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No había luz. Eché mano de mi briquet. Lo encendí y vi lo que temía, lo que debí sospechar. El horror concentrado. La cápsula misma del misterio.

Féretro tras féretro, al menos una docena de cajas mortuorias hacían fila a lo largo del túnel.

El impulso de dar la espalda a la escena y correr fuera del lugar era muy poderoso, pero más fuerte fue mi voluntad de saber, mi necia y detestable curiosidad, mi deformación de investigador legal, el desprecio de mí mismo al abrir féretro tras féretro sin encontrar nada más que tierra dentro de cada uno, hasta abrir el cajón donde yacía mi cliente, el conde Vlad Radu, tendido en perfecta paz, vestido con su suéter, sus pantalones y sus mocasines negros, con las manos de uñas vidriosas cruzadas sobre el pecho y la cabeza sin pelo, recostada sobre una almohadilla de seda roja, como rojo era el acolchado de la caja.

Lo miré intensamente, incapaz de despertarlo y pedirle explicaciones, paralizado por el horror de este encuentro, hipnotizado por los detalles que ahora descubría, teniendo a Vlad delante de mí, postrado, a mi merced, pero ignorante, al cabo, de los actos que yo podría cometer, sometido, como lo estaba, a la leyenda del vampiro, a los remedios propalados por la superstición y la ciencia, indisolublemente unidas en este caso. El collar de ajos, la cruz, la estaca…

El intenso frío del túnel me arrancaba vahos de la boca abierta pero me aclaraba la mente, me hacía atento a los detalles. Las orejas de Vlad. Demasiado pequeñas, rodeadas de cicatrices, que yo atribuí a sucesivas cirugías faciales, habían crecido de la noche a la mañana. Pugnaban, ante mi propia mirada, por desplegarse como siniestras alas de murciélago. ¿Qué hacía este ser maldito, recortarse las orejas cada atardecer antes de salir al mundo, disfrazar su mímesis en quiróptero nocturno? Una peste insoportable surgía de los rincones del féretro de Vlad. Allí se acumulaba la murcielaguina, la mierda del vampiro…

Un goteo hediondo cayó sobre mi cabeza. Levanté la mirada. Los murciélagos colgaban cabeza abajo, agarrados a la piedra del túnel por las uñas.

La mierda del vampiro. Las orejas del conde Vlad. La falange de ratas ciegas colgando sobre mi cabeza. ¿Qué importancia tenían al lado del detalle más siniestro?

Los ojos de Vlad.

Los ojos de Vlad sin las eternas gafas oscuras. Dos cuencas vacías.

Dos ojos sin ojos.

Dos lagunas de orillas encarnadas y profundidades de sangre negra.

Allí mismo supe que Vlad no tenía ojos. Sus anteojos negros eran sus verdaderos ojos. Le permitían ver.

No sé qué me movió más cuando cerré con velocidad la tapa del féretro donde dormía el conde Vlad.

No sé si fue el horror mismo.

No sé si fue la sorpresa, la ausencia de instrumentos para destruirlo en el acto, mis amenazadas manos vacías.

Sí sé.

Sé que fue la preocupación por mi mujer Asunción, por mi hija Magdalena. La sospecha que se imponía, por más que la rechazase la lógica normal, de que algo podía unir el destino de Vlad al de mi familia y que si ello era así, yo no tenía derecho a tocar nada, a perturbar la paz mortal del monstruo.

Intenté recuperar el ritmo normal de mi respiración. Mi corazón palpitaba de miedo. Pero al respirar, me di cuenta del olor de esta catacumba fabricada para el conde Vlad. No era un olor conocido. En vano traté de asociarlo a los aromas que yo conocía. Esta emanación que permeaba el túnel no sólo era distinta a cualquier aroma por mí aspirado. No sólo era diferente. Era un tufo que venía de otra parte. De un lugar muy lejano.

X

Hacia la una de la tarde logré regresar a mi casa en el Pedregal de San Ángel. Candelaria nuestra sirvienta me recibió con aire de congoja.

– ¡Ay señor! ¡Estoy espantada! ¡Es la primera vez que nadie llega a dormir! ¡Qué solita me sentí!

¿Qué? ¿No había regresado la señora? ¿Dónde anda la niña?

Llamé de prisa, otra vez, a la señora Alcayaga.

