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Nadie en mi oficina había visto la obra. El boliviano ya me había contestado una vez con impaciencia. No lo volvería a importunar. Debía gozar el hecho de vivir en una isla con infinitas salidas al mar. ¡Titicaca!, lo maldije y me arrepentí. Bolivia me pone nervioso, claustrofóbico, pero de eso Bolivia no tiene la culpa… El nerviosismo me ganaba. Debía llegar sereno a mi tercera asistencia al Hamlet del Royal Haymarket.

Hamlet habla con el fantasma de su padre. No habla con Ofelia. Ofelia escucha consejos de su padre, Polonio. Pero ella sólo mueve los labios.

Me di cuenta. Ofelia no sólo habla poco en la obra. Es un personaje pasivo. Recibe lecciones de su padre y de su hermano y en vez de relatar la visita que Hamlet, a medio vestir, le hace en su clóset, ella actúa la escena. Hamlet medio desnudo -Massey se deleita exhibiendo su esbelta y juvenil figura- acaricia el rostro de mi amada, suspira y la suelta como una prenda indeseable. Donde puede, Massey sustituye el monólogo por la acción.

El odio y la envidia me desbordaron.

Ofelia no volvería a decir nada hasta el tercer acto, apenas una frase.

OFELIA: Ojalá.

Y ahora, ni esa frase le era permitida por el tirano que, segundos más tarde se luciría como un pavorreal, entonando el "Ser o no ser". Al término del monólogo, entra "la dulce Ofelia", se atreve a llamarla "ninfa", hasta eso me arrebata este divo vanidoso y prepotente, la llama "la ninfa" a cuyas oraciones encomienda Hamlet la memoria de sus pecados -pero este Hamlet le habla a mi Ofelia como si el verdadero fantasma de la obra fuese ella, da por sentadas sus preguntas y respuestas, sólo él se deja escuchar, ella mueve los labios en silencio, exactamente como lo hacía frente a mi ventana y él perora sin cesar, encimando sus palabras al silencio de mi Ofelia, hasta que entra la tropa de comediantes, es "capturada la conciencia del rey" Claudio, Hamlet visita y violenta a su madre y, de paso, atraviesa con una espada a Polonio el padre de Ofelia. Hamlet obedece las sugerencias de Rosencrantz y Guildenstern, parte a Francia y cae el telón sobre la primera parte.

Durante el intermedio pedí una copa de champaña en el bar y traté de escuchar los comentarios del relajado público. Hablaban de todo, menos de la obra. Hastiado, angustiado, abandoné otra vez el teatro, dispuesto a regresar la siguiente noche, pero sólo a partir del intermedio, acosado por preguntas sin respuesta. El silencio de Ofelia ¿era sólo un capricho del director? ¿Massey da por descontado que todos conocen el parlamento de Ofelia? ¡Y ella, en verdad, dice tan poco en la obra! Sonreí a pesar mío. ¡Traten de callar a Lady Macbeth! ¿Sería sorda mi Ofelia? ¿Escuchaba a los demás actores? ¿O sólo les leía los labios? ¿Cómo no aproveché para hablarle de ventana a ventana como mimo, sin decir palabra? Y si me hubiese contestado, ¿qué me habría dicho?

Me di cuenta de que Ofelia no usaba en escena el lenguaje de señas de los mudos porque no se dirigía a los mudos, sino al público en general. Pues ahora venía la gran escena de Ofelia, su locura por haber perdido al padre y acaso por saber que Hamlet lo mató. Ahora la Ofelia loca debería cantar y recitar enigmas:

– ¿Cómo distinguir el verdadero amor?

– Dicen que la lechuza era hija del panadero.

– Sabemos quiénes somos pero no quiénes podemos ser.

– Mañana es día de San Valentín.

Para terminar, conmovedoramente, pidiendo a todos que pasen buenas noches.

No, no pronunció palabra, pero yo no tuve más remedio que reconocer el genio de Peter Massey. El silencio era, desde siempre, la locura de Ofelia. Sus actos debían revelar sus palabras, pues éstas no eran más que sus pensamientos verbalizados y un pensamiento no necesita decirse para entenderse.

Empecé a escuchar músicas, campanas dentro de mi cabeza, seguro de que lo mismo le pasaba a Ofelia.

