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Alex durmió profundamente y se levantó temprano. Se aseó y fue a la cocina. Panchita ya tenía hervido el café de olla y listo un plato de pan dulce. Alex la saludó con una inclinación de la cabeza. Panchita no le respondió. Era una india seca, de edad indeterminada, con el pelo resueltamente negro, jalado hasta formar un chongo en la nuca. Alex sorprendió una sonrisa cuando la sirvienta se acercó a calentar tortillas en un viejo brasero. Panchita no tenía dientes y quizás por eso y por ser muda mantenía la boca cerrada. Era baja, igual que sus patronas, pero enteca, correosa.

Alex la miró con ojos sonrientes. Ella le contestó con una mirada de tristeza y resignación. Se lavó las manos. Se quitó el delantal. Se cruzó el pecho con el rebozo. Abrió la puerta trasera. Se volteó y miró al hombre joven con una insondable cara de alarma y advertencia. Salió. Alex se quedó bebiendo el café y mirando hacia el parque público donde los niños jugaban fútbol.

De las tías, ni señas.

Alex salió al parque, dio la vuelta a la casa y encontró la calle principal, la Ribera de San Cosme.

Notó un gran abandono. Ya no había casas viejas, como la de las tías. Lo llamativo era que los edificios que podían suponerse "modernos" mostraban ventanas sin vidrios o con vidrios rotos, paredes cuarteadas, puertas obstruidas por bolsas negras llenas de basura, puertas que invitaban a penetrar largos patios flanqueados por dos pisos de habitaciones. Entró a una de ellas.

Las mujeres recargadas en los pasillos con barandales de fierro lo miraron con indiferencia. O quizás no lo miraron.

Otra vez afuera, comenzó a distinguir el ajetreo citadino, el paso de transeúntes y de automóviles, los comercios baratos -ferreterías, lencerías, misceláneas, dulcerías, tiendas perfumadas de queso y leche.

Gente ocupada. Nadie volteaba a verlo. Intentó saludar.

– Buenos días.

Nadie le respondió. Miradas esquivas.

Regresó a la casa por la parte indicada. La puerta trasera.

María Zenaida estaba en la cocina, preparando el almuerzo.

– Niño de mis ojos -le plantó un beso en la frente-. ¿Qué vas a hacer hoy?

– Bueno -caviló Alejandro-. No conozco la ciudad. Quizás empiece por hacer turismo.

Sonrió. Ella no le devolvió la sonrisa.

– La ciudad se ha vuelto muy peligrosa, Alejandro. No camines. Puede pasarte alguna desgracia.

– Tomaré un autobús. Un taxi.

– Te pueden secuestrar -Zenaida cortaba minuciosamente los tomates, las cebollas, las zanahorias en una tablita.

Rió. -Nadie pagaría el rescate.

– Eres muy distinguido. Bien vestido. Guapo. Pareces riquillo.

– ¿Quiere usted que me ponga jeans y una sudadera para disimular?

– Seguirías siendo bello. De raza le viene al galgo.

– No exagere, tía.

– Deseable -dijo con los ojos llenos de lágrimas.

– ¿Me deja ayudarla? Las cebollas…

– Ya sé -sonrió la tía y negó con la cabeza.

Alex esperó sin nada que hacer, recostado en la cama, hasta las dos de la tarde, cuando bajó a comer con la tía María Zenaida.

Esta vez, el plato único estaba servido. Una sopa de verduras abundante.

– Alex. Cuando termines de comer, sal a darte una vuelta.

– Ya salí en la mañana. No vi nada de interés, tía. Además, usted misma me advirtió que…

– No me hagas caso. Soy una vieja collona.

– Bueno, con mucho gusto me daré una vuelta.

– ¿Sabes? -la tía levantó la mirada del plato-.

Los vecinos creen que nadie vive aquí. Como nosotras nunca salimos…

– Querida tía. Yo soy su huésped -dijo Alex cortésmente-. Dispongan de mí. Usted y su hermana.

– Ay chiquilín, no sabes lo que dices…

– ¿Perdón?

– Muéstrate en la calle. Que crean que alguien… que nosotras… seguimos vivas…

Alex hizo cara de sorpresa.

