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Por poco me desmayo. El changazo ya lo había dado desde antes.

– Doña Emérita, le presento a mi nuevo CPT, don Florencio Corona.

Cima del éxtasis. Al darme la mano, Florencio Corona se inclinó y me guiñó un ojo. El licenciado Pérez, ciego como la pared, de nada se enteró.

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Más que en mi casa he sido educada en Sanborns. Como voy sola al café, puedo ponerme orejas de Dumbo y oír lo que dice la gente a mi alrededor. Por eso (más Poniatowska y la Familia Burrón) he logrado tener mi vocabulario al día. Lo he escuchado todo. De chicho a chido pasando por suave. De joto a marica a gay. De arriba y adelante la solución somos todos a un changarro para cada mexicano y mexicana. De abur a nos vidrios a bye-bye. De novia a vieja a maridita. Maridita.

Estaba, pues, preparada para adoptar cualquier jerga o slang de los pasados veinticinco años con toda naturalidad. Vana ilusión. Mi galán el joven abogado Florencio Corona hablaba un correctísimo español, sin mexicanismo cual ninguno. Más castiza era la criada Guadalupe con sus "mesmos" y "mercedes" porque así aprendieron los indios a hablar " la Castilla " en tiempos del veleidoso Cortés y su barragana la Malinche.

Florencio Corona, señoras y señores, era lo que en inglés se llama un dreamboat. Guapo, alto, ya lo dije, con trajes perfectos y la audacia de usar corbatas de moño que nadie luce fuera de los EUA salvo nuestro difunto presunto Adolfo Ruiz Cortines. Será que los gringos temen mancharse las corbatas largas con salsa ketchup. O prevén que en la cárcel la gente se ahorca con corbatas pero no con moños. Y no hay, ustedes saben, un solo gringo que no haría cualquier cosa, estafar, matar, asaltar un banco, violar a una niña, con tal de no ir a la cárcel.

Bueno, el hecho es que mi galán y yo nos dimos cita todas las tardes en el Sanborns de la Villa de Guadalupe, descubriendo quiénes éramos, contándonos nuestras vidas, hablando de todo menos de lo que nos unió por primera vez durante la visita del licenciado Pérez: la herencia de mi madre.

Florencio Corona venía de Monterrey y había estudiado leyes y contaduría en el Tecnológico de la llamada "Sultana del Norte" aunque todos conocemos los chistes y lugares comunes sobre los habitantes de la capital norte del país, que si son más tacaños que un escocés en ayunas, incapaces como Scrooge de extender la mano y duros del codo -codomontanos- e incapaces de darle agua ni al gallo de la Pa sión. Bueno, pues mi Florencio era todo lo contrario a esa bola de clisés pendejos. Generoso, disparador, cariñoso, sencillo, tierno, parecía conocerme desde siempre, dándome trato de "señorita" hasta que le dije "Leticia, please" y "Dime Lety" y él se rió:

– No me vayas a llamar Flo.

Es decir, al rato ya guaseábamos juntos y para acabar pronto, azotamos. Nos enamoramos.

Abrevio porque no sé cómo contar la manera como se enamoran las personas. Yo le llevaba siete años (bueno, diez) pero hacíamos bonita pareja. Él alto y gallardo, musculoso y atlético, yo delgadita, fina y pequeña, a medio camino -me dije con pena- entre el ratón y la rata. Sacudí la cabeza. El inesperado romance con Florencio me había obligado a descuidar al Dormouse y su pareja. De hecho, descuidaba a mi madre y a la suya, la siniestra gata Estrellita. O sea, Florencio me tenía obsesionada y aún no pasábamos de manita sudorosa de torta compuesta en la mesa del Sanborns.

Sin embargo, él mismo me había regalado a la Minnie Mouse, de manera que el asunto no le era ajeno y un día me atreví a abordarlo.

– Gracias por la ratoncita, Florencio. Creo que el Lirón está tan contento que me dio calabazas.

– Búscalos esta noche -me dijo enigmáticamente mi novio.

Lo hice. Era lo más sencillo. ¿Dónde iban a estar, sino debajo de mi cama? Y con quién iban a estar Dormouse y Minnie, sino con su camada de cuatro ratoncitos, engendrados en un abrir y cerrar de ojos. Lisos, lampiños, llegados al mundo sin abrigo alguno. Me llenaron de ternura. Dormouse y Minnie Mouse me miraron con gratitud, como diciendo,

– Gracias por darnos abrigo.