¡Ofelia era el fantasma de Hamlet! ¡Su doble femenino!

Me incorporé bruscamente y grité:

– ¡Ofelia! ¡Canta!

Las voces del público me acallaron con irritación violenta. Un shhhhh! veloz y cortante como una navaja -el puñal desnudo de Hamlet, sí- me acalló.

Abrumado, abochornado, atarantado, abandoné el teatro. Sólo me quedaba una función. La de mañana.

Ahora, en la prepresentación del quinto día, ocupaba butaca de primera fila. Concentré mi atención, mi mirada, mi repetición en silencio de las palabras robadas a Ofelia hasta llegar a la escena de la locura.

Entonces ocurrió el milagro.

Cantando en silencio.

Este momento nunca regresará.

Se fue, se fue. ¡Dios tenga piedad de mi alma!

Ofelia me miró, directamente a los ojos. Yo estaba, digo, en primera fila. Quizás, todas las noches, Ofelia decía adiós de esta manera, seleccionando a un espectador para imprimir sobre una sola persona del público todo el horror de su locura.

Esta noche yo fui ese espectador privilegiado. Pero enseguida me di cuenta de que la mirada de Ofelia no estaba prevista en la dirección escénica. Ofelia me sostuvo la mirada que yo le correspondí. En ella iba el mensaje de toda mi pasión por ella, toda la melancolía de nunca habernos amado físicamente.

El público se dio cuenta. Hubo un movimiento nervioso en la sala. Murmullos desconcertados. Cayó el misericordioso telón del intermedio. Regresé a casa. No quería saber que Ofelia moriría en el siguiente acto. No lo quería saber porque imaginé, enloquecido, que Peter Massey era capaz de matarla en verdad esta noche porque la actriz quebró el pacto escénico y se dirigió a un espectador.

A mí. Sólo a mí.

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Esa noche soñé que violaba a una mujer que no podía gritar. Y si no podía gritar, ¿por qué no matarla en vez de poseerla?

Mi verdadero terror era saber que las representaciones terminarían y Ofelia desaparecería para siempre de mi vida. El tiránico Massey limitaba el número de representaciones -nunca más de dos meses- a fin de mantener al rojo vivo el interés de la obra. No toleraba, prejuzgué, una lenta extinción del fuego teatral. Era, perversamente, un entusiasta -es decir, un hombre poseído por los Dioses… Cada profesión tiene los suyos, pero los manes del teatro son los más exigentes porque son los más generosos. Lo dan todo o no dan nada. En el teatro no hay términos medios.

Yo tenía que ver la obra por última vez. No había boletos. ¿Podía al menos sentarme en el teatro vacío antes de la representación? Era un estudiante latinoamericano (huerfanito tercermundista, pues…). Lo que me interesaba era explorar el teatro como espacio, precisamente, vacío, sin público ni representación. Adivinar sus vibraciones solitarias. Como dicen que los rieles de ferrocarril se encogen y recogen físicamente para recibir el impacto de un tren.

Mi antiguo profesor de Cambridge, Stephen Boldy, llamó al teatro para acreditar mi bona fides y yo mismo me comporté, durante los tres días que quedaban, sentándome muy quietecito con un cuaderno de notas y el texto Penguin de Hamlet.

En verdad, esperaba sin esperanza -I hoped against hope- que algún ensayo imprevisto, un afinamiento de última hora, trajese al escenario vacío al director, a los actores.

A Ofelia.

No fue así y la última representación se iniciaba. Hice lo que se acostumbra. Adquirí boleto para ver la obra de pie y desde el tercer piso. Desde allí, noté los asientos vacíos durante el primer acto. Jamás se presentaban al segundo. Por fortuna, había un lugar vacío en la primera fila. Lo ocupé. Se levantó el telón.

No lo sabía. Pero lo sospeché. En vez de referir la muerte de Ofelia a su hermano Laertes por voz del rey Claudio, Peter Massey, a medida que los actores hablaban, abrió un espacio en la fosa de orquesta. Era un río dentro del teatro y el cadáver de Ofelia pasó flotando, acompañada por las flores de la muerte; margaritas y ortigas, aciano y dedos-de-muerto, púrpuras largas; las amplias faldas flotando; Ofelia semejante a una sirena que se hunde bajo el peso del légamo…

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