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Las puntuaciones de la belleza -una iglesia barroca aquí, un palacio de tezontle allá, algún jardín entrevisto- daban cuenta de la profundidad, opuesta a la extensión, de la Ciudad de México. Esta era también -Alejandro de la Guardia lo sabía gracias a su hermosa, inolvidable madre- una urbe de capas superpuestas, ciudad azteca, virreinal, neoclásica, moderna…

Por todo ello dio gracias de que la casa donde lo depositó el taxi fuese antigua. Indefinidamente antigua. Dos pisos y una fachada de piedra gris, elegante, descuidada -elegantemente descuidada, se dijo Alex- en la que faltaba una que otra loseta, el todo coronado por una azotea plana ya que los techos, se dio cuenta, no existían, en el sentido europeo, en la Ciudad de México. Lo vio desde el aire. Azoteas y más azoteas sin relieve, muchos tinacos de agua, ningún techo inclinado, ninguna mansarda, ni siquiera las tejas coloradas del lugar común hollywoodense…

Una casa de piedra gris, severa. Tres escalones para llegar a una puerta de fierro negro. Dos ventanas enrejadas a los lados de la puerta. Y dos rostros asomados entre las cortinas de cada una de las ventanas. Alejandro tomó las maletas. El taxista le advirtió:

– Me dejaron dicho que por favor entrara por la puerta de atrás.

– ¿Por qué?

El taxista se encogió de hombros y partió.

María Serena y María Zenaida. Nunca vio fotografías actualizadas de las dos hermanas de su madre. Sólo fotos de niñas. No podía saber, en consecuencia, cuál de las dos era la señora vieja, bajita y regordeta que le abrió la puerta trasera.

– Tía -dijo Alex.

– ¡Alejandro! -exclamó la señora-. ¡Cómo no te iba a reconocer! ¡Si eres el vivo retrato de tu madre! ¡Jesús me ampare! ¡Benditos los ojos!

Alex se inclinó a darle a la mujer un beso en la mejilla coquetamente coloreada. Ella le murmuró al oído como si se tratara de un secreto:

– Soy tu tía Zenaida.

Su pelo era completamente blanco, pero la piel permanecía fresca y perfumada. En verdad, olía a jabón de rosas. Usaba un vestido floreado, con cuello blanco de piqué, como de colegiala. Falda larga hasta los tobillos. Zapatos blancos con tacón bajo, como si temiese caerse de algo más elevado. Y lucía tobilleras, blancas también, como de colegiala.

– Entra, entra, muchacho -le dijo con risa cantarina al joven-. Estás en tu casa. ¿Quieres descansar? ¿Prefieres ir a tu recámara? ¿Te preparo un chocolatito?

La señorita hizo un gesto de invitación. Estaban en la cocina.

– Gracias, tía. El viaje desde París es pesado. Quizás puedo descansar un rato. Conocer a la tía María Serena. Quisiera invitarlas a cenar fuera…

Alejandro prodigaba sus sonrisas.

La tía iba perdiendo las suyas.

– Nunca salimos de la casa.

– ¡Ah! Entonces saludaré a su hermana y luego…

– No nos hablamos -dijo María Zenaida con facciones de inminente puchero.

– Entonces… -Alex extendió las manos, resignado.

– Nos dividimos la sala -dijo cabizbaja la tía María Zenaida-. Ella recibe de noche. Yo de día. Déjame mostrarte tu recámara.

Volvió a sonreír.

– ¡Niño de mis amores! Siéntete en tu casa. ¡Jesús nos guarde!

3

La habitación que le reservaron en la parte trasera de la planta baja daba a ese parquecillo público descuidado donde algunos niños de nueve a trece años jugaban fútbol. Más allá divisó el paso de un tren y escuchó el largo pitido de la locomotora.

Echó un vistazo a la recámara. Lujosa no era. La cama era más bien un catre. Las paredes estaban desnudas, con excepción de un viejo calendario con fecha de quince años atrás y la reproducción de los volcanes, Popocatépetl e Iztaccíhuatl, encarnados en una mujer dormida y un guerrero que la vigila. La silla era de asiento de madera y formaba un todo con el pupitre escolar que Alex abrió para encontrarlo vacío.

