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Interrumpí su veracruzano dicharacho. -Dios Todopoderoso, cuyo vicario en la tierra es el Papa -para no seguir la inútil disputa, aunque a mi madre nada la acallaba.

– Y lo dijo a voz en cuello: ¡sólo Veracruz es bello! Para que veas cómo conoce el Santo Padre la geografía mexicana…

Respiró satisfecha y volvió a la carga. -¿Y qué más?

– La Virgen le dio a Juan Diego el criollito rosas en diciembre y se estampó en su tilma.

– ¿Su qué?

– Su capa española, madre. Se estampó ella misma y esa es la imagen milagrosa que veneramos todos los mexicanos.

– Menos los indios, los comunistas y los ateos.

– Así es, madre. Pero ponga atención. Ahí viene la procesión. Mire usted. Traen en andas a la Virgen. Fíjese en aquel penitente coronado de espinas. En cambio, la Virgen viene rodeada de flores en un altar dorado.

Avanzó el penitente, tambaleándose un poquito pero bien sostenido por los demás costaleros que portaban la imagen sagrada.

Avanzó la representación viva de la Virgen de Guadalupe.

Mi madre pegó un grito.

La mujer que representaba a la Virgen era nuestra sirvienta Lupita, nuestra criada, La Chapetes, nuestra gata, ahora cubierta por un manto azul de estrellas, su larga túnica color de rosa, su pedestal los cuernos del toro, su marco las flores y su refulgencia la luz neón.

Pasó bajo el balcón de mi madre, en postura piadosa. Levantó la mirada. Más bien dicho: traspasó a mamá con la mirada. La Virgen -nuestra Lupita se llevó la mano a la nariz y con los dedos medio e índice le pintó un violín a mi madre.

No contenta con este insulto, la doble Guadalupe -virgen y sirvienta- le sacó la lengua a mi madre y hasta le lanzó una sonora trompetilla.

Doña Emérita pegó un grito desgarrador y cayó de bruces junto al balcón. La toqué. Estaba muerta. Sus anteojos rotos yacían al lado de la cabecita blanca. Tenía los ojos abiertos. Uno era azul. El otro, amarillo.

Agarré de la cola a la gata Estrellita y la arrojé a la calle chillando. Fue a dar entre la masa de los fieles -miles y miles- que seguían el paso de la Virgen. Los maullidos de la bestia pronto se perdieron entre los rezos de la multitud.

Mater dolorosa-Ora pro nobis.

Mater admirabilis-Ora pro nobis.

3

Florencio Corona se ocupó con diligencia de todo lo concerniente a la muerte de mi madre. Nos dispensamos de la velación. Ella ya no tenía amistades. Yo tampoco. Una esquela en la prensa era inútil. Le dije a Florencio que no quería misa.

Mamá fue trasladada al Panteón Español y de allí a la cripta familiar. Los cipreses crujían de soledad. Los candados, de hollín acumulado.

Mi pendiente no era mi madre. Era el testamento y su fatal voluntad:

– O te casas con el licenciado José Romualdo Pérez o no te toca ni un miserable peso.

¿Por qué dudé? Hasta eso había arreglado Florencio.

– Don José Romualdo, además de estar casi ciego, se ha vuelto algo distraído. Eliminé esa condición del testamento. Falsifiqué las firmas necesarias, Leti.

Lo miré con gratitud… y con asombro. -¿Y el licenciado?

– Suspiró de alivio. Tu madre le impuso esa obligación contra su voluntad y él aceptó para hacerse de la fortuna que en realidad es tuya.

– ¿Se conformó? ¿Cómo?

– Vas a tener que darle su partecita.

– Con gusto, con tal de no volver a olerlo. Ahora está libre. Va a casarse con la secretaria.

– ¿Semejante gata? -dije espontáneamente.

– Esa mera. La piernuda de pelo laqueado. Se adoran.

Hizo una pausa "preñada", como dicen los que saben inglés. A pregnant pause, ah qué caray. -Se adoran. Como tú y yo, Leti.

Nos casamos a las dos semanas del deceso. La fortuna de mi mamá era decente, nomás. La casa del Tepeyac. Unas cuantas joyas. Una billetiza de un cuarto de millón de dólares en caja bancaria y cien mil pesos en cuenta corriente.

