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Baur cubrió rápidamente la cabeza del ser durmiente, su "mujer" según él. Introduzco esta nota de escepticismo porque ahora me doy cuenta de que, desde el primer instante, quise poner a prueba todas las palabras de mi anfitrión, incluso las que se referían -sobre todo las que se referían- a la persona de su "mujer".

– Alberta Simmons.

Levanté la mirada y descubrí en los ojos viejos de Emil Baur un fulgor perdido al fondo de la mirada. Era la inconfundible chispa del amor.

– Se lo ruego.

– Necesito algunas medicinas, algunos…

– Aquí tengo todo lo necesario.

– Es que la paciente…

– Sea usted paciente -dijo Baur porque no me oyó bien.

Entonces pensé que la persona escondida bajo los edredones era no sólo paciente, sino paciente. Intenté, sin éxito, sonreír. Pero acordé quedarme, felicitándome por mi previsión. Traía conmigo no sólo mi negro maletín profesional, sino una maleta de viaje con mudas de ropa, artículos de aseo, hasta un libro.

Nunca se sabe…

– Los dejo solos -dijo Baur con una voz apagada por la emoción.

Me acerqué al lecho. Aparté con suavidad el edredón que cubría el cuerpo. Miré la larga cabellera negra que ocultaba la cara bocabajo. Un movimiento curioso me hizo llegar con la mano hasta el cráneo. Retiré la mano. Había tocado, debajo de la masa de pelo, una cabeza fría.

Audacia. Falta de respeto. Impunidad. Me salía sobrando cualquier autoacusación. Arranqué de un golpe la peluca sedosa y encontré una cabeza rapada en la que el pelo, espinoso, volvía a crecer lentamente. Notoriamente. Tuve la sensación de que era mi tacto lo que hacía brotar el pelo de esa cabeza que, a menos que yo alucinara, estaba totalmente calva cuando le quité la peluca.

Tan lo creí que poco a poco fui bajando la mano a las mejillas de este ser inerte al que Baur presentaba como "Alberta, mi mujer." Al contacto con mis dedos, la piel de Alberta -acepté el nombre- adquiría tibieza, como si mi mano médica poseyese poderes de recuperación hasta ese instante insospechados por mí.

Entusiasmado (lo admito ahora), sentado al filo de la cama, recorrí el rostro dormido. Cada caricia mía parecía despertar de su sueño a la mujer. ¿Y si tocaba sus labios, hablaría? ¿Y si rozaba sus ojos, los abriría?

Cerré los míos, invadido por la extraña sensación de que no estaba ya cumpliendo funciones de galeno, sino de brujo. Confieso el miedo que me dio ver a la mujer.

Aparté de la cama mis ojos cerrados.

Los abrí.

Posado sobre el buró de noche, mis ojos descubrieron un retrato.

Era el mío.

Era yo.

Era mi cara.

Parpadeé furiosamente, como en un trance.

Entonces ella abrió los ojos. Ojos negros. Me miró lánguidamente y dijo con una voz del fondo del tiempo:

– Has regresado. Gracias. No me abandones mas.

Me aparté, presa de un pánico que luchaba equitativamente con mi disciplinada atención médica del fenómeno.

Alberta continuaba cubierta por el edredón hasta la barbilla, protegida, como una niña dormilona e inepta para la vida.

Yo me llegué hasta la puerta, salí de la recámara, no quería, por el momento, mirar hacia atrás… Salí. En el corredor me tropecé con Emil Baur.

– ¿Qué le sucede? -me preguntó con una voz, esta vez, alarmada.

– Mi retrato -dije intentando permanecer en calma, a pesar de un incontrolable jadeo.

– ¿Cuál retrato? -preguntó Baur.

– Yo… Allí… Junto a la cama.

– No le entiendo -dijo el viejo, guiándome de regreso a la recámara.

Me apretó el brazo.

– Mire usted, doctor. Es mi foto. Alberta siempre ha tenido mi foto al lado de su cama.

Era cierto. El retrato posado sobre el buró era el del ingeniero Emil Baur, con treinta años menos.

– Le juro que vi el mío -le dije.

Él, hasta donde era posible en ese rostro momificado, sonrió.

– Vio usted lo que quería ver. Dejó de sonreír.