El baño adyacente tenía lo indispensable, tina, retrete, lavabo, espejo…

En la recámara, una cortina se corría para revelar un improvisado clóset de donde colgaban media docena de ganchos de alambre.

Alex hubiese querido deshacer cuanto antes su maleta. El cansancio lo venció.

Eran las seis de la tarde y cayó rendido en el catre. No sabía dormir en los aviones y jamás había hecho un viaje tan largo como este, trasatlántico.

Despertó alarmado dos horas más tarde. Acudió al bañito contiguo a la recámara, se echó agua en la cara, se peinó, se ajustó la corbata y se puso el saco.

Salió a saludar a la tía María Serena, consciente de que ella recibía a esta hora.

La señora estaba rígidamente sentada en el centro de un sofá igualmente tieso que ocupaba como si fuese un trono. La sala era iluminada por velas. La tía lo esperaba -esa impresión le dio- inmóvil, apoyando ambas manos sobre la cabeza de marfil -era un lobo- de su bastón. Vestida toda de negro, con una falda tan larga como la de su hermana María Zenaida, que le cubría hasta las puntas los botines negros. Usaba una blusa de olanes negros también, un camafeo como único adorno sobre el pecho y un sofocante negro alrededor del cuello.

El rostro blanco rechazaba cualquier maquillaje: el ceño entero lo decía a voces, las frivolidades no son para mí. Sin embargo, usaba una peluca color caoba, sin una sola cana y mal acomodada a su cabeza. Su única coquetería -pensó Alex reprimiendo la sonrisa- eran unos anticuados pince-nez -quevedos en castellano, tradujo, obedeciendo a su madre muerta, Alejandro-, esos lentes sin aro plantados con desafío sobre el caballete de la nariz. Alejandro, abonado a la Cinemateca Francesa de la Rue d'Ulm, los asoció con los lentes rotos y sangrantes de la mujer herida en los escalones de Odessa del Acorazado Potemkin…

– Buenas noches, tía.

Ella no contestó. Sólo movió imperialmente una mano indicando el asiento apropiado a Alex.

– Voy al grano, sobrino, como es mi costumbre. Nos distanció de tu madre su errada decisión de casarse con un manirroto como tu padre. Cuando la Providencia te da los bienes de su cornucopia afrentas a Dios dilapidándolos. Sufrimos por tu madre, déjame decirte. Nos dio gusto saber que venías a vernos.

– El gusto es todo mío, tía Serena.

– Desconozco tus proyectos…

– Quiero trabajar, quiero…

– No te apresures. Toma tu tiempo. Estás en tu casa.

– Gracias.

– Pero observa nuestras reglas. Te soy franca. Mi hermana y yo no nos llevamos bien. Caracteres demasiado opuestos. Horarios distintos. Entiende y respeta.

– Pierda usted cuidado.

– Segunda regla. Nunca entres o salgas por la puerta principal. Usa sólo la puerta trasera al lado de tu recámara, sobre el jardincillo público. Sal de la cocina al jardín.

– Sí, ya lo noté.

– Que nadie te vea entrar o salir.

– ¿Horarios de comida? -dijo Alex para cambiar un tema que le resultaba enojoso.

– Comida a las dos. Tú y mi hermana. Merienda a las ocho. Tú y yo.

– ¿Y el desayuno? Digo, no se preocupe. Estoy acostumbrado a hacérmelo yo mismo.

– Tú no te preocupes, niño -ella sonrió por vez primera-. Panchita viene a las seis de la mañana a hacer el aseo y preparar las comidas. Te advierto. Es sordomuda.

Me miró, realmente, con cuatro ojos, como si los lentes tuvieran vida aparte de la mirada miope. Se levantó.

– Y ahora vamos a cenar tú y yo. Cuéntamelo todo.

Era una cena fría dispuesta en la mesa de un comedor sombrío iluminado, como la sala, sólo por candelabros. La tía iba a servirse las carnes -jamón, rosbif, pechugas de pollo- cuando Alex se le adelantó y le sirvió el plato.

– Vaya con el caballerito -volvió a sonreír María Serena-. Y ahora, cuéntame tu vida.

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