– Gracias por no exterminarnos.

– Los ratones gestan en veinte días -me dijo Florencio.

– ¿Y cuánto logran vivir?

– Ni un año.

Sofoqué un gritito de melancolía. Florencio me acarició la mano.

– Casi siempre es porque son perseguidos. Por las lechuzas, por las aves de rapiña.

Me lo dijo con sus cálidos y brillantes ojos: -Cuídalos. Son pareja, igual que tú y yo. Me atreví.

– Florencio, mi mamá quiere casarme con tu boss, el viejo Pérez.

– No te preocupes, Leti.

– Claro que me preocupo. Si no me caso, me corta. Me deja sin un mísero quinto.

Florencio sonrió y pidió una cocacola con helado de limón.

Sí, esa noche, once de diciembre, festejé a la pareja de ratoncitos y a su carnada, les traje pedacitos de queso gruyere esta vez, para variar, platitos con agua y hasta fui a la cocina a buscar huesos de pollo.

– ¡Lupe! -llamé a la sirvienta-. ¡Guadalupe!

No estaba y eso que era la hora de la cena.

Subí al cuarto de servicio. No sólo no estaba. Se había llevado sus cosas. Los santos, las veladoras, los pin-ups de Brad Pitt y el luchador Blue Demon. Los ganchos de la ropa, solitarios.

Alarmada, bajé a la recámara de mi madre. Entreabrí la puerta. Ella dormía con las gafas negras puestas a manera de antifaz de avión contra la luz. Estrellita sintió mi presencia y ronroneó amenazante. Recordé que los gatos ven de noche y me retiré con cautela.

A la mañana siguiente, doce de diciembre, mi madre hizo sonar con insistencia el timbre y acudí a su llamado. Bruta de mí: la Lupita no había acudido porque se había largado, ahora sí, como pícara ratera y fámula desagradecida, sin decir adiós. Aunque, pensé, tanto la humilló mi madre que esto tenía que pasar.

Subí con la charola. Mi madre estaba incorporada en el lecho, con los anteojos puestos y Estrellita sobre el regazo. Las dos me miraron con igual sospecha y desdén.

– ¿Qué se hizo la gata? -dijo bruscamente mi madre.

– La tienes en tu regazo. ¿No ves?

– No te burles de una respetable anciana.

– Salió -mentí como para amortiguar el golpe: tendríamos que buscar nueva sirvienta. No quise imaginar la fulminante mirada de mi madre detrás de los anteojos de sol.

– ¿Salió? -exclamó con dientes apretados: de ella nunca se diría "con la boca abierta"-. ¿Se cree que es domingo?

– Sí -me atreví al fin-, creo que se ha marchado for good, para siempre, mamá.

– ¡Como tu padre! -silbó entre dientes-. ¡Como tu padre!

¿Cómo iba a preguntarle cuándo, cómo, por qué, si esas eran cosas que no se tocaban, temas envenenados? Para mí misma, me dije, mejor para mí misma. Tuve la visión de la vida con Florencio y ya nada del pasado me pareció importante.

– No te preocupes, madre. Yo te atenderé mientras encontramos sirvienta nueva.

Esto pareció calmarla.

– Siéntate a ver el paso de la procesión -dijo ufana con la miserable Estrellita remedando su complacencia.

– ¿Cuál procesión? -pregunté, de verdad con la cabeza en otro lado, o sea, con Florencio.

– Hereje -me maldijo con desdén-. Hoy es 12 de diciembre, día de la Virgen de Guadalupe, Santa Patrona de México. ¿Qué te enseñaron en la escuela de monjas? ¿A poco pagué tus colegiaturas de balde?

Repetí, nomás para darle gusto. -Un 12 de diciembre, la Virgen de Guadalupe se le apareció al indio Juan Diego en el cerro del Tepeyac.

– Sí -mi madre apretó los dientes-. La Vir gen se apareció. Pero Juan Diego no era indito, eso es pura demagogia. Está comprobado que era criollo, como tú y yo…

– La leyenda dice… -me atreví.

– ¿Cuál leyenda? ¡Descreída! El Santo Padre en Roma lo canonizó. A los indios no los hace santos ni Dios Todopoderoso. Todos los santos son güeritos. Ya lo dijo el Santo Padre…

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