– Lo que mande la patrona.
La existencia del ratón me llenó de una extraña euforia. Era como si hubiese descubierto un digno contrincante para la gata de mi madre. Como Tom y Jerry, pues. Crucé miradas con la Lupe. Sus ojos eran como de piedra. Digo, más emoción tiene un semáforo en rush-hour. En cambio, yo abrigué un secreto deseo. Tan ferviente como el de encontrarme de nuevo al guapísimo muchacho del café. Un galán y un ratón. Qué ridículo. El hecho es que me consideré afortunada – la Reina de la Primavera- de tener dos obsesiones donde antes sólo existía en mi vida una pasividad limitada a esperar la muerte de mi madre.
Dios Nuestro señor me oyó, como sin duda dicen que escucha a los desamparados. No sé si yo era de su número, pero así me sentía, de a tiro rascuache, ánima en pena, "vieja quedada", solitaria solterona condenada a vestir santos… Pues he aquí que una noche, de tanto desearlo, se me hizo. Escuché el rumor muy leve, luego el chillido como de cerradura oxidada. Me incorporé en la cama, miré al piso y allí, anidado en una de mis babuchas, estaba el ratoncito.
Me observaba con ojos brillantes. Más luminosos que la noche. Se levantaba sobre las patas traseras y juntaba, como en oración, las de adelante. Éstas eran cortas, las de atrás, más largas. Los bigotes, tiesos. La sonrisa, espontánea. Mi ratoncito me enseñó los fuertes incisivos albeantes. Pero lo más notable eran los ojillos vivaces, nerviosos, atentos.
La presencia del ratón no era, no podía ser gratuita, de a oquis. Quería decirme algo. Quería introducirme a un misterio. Quería guiarme a un mundo secreto, subterráneo, aquí mismo, en mi casa -o sea, la casa de mi madre.
Allí se me iluminó el cocoliso. El ratón se había hecho presente para acompañarme en contra de mi madre y su gata Estrellita. Cada cual -madre e hija- iban a tener su pet, su compañía doméstica, su mascota. Sólo que Estrellita la gata de mi madre podía exhibirse con toda su prepotente vanidad, acurrucada en el regazo emérito, en tanto que mi minúsculo roedor era anónimo y, además, sería secreto. No iba a reposar en mi regazo. Ni siquiera podía mostrarlo, pasearlo, vamos: tutearlo. Sería mi misterio nocturno. Mi compañero ¿O compañera? Como si adivinase mis pensamientos, el ratón se acostó patas arriba y me mostró un diminuto pene, una mínima salchichita escondida entre sus patas traseras pero revelada por su torso pelón, color de rosa. ¿Qué me estaba diciendo?
Creo que supe leer su mirada.
– Yo veo sin ser visto, Leticia. Yo estoy en todas partes pero nadie me ve. Observo.
Se escurrió velozmente.
De allí en adelante procuré atraerlo cada noche depositando al pie de mi cama trocitos de queso manchego. Decidí llamarlo "Dormouse" -lirón- como homenaje a mi lectura infantil de Alicia. Al principio comió con gusto los pedazos de manchego. Al poco tiempo los rechazó con displicencia. Quería algo más. Sus largos incisivos crecían desmesuradamente. Tenía que darle algo más que queso a mi Dormouse. Algo duro.
– Tú que vienes del campo -me atreví a preguntarle a la Lupita-, ¿qué le gusta a los ratones además del queso?
Ella estaba en la cocina, preparando la comida. Cortaba en pedazos un pollo. Limpió rápidamente de carne una de las patas y me ofreció el hueso. Entendí.
El Lirón me agradeció el banquete esa noche. De ahora en adelante sólo los huesos satisfarían la voracidad de sus incisivos. Esto ya lo sabía: un roedor tiene que roer o se muere. Si abandona su vocación, los dientes le perforan el cráneo y le ahogan el gaznate porque el incisivo de un ratón crece hacia arriba y hacia abajo.
La alimentación estaba resuelta, pues. No así el hambre sexual. ¿Qué iba yo a hacer? No me veía a mí misma en safari doméstico buscándole hembra a mi Dormouse. No iba a rebajarme pidiéndole a la criada que le encontrase novia a mi roedor.
