeza. Los datos que le convenían.

Con la mirada desorbitada, busqué lo que no había en esta prisión. Un calendario. Un periódico con fecha. Recordé (me fue permitido recordar): traía un libro. Un médico siempre debe traer un libro. Muchas horas muertas.

Era El diván de Goethe. Lo abrí al azar.

El más extraño de los libros

es el libro del amor.

Lo leo con atención.

Pocas páginas de placer,

cuadernos eternos de dolor:

la separación es una herida…

Cerré los ojos para memorizarlo, seguro de que un poema era mi salud. Pero los números me bailaban ante la mirada. El poema se llamaba "Libro de lectura". La página era la número 45.

Cuarenta y cinco, cuarenta y cinco, el número danzaba por su cuenta, yo lo repetía mecánicamente, hasta entender que la voz no era mía, era una voz extraña, venía de detrás de la cortina carmesí. Me adelanté a correrla.

Allí estaba él, con una palidez atroz, mirándome con ojos encapotados de bestia sáurica, convirtiendo el azul de los iris en hielo abrasador, rígido como una momia, moviendo los labios en mi nombre,

"La separación es una herida"

y como si contara hacia atrás,

"¿Qué año?

"¿Cuándo?

"Graduado en Heidelberg"

y entonces, Doktor Georg Reiter, Georg von Reiter, ¿quién se lo había dicho?, ¿por qué presumía, convencido de no tener más de treinta y cinco años?, ¿cuándo se había visto, por última vez, en un espejo?

Hablaba Emil Baur, vestido normalmente (como era su costumbre) de explorador antiguo, pero transformado en demonio, eso me pareció en ese instante, un demonio que manipulaba mis palabras y dirigía mis actos hacia el lecho de Alberta y mis manos hacia el brazo desnudo de Alberta y mis dedos hacia la tela adhesiva del antebrazo, que arranqué sin pensarlo dos veces, sin despertar a la bella durmiente, revelando el número indeleble allí tatuado.

Más que tatuado. Grabado. Marcado para siempre con hierro candente.

No recuerdo el número. No importa. Sabía su significado.

Emil Baur avanzó hacia la cama.

Ella acostada.

Yo sentado a su lado.

Baur traía, incongruentemente, un libro de teléfonos bajo el brazo.

– Doctor Jorge Caballero -dijo.

Asentí. No dije "A sus órdenes." Sólo asentí.

– ¿Está seguro?

Yo debía hablar.

– Sí, doctor Jorge Caballero.

– ¿Domicilio?

– Avenida División del Norte 45.

– ¿Dónde?

– Ciudad de Chihuahua. Junto a la universidad. A dos pasos de la estación de trenes.

– ¿Teléfono?

– No… no lo recuerdo en este momento…

– ¿No recuerda su propio número telefónico?

– Sucede -balbuceé-… Uno no suele llamarse

a sí mismo.

– Búsquelo en el anuario -me dijo tendiéndome el libro de hojas amarillas.

Hojeé. Llegué a la C. Busqué mi nombre. No existía. Ni domicilio. Ni teléfono. Miré con asombro el libro telefónico del cual yo había desaparecido.

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