Qué nos importaba. Florencio se mudó a la casa del Tepeyac. Allí pasamos la luna de miel.

– La fortuna nos ha sonreído, Leticia -me dijo una mañana durante sus largos aseos, más largos que los de una mujer, adoraba depilarse, hasta el pecho y las axilas, perfumarse, peinarse, primitivamente, con gomina.

– No abusemos -decía-. No había tanto dinero como pensamos. Vamos a querernos aquí. Cero luna de miel.

Y así fue. Todas las delicias del amor me fueron entregadas por Florencio, multiplicadas porque me llegaban cuando yo ya había perdido toda esperanza. Las saboreaba más porque ya no era una niña, sino una mujer de treinta y cinco años consciente de que recibía los dones del cielo con razonable madurez.

Una felicidad consciente. Esa era mi condición como señora Leticia Lizardi de Corona. Mi galán era perfecto, sexy, dúctil, perfumado, tierno, suave, atento. Tiempo le sobraba. El licenciado Pérez se había retirado a vivir con su secre, dejándole la clientela a Florencio. No había prisas. Eso me contaba él.

– Vamos a disfrutar la vida juntos, Leti. Ya retomaré el trabajo dentro de un mes.

– ¿Y el servicio? -pregunté con naturalidad. El me imantó con su sonrisa de Benjamin Bratt que ya dije.

– ¿Qué te parece si hacemos de esta casa nuestra casa, Leticia? Quiero decir, sólo nuestra, sin ningún intruso. Tú y yo solos. Tú y yo aquí…

Pensé alarmada en los quehaceres domésticos. Florencio me tranquilizó.

– Mereces trato de reina. No te apures.

Y es cierto. Florencio se convirtió en el servidor ideal. Sacudía el polvo, fregaba los pisos, lavaba la ropa, hacía las camas, cocinaba rico… Esto era un sueño. Una isla desierta en medio de una ciudad de veinte millones de gentes.

– Veinte millones de hijos de la chingada -dijo un día, sorprendiéndome porque nunca le había escuchado palabrotas.

No le hice caso. -Y tú y yo, mi amor… Tú y yo, mi amor… Tú y yo a salvo.

Un mes, digo. Un mes de perfecta felicidad. El abandono. La confianza. La perplejidad. Nunca había estado con un hombre desvestido, ni los había visto sin ropa más que en una que otra película. Florencio se mostraba ante mí totalmente desnudo. Mi perplejidad venía de que se bañase tantas veces al día y se preocupase por tener un cuerpo tan liso como si fuese de mármol. Me desfasó una noche encontrarlo en el baño cuidadosamente rasurándose el vello del pubis. ¿Debía yo imitarlo? Mi instinto dijo que no, ni madres…

Más me preocupaba el olvido que la perplejidad de tantas cosas nuevas al lado de Florencio. El olvido. Mis ratoncitos y sus camadas me habían abandonado, como si adivinasen mi felicidad sin carencia alguna. La gata Estrellita había desaparecido bajo los pies de las devotas multitudes guadalupanas. La otra gata, la criada Lupita, quizás había ascendido al cielo vestida de Virgen María, for all I cared.

Florencio y yo, Leticia y él. Nada más.

Hasta la noche en que me despertaron los chillidos insoportables. ¿De dónde venían? Florencio dormía. Abrí la puerta de la recámara sobre el patio y lo vi invadido de ratas y ratones. Todo ese espacio, de la puerta a las caballerizas, era un hervidero, una cacofonía de roedores emitiendo chirridos de insatisfacción. Un mar de pelambres grises e incisivos blancos y culitos sonrosados y ojos ávidos, todos mirándome a mí.

Me desmayé. Florencio me recogió en la mañana y me cargó al lecho. Le conté lo que vi. Él meneó la cabeza.

– Hay una sola cosa que espanta a los ratones.

– ¿Qué cosa, Florencio?

– Los gatos.

Su respuesta me dejó sin aliento.

– Necesitamos un gato.

– ¡Nunca! -grité, recordando a Estrellita, a mi madre, a la tiranía insípida de ambas y me salieron palabras dignas de doña Emérita: -Recuerda que esta es mi casa.

Florencio sonrió, me besó, me dijo: -Entonces, lechuzas. Les encanta exterminar ratones.

– ¿Y mis ratones amigos? -dije, sentimentalmente.

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