– Siguen, tía? ¿Alguien cree que están muertas?

– Perdón, Alejandro. Quise decir, que estamos vivas…

– No la entiendo. ¿Quiere que salga para que la gente crea que usted y su hermana están -o siguen-vivas?

– Sí.

– Entonces, ¿por qué me obligan a salir por la puerta de la cocina? Así, nadie se va a enterar…

Zenaida bajó la cabeza y se soltó llorando.

– Todo esto me confunde terriblemente -sollozó-. Serena es más inteligente que yo. Que te lo explique ella.

Se levantó intempestivamente y se fue dando saltitos, como una conejita.

Alex leyó toda la tarde. Este inesperado arribo a un país y a una casa nuevos y sin exigencias inmediatas de trabajo era oportunidad delectable para leer y él traía consigo, como un cordón umbilical que lo ligaba a París, las Confesiones de un hijo del siglo de Alfred de Musset. La educación francesa le permitía, gracias a Musset, entrar a una época romántica, postnapoleónica, que Alejandro de la Guardia, en secreto, hubiese querido vivir. Fantasiosamente se imaginaba vestido, peinado, ajuareado como un dandy de la época. Leía:

Quand la passion emporte l'homme, la raison le suit en pleurant et en l'avertissant du danger: mais des que l'homme s'est arrété… la passion lui crie: "Et moi, je vais donc mourir?"

Esa excitación pasional ya no existía en Francia. Seguramente, en México tampoco. Alejandro de la Guardia reiteró su única certidumbre juvenil: la resignación.

Sí, en Musset se encontraba la mejor recreación de una época. Pero Alex también traía, para alternar lecturas -era costumbre suya- una edición de bolsillo de La vérite sur Bébé Donge de Simenon. Musset le daba el pecho a su tiempo, para el amor y para la guerra. Simenon miraba por una cerradura al suyo. Alex se sintió un poco hijo de ambos.

Salió a las ocho a cenar con la tía Serena. Es decir, pasó de la recámara junto a la cocina al comedor donde lo esperaba ya, sentada a la cabecera, la vieja tía. Le sirvió a Alejandro, apenas tomó asiento el sobrino, una taza de chocolate espeso y humeante. Un platón de pan dulce completaba la merienda. Quizás el joven esperaba una cena más abundante y su mirada decepcionada no escapó a la atención de la tía.

– Esto es lo que en México llamamos una merienda, sobrino. Una cena ligera para dormir ligero. Estamos a más de dos mil metros de altura y una cena pesada te daría, perdón, pesadillas.

Alex sonrió cortésmente. -Seguiré la costumbre del país, comme il le faut.

Serena lo miró severamente, como si esperase una pregunta que no llegaba.

– ¿Nada más? -dijo la tía.

Alex leyó la mirada y recordó.

– Ah sí, doña Zenaida me repitió que debía entrar y salir por la puerta trasera, nunca por la principal.

– Así es -Serena sopeó una campechana en el chocolate.

– Me dijo también que debía mostrarme en la calle.

La imitó. Pan y chocolate.

– Para que crean que ustedes están vivas.

Las palabras le salieron con dificultad. Doña Serena tragó con energía el pedazo de bizcocho.

– Mi hermana se expresa mal. Pobrecita. Cuando dice "para que crean" que estamos vivas, sólo quiere decir "vivas" en el sentido de "la casa no está deshabitada". Es todo.

Alex insistió. El bachillerato francés es racional y metódico.

– Entonces, ¿para qué quieren que entre y salga a escondidas, por atrás, evitando la puerta principal?

La vieja le miró multiplicadamente. Es decir, le observó con sus anticuados quevedos y detrás de ellos nadaba su mirada miope, pero detrás de ésta se asomaba otra más, la mirada de su alma, se dijo el joven, aunque era de tal modo una mirada sombría e insondable que él hubiese querido asomarse, por un segundo, al espíritu de esta mujer.

– Es un enigma -dijo Serena cuando deglutió la campechana.

Alex sonrió socialmente. -Los enigmas suelen ser tres en los cuentos, doña Serena. Y el que los resuelva, al cabo recibe un premio.

– Tú tendrás el tuyo -dijo con una sonrisa desagradable la vieja.

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