– Qué tal Yves. Sí, Magdalena se fue con Chepina a la escuela desde tempranito. No, no te preocupes. Tu niña es muy pulcra, una verdadera monada. Se dio su buen regaderazo mientras yo le planchaba personalmente la ropa. Le expliqué a la escuela que hoy Magdita no iría de uniforme, porque se quedó a dormir. Bye-bye.

Llamé a la oficina de Asunción. No, me dijo la secretaria, no ha venido desde ayer. ¿Pasa algo?

Me di una ducha, me rasuré y me cambié de ropa.

– ¿No quiere sus chilaquiles, señor? ¿Su cafecito?

– Gracias, Candelaria. Llevo prisa. Si viene la señora, dile que no se mueva de aquí, que me espere.

Eché un vistazo a mi estancia. La costumbre irrenunciable de ver si todo está en orden antes de salir. No vemos nada porque todo está en su lugar. Salimos tranquilos. Nada está fuera de su sitio, el hábito reconforta…

No había flores en la casa. Los ramos habitualmente dispuestos, con cariño y alegría, por Asunción, a la entrada del lobby, en la sala, en el comedor visible desde donde me encontraba a punto de salir, no estaban allí. No había flores en la casa.

– Candelaria, ¿por qué no hay flores?

La sirvienta puso su cara más seria. Sus ojos retenían un reproche.

– La señora las tiró a la basura, señor. Antes de salir ayer me dijo, ya se secaron, se me olvidó ponerles agua, ya tíralas…

Era una mañana sorprendentemente cristalina. Nuestro valle de bruma enferma, antes tan transparente, había recuperado su limpieza alta y sus bellísimos cúmulos de nubes. Bastó este hecho para devolverme un ánimo que la sucesión de novedades inquietantes me había arrebatado.

Manejé de prisa pero con cuidado. Mis buenos hábitos, a pesar de todo, regresaban a mí, confrontándome, afirmando mi razón. Así deseaba que regresase a mí la ciudad de antes, cuando "la capital" era pequeña, segura, caminable, respirable, coronada de nubes de asombro y ceñida por montañas recortadas con tijera…

No tardé en volver a la inquietud.

No, me dijo la directora de la escuela, Magdalena no ha venido el día de hoy.

– Pero sus compañeras, sus amiguitas, ¿puedo hablar con ellas, con Chepina?

No, las niñas no vieron a Magdalena en ninguna fiesta ayer.

– En la fiesta tuya, Chepina.

– No hubo fiesta, señor.

– Era tu cumpleaños.

– No señor, mi santo es el día de la Virgen.

– ¿De la Asunción, ayer?

– No señor, de la Anunciación. Falta mucho.

La niña me miró con impaciencia. Era la hora del recreo y yo le robaba preciosos minutos. Sus compañeras la miraban con extrañeza.

Llamé enseguida, otra vez, a la madre de Chepina. Protesté con irritación. ¿Por qué me mentía?

– Por favor -me dijo con la voz alterada-. No me pregunte nada. Por favor. Se lo ruego por mi vida, señor Navarro.

– ¿Y la vida de mi hija? ¿De mi hija? -dije casi gritando y luego hablando solo, cuando corté la comunicación con violencia.

Tomé el coche y aceleré para llegar cuanto antes al último recurso que me quedaba, la casa de Eloy Zurinaga en la colonia Roma.

Nunca me pareció más torturante la lentitud del tráfico, la irritabilidad de los conductores, la barbarie de los camiones desvencijados que debieron quedar proscritos tiempo atrás, la tristeza de las madres mendigas cargando niños en sus rebozos y extendiendo las manos callosas, el asco de los baldados, ciegos y tullidos pidiendo limosna, la melancolía de los niños payasos con sus caras pintadas y sus pelotitas al aire, la insolencia y torpeza obscena de los policías barrigones apoyados contra sus motocicletas en las entradas y salidas estratégicas para sacar "mordida", el paso insolente de los poderosos en automóviles blindados, la mirada fatal, ensimismada, ausente, de los ancianos cruzando las calles laterales a tientas, inseguros, hombres y mujeres de pelo blanco y rostros de nuez resignados a morir como vivieron. Los ridículos, gigantescos anuncios de otro mundo fantástico de brassieres y calzoncillos, cuerpos perfectos, pieles blancas y cabelleras rubias, tiendas de lujo y viajes de encanto a paraísos comprobados.

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