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– Le agradezco profundamente que haya aceptado mi invitación, maitre Navarro.

– Yves. Generalmente como solo y ello engendra tristes pensamientos, croyez-moi.

El criado se acercó a servirme el vino tinto. Se abstuvo de ofrecérselo a su amo. Interrogué a Vlad con la mirada, alzando mi copa para brindar…

– Ya le dije… -el conde me miró con amable sorna.

– Sí, no bebe vino -quise ser ligero y cordial-. ¿Bebe solo?

Con esa costumbre suya de no escuchar al interlocutor e irse por su propio tema, Vlad simplemente comentó:

– Decir la verdad es insoportable para los mortales.

Insistí con cierta grosería. -Mi pregunta era muy simple. ¿Bebe a solas?

– Decir la verdad es insoportable para los mortales.

– No sé. Yo soy mortal y soy abogado. Parece un silogismo de esos que nos enseñan en la escuela. Los hombres son mortales. Sócrates es hombre. Por lo tanto, Sócrates es mortal.

– Los niños no mienten -prosiguió sin hacerme caso-. Y pueden ser inmortales.

– ¿Perdón?

Unas manos de mujer, enguantadas de negro me ofrecieron el platón de vísceras. Sentí repugnancia pero la cortesía me obligó a escoger un hígado aquí, una tripa allá…

– Gracias.

La mujer que me servía se movió con un ligero crujido de faldas. Yo no había levantado la mirada, ocupado en escoger entre las asquerosas viandas. Me sonreí solo. ¿Quién mira a un camarero a la cara cuando nos sirve? La vi alejarse, de espaldas, con el platón en la mano.

– Por eso amo a los niños -dijo Vlad, sin tocar bocado aunque invitándome a comer con la mano de uñas largas y vidriosas-. ¿Sabe usted? Un niño es como un pequeño Dios inacabado.

– ¿Un Dios inacabado? -dije con sorpresa-. ¿No sería esa una mejor definición del Diablo?

– No, el Diablo es un ángel caído.

Tomé un largo sorbo de vino, armándome para un largo e indeseado diálogo de ideas abstractas con mi anfitrión. ¿Por qué no llegaba a salvarme mi esposa?

– Sí -reanudó el discurso Vlad-. El abismo de Dios es su conciencia de ser aún inacabado. Si Dios acabase, su creación acabaría con él. El mundo no podría ser el simple legado de un Dios muerto. Ja, un Dios pensionado, en retiro. Imagínese. El mundo como un círculo de cadáveres, un montón de cenizas… No, el mundo debe ser la obra interminable de un Dios inacabado.

– ¿Qué tiene esto que ver con los niños? -murmuré, dándome cuenta de que la lengua se me trababa.

– Para mí, señor Navarro, los niños son la parte inacabada de Dios. Dios necesita el secreto vigor de los niños para seguir existiendo.

– Yo… -murmuré con voz cada vez más sorda.

– Usted no quiere condenar a los niños a la vejez, ¿verdad, señor Navarro?

Me rebelé con un gesto impotente y un manotazo que regó los restos de la copa sobre la mesa de plomo.

– Yo perdí a un hijo, viejo cabrón…

– Abandonar a un niño a la vejez -repitió impasible el conde-. A la vejez. Y a la muerte.

Borgo recogió mi copa. Mi cabeza cayó sobre la mesa de metal.

– ¿No lo dijo el Inmencionable? ¿Dejad que los niños vengan a mí?

IX

Desperté sobresaltado. Como sucede en los viajes, no supe dónde estaba. No reconocí la cama, la estancia. Y sólo al consultar mi reloj vi que marcaba las doce. ¿Del día, de la noche? Tampoco lo sabía. Las pesadas cortinas de bayeta cubrían las ventanas. Me levanté a correrlas con una terrible jaqueca. Me enfrenté a un muro de ladrillos. Volví en mí. Estaba en casa del conde Vlad. Todas las ventanas habían sido condenadas. Nunca se sabía si era noche o día dentro de la casa.

