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Se volvían amenazantes.

Abrieron la puerta que conducía al sótano.

Se dio cuenta de la razón de las prohibiciones. -No uses la puerta delantera.

– Que no sepan que estamos vivas.

No. Que no sepan que él estaba aquí. Que su presencia en la casa sea un misterio, le dijo un rayo fulminante de razón.

Descendieron. El olor de musgo era insoportable, irrespirable. Se acumulaban los baúles de otra época. Las cajas de madera arrumbadas. La tétrica luz de esta hora de la noche. ¿Por qué no encendían la luz eléctrica? ¿Por qué lo conducían a un espacio apartado pero descombrado del sótano?

– ¿Para qué saliste? -dijo Zenaida.

– ¿No te dijimos que las calles eran peligrosas? -repitió Serena.

– ¿Que te podía atropellar un tranvía?

– ¿Y matarte?

– Ahora vas a descansar -dijo Zenaida señalando hacia un féretro abierto, acolchado de seda blanca.

– Ahora eres nuestro niño -susurró Serena.

– ¿Nuestro? -alcanzó a decir Alejandro-. ¿De cuál de las dos?

– Ah -suspiró Serena-. Eso nadie lo sabrá nunca…

– Está bien -murmuró Alejandro-. Basta de bromas pesadas. Vamos arriba. Mañana me marcho. No se preocupen.

– ¿Mañana? -sonrió afablemente Zenaida-. ¿Por qué? ¿Acaso no somos buena compañía?

– ¿Mañana? -le hizo eco Serena, indicando un segundo cajón de muerto.

– Siempre. Alejandro, mañana no. Siempre. Nuestro angelito necesita compañía.

– Anda, Alejandro, ocupa tu lugar en la camita de al lado.

– Es cómoda, amorcito. Está acolchada de seda.

– Entra, Alex. Recuéstate, santito. Duerme, duerme para siempre. Acompaña a nuestro hijito. Gracias, monada.

– Ay, Alex. Hubieras comido el chocolatito. Nos hubiéramos evitado esta escena. Las luces se apagaron poco a poco.

CALIXTA BRAND

Naturalmente, a Pedro Ángel Palou

Conocí a Calixta Brand cuando los dos éramos estudiantes. Yo cursaba la carrera de economía en la BUAP -Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, ciudadela laica en ciudad conservadora y católica-. Ella era estudiante en la Escuela de Verano de Cholula.

Nos conocimos bajo las arcadas de los portales en el zócalo de Puebla. Distinguí una tarde a la bella muchacha de cabello castaño claro, casi rubio, partido por la mitad y a punto de eclipsarle una mirada de azul intenso. Me gustó la manera como apartaba, con un ligero movimiento de la mano, el mechón que a cada momento caía entre sus ojos y la lectura. Como si espantase una mosca.

Leía intensamente. Con la misma intensidad con que yo la observaba. Levanté la mirada y aparté el mechón negro que caía sobre mi frente. Esta mímesis la hizo reír. Le devolví la sonrisa y al rato estábamos sentados juntos, cada uno frente a su taza de café.

¿Qué leía?

Los poemas de Sor Juana Inés de la Cruz de la Nueva España y los de su contemporánea colonial en la Nueva Inglaterra Anne Bradstreet.

– Son dos ángeles femeninos de la poesía -comentó-. Dos poetas cuestionantes.

– Dos viejas preguntonas -ironicé sin éxito.

– No. Oye -me respondió Calixta seriamente-. Sor Juana con el alma dividida y el alma en confusión. ¿Razón? ¿Pasión? ¿A quién le pertenece Sor Juana? Y Anne Bradstreet preguntándose ¿quién llenó al mundo del encaje fino de los ríos como verdes listones…?, ¿quién hizo del mar su orilla…? No, en serio, ¿qué estudiaba ella?

– Lenguas. Castellano. Literatura comparada. ¿Qué estudiaba yo?

– Economía. "Ciencias" económicas, pomposamente dicho.

– The dismal science -apostrofó ella en inglés.

– Eso dijo Carlyle -añadí-. Pero antes Montesquieu la había llamado "la ciencia de la felicidad humana".