Cavilaba mi pequeño dilema sobre un float en Sanborns cuando mi sueño se volvió realidad. Reapareció el chamaco de mis ilusiones. Como la vez anterior, no volteó a mirarme aunque yo lo devoraba con los ojos. Muy llamativamente, en cambio, subía y bajaba una jaula cubierta por un paño grueso, como suele suceder en las prisiones de pájaros. La subía a la mesa y la bajaba a la silla. Y así varias veces.
Luego pagó, se levantó y se fue. Pero abandonó la jaula.
Yo me dije: -Córrele, zonza, esta es tu chance.
Sólo que tuve el talento de tomar la jaula y no correr detrás del muchacho gritándole como babosa, "Joven, se le olvidó una cosa…" Mejor levanté la cobertura para mirar al pajarillo. Detrás de las rejillas no se asomaba un canario, sino una ratoncita blanca.
No lo dudé. Lo confirmé al regresar a casa. Era hembra. ¡Qué sorpresota para el Lirón!
Esa misma noche, con la ratoncita en la jaula, esperé la llegada puntual de mi amigo. Se hizo presente, alerta como siempre. Esa tarde pasó algo que yo le agradecí. Estaba tomando el café con mi madre y su inseparable angora. De repente, algo me distrajo. Mi madre hablaba de dinero, soledades, de la lejana muerte de mi padre, de su odio hacia todo, empezando por mi padre (no daba razones), la política, las criadas, los indios, la gente que se salía de su lugar, los nacos que se vestían mal, las taquimecas que se teñían de güero, el cuico mordelón de la esquina, el afrochofer que pasaba a mil por hora rompiendo la tranquilidad de la calle, etcétera. Su lista de odios era interminable.
Me distrajo la presencia de mi ratón. Me di cuenta de que lo miraba todo sin ser visto por nadie. Estaba allí como si escudriñara la casa, la gente, las costumbres. Ese solo hecho lo convertía en mi compañía secreta, mi confidente, ya no sólo nocturno, sino diario. Él y yo contra doña Emérita y su gata maldita.
La presencia vivaz de Lirón contrastaba con la modorra insultante de Estrellita. Me di cuenta de que los gatos no piensan en nada. Tienen el cerebro vacío. No es que sean misteriosos, como cree la gente. Es que están aislados por su propia estupidez.
Esa noche libré a la ratoncita blanca que abandonó mi galán incógnito para entregársela a mi Dormouse. Se miraron con sorpresa y se fugaron juntos. Era mi victoria. Pequeña, parcial, pero victoria al fin. Estrellita moriría virgen.
Dejé de sonreír.
Igual que yo.
– A ver, Cleopatra de los nopales -le espetó mi mamá a la criada la siguiente tarde-. Prepara un té y unas galletas para el licenciado Pérez. Viene a las cinco de la tarde. Es un hombre chic. Tiene costumbres inglesas. ¿Sabes qué es eso?
– Lo que diga su merced.
– Chic, chic quiere decir refinado, elegante, británico. Todo lo que tú no eres, gatuperia.
– Lo que mande la patrona.
La Lupe se fue a preparar las cosas y mi madre me pidió que la ayudara a llegar al "inodoro" como púdicamente llamaba al gabinete de los hedores. Se desplazaba con dificultad de manera que la llevé hasta el baño, abrazada a la gata, y la esperé un momento. Sentí asco cuando adiviné que mi madre y su gata orinaban al mismo tiempo. Era inconfundible. Dos chorritos distintos.
Salió encorvada, abrazada a la gata. Regresamos al salón a esperar la visita del cegatón halitoso licenciado Pérez. Ya para qué le pedía a mi madre que me excusara. Mi rostro sin sangre revelaba mi fatal destino. O me casaba con el licenciado o no heredaba ni la bacinica de mi mamá.
Cuál no sería, pues, mi sorpresa cuando entró al salón el licenciado José Romualdo Pérez, seguido como siempre por la secretaria de flecos laqueados pero ya no por el diminuto contador de caray camisa carmesíes.
Santo Niño de las Desamparadas. Detrás del licenciado y de la secretaria entró, con elegante portafolios en la mano, mi ilusorio galán del café, mi Rodolfo Valentino de Sanborns, alto, hermoso, su pelo negro largo y reluciente, su piel morena como azúcar sin refinar, su mirada límpida pero seductora…