Yo seguía vestido como a la hora de esa maldita cena. ¿Qué había sucedido? El conde y su criado me drogaron. ¿O fue la mujer invisible? Asunción nunca vino a buscarme, como lo ofreció. Magdalena seguiría en casa de los Alcayaga. No, si eran las doce del día, estaría en la escuela. Hoy no era feriado. Había pasado la fiesta de la Asunción de la Virgen. Las dos niñas, Magdalena y Chepina, estarían juntas en la escuela, seguras.

Mi cabeza era un remolino y la abundancia de coladeras en la casa del conde me hacía sentir como un cuerpo líquido que se va, que se pierde, se vierte en la barranca…

La barranca.

A veces una sola palabra, una sola, nos da una clave, nos devuelve la razón, nos mueve a actuar. Y yo necesitaba, más que nada, razonar y hacer, no pensar cómo llegué a la absurda e inexplicable situación en la que me hallaba, sino salir de ella cuanto antes y con la seguridad de que, salvándome, comprendería.

Estaba vestido, digo, como la noche anterior. Supe que aquella era "la noche anterior" y este "el día siguiente" en el momento en que me acaricié el mentón y las mejillas con un gesto natural e involuntario y sentí la barba crecida, veinticuatro horas sin rasurarme…

Pasé mis manos impacientes por los pantalones y el saco arrugados, la camisa maloliente, mi pelo despeinado. Me arreglé inútilmente el nudo de la corbata, todo esto mientras salía de la recámara a la planta alta de la casa e iba abriendo una tras otra las puertas de los dormitorios, mirando el orden perfecto de cada recámara, los lechos perfectamente tendidos, ninguna huella de que alguien hubiese pasado la noche allí. A menos, razoné, y di gracias de que mi lógica perdida regresara de su largo exilio nocturno, a menos de que todos hubiesen salido a la calle y el hacendoso Borgo hubiese arreglado las camas…

Una recámara retuvo mi atención. Me atrajo a ella una melodía lejana. La reconocí. Era la tonada infantil francesa Frére Jacques.

Frére Jacques,

dormez-vous?

Sonne la matine.

Ding-dang-dong.

Entré y me acerqué al buró. Una cajita de música emitía la cancioncilla y una pastorcilla con báculo en la mano y un borrego al lado giraba en redondo, vestida a la usanza del siglo XVIII.

Aquí todo era color de rosa. Las cortinas, los respaldos de las sillas, el camisón tendido cuidadosamente junto a la almohada. Un breve camisón de niña con listones en los bordes de la falda. Unas pantuflas rosa también. Ningún espejo. Un cuarto perfecto pero deshabitado. Un cuarto que esperaba a alguien. Sólo faltaba una cosa. Aquí tampoco había flores. Y súbitamente me di cuenta. Había media docena de muñecas reclinadas contra las almohadas. Todas rubias y vestidas de rosa. Pero todas sin piernas.

Salí sin admitir pensamiento alguno y entré a la habitación del conde. Las pelucas seguían allí, en sus estantes, como advertencia de una guillotina macabra. El baño estaba seco. La cama, virgen.

Bajé por la escalera a salones silenciosos. Había un ligero olor mohoso. Seguí por el comedor perfectamente aseado. Entré a una cocina desordenada, apestosa, nublada por los humos de entrañas regadas a lo ancho y largo del piso y el despojo de un animal inmenso, indescriptible, desconocido para mí, abierto de par en par sobre la mesa de losetas. Decapitado.

La sangre de la bestia corría aún hacia las coladeras de la cocina.

Me cubrí la boca y la nariz, horrorizado. No deseaba que un solo miasma de esta carnicería entrase a mi cuerpo. Me fui dando pequeños pasos, de espaldas, como si temiera que el animal resucitase para atacarme, hasta una especie de cortina de cuero que se venció al apoyarme contra ella. La aparté. Era la entrada a un túnel.

Recordé la insistencia de Vlad en tener un pasaje que conectara la casa con la barranca. Yo ya no me podía detener. Tenté con las manos la anchura entre las paredes. Procedí con cautela extrema, inseguro de lo que hacía, buscando en vano la salida, la luz salvadora, dejándome guiar por el subconsciente que me impelía a explorar cada rincón de la mansión de Vlad.

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