– Quiso verse, mi querido doctor, en mi lugar.

4

Decidí quedarme en esa casa lúgubre. Primero, por deber profesional. Luego, por natural curiosidad. Finalmente, por algo que se llama pasión y que no se explica ni racional ni emotivamente, ya que la pasión abruma a la mente y sujeta las emociones a una búsqueda exigente e incómoda de la razón.

La pasión arrebata. Deja sin emoción a la razón y a la emoción sin razón. Arrebata porque se basta.

Esperaba una recámara propia. Baur me suplicó -era una orden prácticamente militar- quedarme en la recámara de Alberta, observarla día y noche. ¿No había dicho yo mismo que estos casos se dan bajo el signo de la sorpresa? ¿Que así como el paciente cae en el más profundo sueño, puede despertar súbitamente?

Alguien tiene que estar aquí, añadió Baur, para ese momento.

– ¿El despertar?

– Sí.

– ¿Usted lo ha intentado?

– Sí.

– ¿Qué pasó?

– Perdí el poder -dijo altivamente.

– ¿Cree que yo lo tengo? -lo contrarié con humildad, sin entender de qué poder se trataba.

– No lo creo. Lo sé. Lo he visto.

– ¿Cuando le toqué el pie?

– Sí.

¿Qué cosa había en la mirada que acompañó tan sencilla afirmación? ¿Derrota, resignación, esperanza, perversidad? Acaso un poco de todo. Lo confirmó su siguiente frase.

– Tóquela, doctor. Reconózcala con sus manos.

– Sí, pero…

– Sin límite, doctor. Sin prohibición alguna. No se mida…

Me dio la espalda, como si quisiera ocultarme la angustia o la vergüenza de la situación.

Sus instrucciones no hacían falta. Un médico se siente autorizado a auscultar plenamente a un enfermo.

Quizá me convencí, en ese instante, de que Baur quería la recuperación de su esposa pero, absurdamente, no deseaba verme tocarla. Iba a decirle que no se preocupara, era un examen médico. Pero él ya se había retirado.

Me dejó frente a la puerta de la recámara. No sé qué diabólico espíritu se apoderó de mí. Recordé fugitivamente la disciplina a la que fui sometido como estudiante de medicina en Heidelberg. Sólo que entonces no tuve esta poderosa sensación de placer, un placer sin límite, sin pecado, porque el marido complaciente de esta mujer me la entregaba no sólo por razones médicas. Seguramente su impotencia sexual -admitida por él mismo con sorprendente candor en un hombre de reputación temible, imperialista, villista, nazi, viril- me hacía entrega de las llaves de ese cuerpo frío, inerte, desconocido, al que ahora me correspondía calentar, mover, conocer… Médico y amante.

Casi reí. Casi. La puerta de la recámara se cerró detrás de mí. Mi maletín médico, pero también mi maleta de viaje, estaban al pie de la cama. No había ventanas. Tres paredes estaban acolchadas, como en un manicomio. La cuarta la cubría una ancha y larga cortina carmesí. Sobre una mesa había un lavabo y un jarrón con agua vieja. Me asomé con curiosidad. Una nata la cubría… Como por descuido, descansaba al lado del recipiente un jabón sin perfume. Busqué lo que faltaba. Debajo de la cama asomaba un bacín de porcelana carcomida por el óxido.

No había un segundo lecho. El que debía corresponder -casi sonreí- a los huéspedes. Pero la cama donde yacía "Alberta" era de tamaño matrimonial.

Pongo su nombre entre comillas porque el incidente de la peluca negra y la cabeza rapada me hacía dudar, pese a todo. Sólo había, por supuesto, una manera de averiguar si me las había con mujer u hombre. El ingeniero, después de todo, me había autorizado a explorar sin límites ese cuerpo. A pesar de ello, un extraño pudor se apoderaba de mí apenas me acercaba a la figura cubierta de edredones, como si el permiso de Emil Baur se convirtiese, perversamente, en prohibición que yo me imponía a mí mismo.

No poseía, en otras palabras, el coraje necesario para conocer, de un golpe, la verdad. O acaso la libertad que me otorgaba mi anfitrión yo mismo la convertía en temeroso misterio. Poseía, eso sí, la cobertura profesional, cada vez más frágil, de ser un médico auscultante.

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