– El error es llamar ciencia a la experiencia de lo imprevisible -dijo Calixta Brand, que sólo entonces dijo llamarse así esta rubia de melena, cuello, brazos y piernas largas, mirada lánguida pero penetrante e inteligencia rápida.

Comenzamos a vernos seguido. A mí me deleitaba descubrirle a Calixta los placeres de la cocina poblana y los altares, portadas y patios de la primera ciudad permanente de España en México. La capital

– ¿México City? -inquirió Calixta- fue construida sobre los escombros de la urbe azteca Tenochtitlan. Puebla de los Ángeles fue fundada en 1531 por monjes franciscanos con el trazo de parrilla -sonreí- que permite evitar esas caóticas nomenclaturas urbanas de México, con veinte avenidas Juárez y diez calles Carranza, siguiendo en vez el plan lógico de la rosa de los vientos: sur y norte, este y oeste…

Por fin la llevé a conocer la suntuosa Capilla Barroca de mi propia Universidad y allí le propuse matrimonio. Si no, ¿a dónde iba a regresar la gringuita? Ella fingió un temblor. A las ciudades gemelas de Minnesota, St. Paul y Minneapolis, donde en invierno nadie puede caminar por la calle lacerada por un viento helado y debe emplear pasarelas cubiertas de un edificio a otro. Hay un lago que se traga el hielo aún más que el sol.

– ¿Qué quieres ser, Calixta?

– Algo imposible.

– ¿Qué, mi amor?

– No me atrevo a decirlo.

– ¿Ni a mí? Yo ya soy licenciado en economía. ¿Ves qué fácil? ¿Y tú?

– No hay experiencia total.

– Entonces voy a dar cuenta de lo parcial.

– No te entiendo.

– Voy a escribir.

O sea, jamás me mintió. Ahora mismo, doce años después, no podía llamarme a engaño. Ahora mismo, mirándola sentada hora tras hora en el jardín, no podía decirme a mí mismo "Me engañó…"

Antes, la joven esposa sonreía.

– Participa de mi placer, Esteban. Hazlo tuyo, como yo hago mío tu éxito.

¿Era cierto? ¿No era ella la que me engañaba?

No me hice preguntas durante aquellos primeros años de nuestro matrimonio. Tuve la fortuna de obtener trabajo en la Volkswagen y de ascender rápidamente en el escalafón de la compañía. Admito ahora que tenía poco tiempo para ocuparme debidamente de Calixta. Ella no me lo reprochaba. Era muy inteligente. Tenía sus libros, sus papeles, y me recibía cariñosamente todas las noches. Cuidaba y restauraba con inmenso amor la casa que heredé de mis padres, los Durán-Mendizábal, en el campo al lado de la población de Huejotzingo.

El paraje es muy bello. Está prácticamente al pie del volcán Iztaccíhuatl, "la mujer dormida" cuyo cuerpo blanco y yacente, eternamente vigilado por Popocatépetl, "la montaña humeante", parece desde allí al alcance de la mano. Huejotzingo pasó de ser pueblo indio a población española hacia 1529, recién consumada la conquista de México, y refleja esa furia constructiva de los enérgicos extremeños que sometieron al imperio azteca, pero también la indolencia morisca de los dulces andaluces que los acompañaron.

Mi casa de campo ostenta ese noble pasado. La fachada es de piedra, con un alfiz árabe señoreando el marco de la puerta, un patio con pozo de agua y cruz de piedra al centro, puertas derramadas en anchos muros de alféizar y marcos de madera en las ventanas. Adentro, una red de alfanjías cruzadas con vigas para formar el armazón de los techos en la amplia estancia. Cocina de azulejos de Talavera. Corredor de recámaras ligeramente húmedas en el segundo piso, manchadas aquí y allá por un insinuante sudor tropical. Tal es la mansión de los Durán-Mendizábal.

Y detrás, el jardín. Jardín de ceibas gigantes, muros de bugambilia y pasajeros rubores de jacaranda. Y algo que nadie supo explicar: un alfaque, banco de arena en la desembocadura de un río. Sólo que aquí no desembocaba río alguno.

Esto último no se lo expliqué a Calixta a fin de no inquietarla. ¡Qué distintos éramos entonces! Bastante extraño debía ser, para una norteamericana de Minnesota, este enclave hispano-arábigo-mexicano que me apresuré a explicarle:

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