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– ¿Te gusta mi mujer? ¿La amas?

No respondí.

– Déjame decirte algo, doctor. Sólo puedes convencer a una mujer de que la amas cuando le demuestras que quieres abarcar a su lado el tiempo de la vida. Mejor: todos los tiempos. Los que fueron. También los que no fueron. Los que pudieron ser.

– Es verdad -habló mi alma romántica, mi sueño-. Así se ama.

– ¿Amas a mi mujer?

Luché contra esa alma que se me revelaba súbitamente.

– Acabo de conocerla.

– La conociste hace treinta años -dijo brutalmente, sin transición en las buenas maneras, con un silbido babeante, el ingeniero Emil Baur.

– Está usted loco -me levanté de la cama con violencia.

Mi cuerpo descontrolado se estrelló contra la pared acolchada.

– Usted está muerto -dijo con la más fría sencillez.

Tragué aire. Jorge Caballero, médico graduado de…

– ¿Domicilio?

– Heidelberg.

– Teléfono.

– Está prohibido.

– ¿Quién lo prohíbe?

– Ellos.

– ¿Dónde?

– ¡No sé! -grité-. Sin nombre. El lugar sin nombre. ¡Todo está prohibido! ¡Nadie tiene nombre! ¡Sólo hay números!

– ¿Qué número? ¿Cuántos?

– ¡Cuarenta y cinco!

Quería evitar la mirada de Emil Baur. No pude. Era demasiado poderosa. Yo mismo, ingenuamente, se lo había explicado. Narcolepsia, estado onírico; cataplexia, derrumbe físico sin perder conciencia; hipnosis, el sueño receptivo a la memoria del pasado más olvidado, rechazo de la memoria de lo más actual e inmediato; autohipnosis, primero más sangre que cerebro, enseguida más cerebro que sangre…

Prisionero del desencuentro de memoria y conciencia.

– Escoja el estado que quiera, doctor. Siéntase libre de hacerlo.

– ¿Mi estado? -repliqué con violencia-. Mi estado es normal. Ocúpese de su mujer. Ella es la enferma.

– Ya no puedo ocuparme de ella. Por eso lo traje aquí, doctor.

Emil Baur habló con una sencillez que disfrazaba el frío horror de sus palabras.

– Los dos sufren de la misma enfermedad, doctor. ¿No se da usted cuenta?

– ¿Los dos? -pregunté, desorientado.

– Sí, usted y ella.

– ¿El mismo mal?

– Un mal sin remedio, doctor. La muerte.

7

No entendí la crueldad de Emil Baur hasta el momento en que me ordenó vestirme y bajar con él al gran salón.

Lo hice y estaba a punto de abandonar la recámara de la mujer cuando ella gimió con una voz que parecía el eco lejano de su plegaria menonita, el Sermón de la Montaña:

– Bienaventurados los que padecen persecución, porque suyo es el reino de los cielos.

Sólo que esta vez no repetía una plegaria religiosa, sino una oración personal:

– ¿Te estás yendo? Ya no puedo reconocerte. ¿Me reconocerás tú a mí?

Estas palabras me conmovieron tanto que quise darme media vuelta y regresar a la alcoba.

– Dime algo, por favor, dime lo que sea, no me hagas creer que no existo -dijo ella con voz cada vez más apagada.

Baur me tomó poderosamente del brazo, con un vigor que desmentía su ancianidad, y me alejó de la recámara. La puerta de metal se cerró con estrépito.

El ingeniero no tuvo que esforzarse para guiarme escalera abajo al salón. Yo carecía de fuerzas. Yo carecía de voluntad.

Nos sentamos frente a frente, bajo las miradas inquietantes, absurdas si se quiere, temibles también, de los tres personajes heroicos en la vida de mi anfitrión.

El viejo me miró como si me reconociera. Extraña sensación de desplazamiento. No como el día que acudí profesionalmente a su llamado. Ni siquiera con los ojos demoníacos de su aparición en la recámara de Alberta.

Me miró como me había mirado por primera vez. Hace muchísimo tiempo.

Hubo un largo silencio.

Baur unió las manos nudosas y manchadas. Las uñas se le hundían en la carne. Parecían pezuñas. El lugar olía a mostaza, a aceite rancio, a manteca de puerco, a humo de invierno…

Pasó media hora en que nos mirábamos sin hablar mientras nos observaban Guillermo II, Pancho Villa y Adolf Hitler. Yo no tenía voluntad ni fuerza ni razones. Mi experiencia en la mansión de fin de siglo de Emil Baur me había desposeído de todo.

– No se sienta despojado de nada -sonrió con inexplicable beatitud el sujeto-. Al contrario. Si le place, escoja el destino que más le acomode.

Negué con la cabeza. La abulia me vencía. Me sentí como una página en blanco. Seguramente, Baur lo sabía. Al final de cuentas, yo era un individuo con la libertad -que él acababa de ofrecerme- de escoger su propio destino. Libertad suprema pero indeseable. Cómo añoré en ese instante los movimientos libres del puro azar, la medida de lo jamás previsto que se va filtrando día a día en nuestras vidas, confundido con la necesidad, hasta configurar un destino.

Sólo Baur me daba a entender con todas sus acciones y todas sus palabras que para mí había llegado la hora en que escoger el futuro significaba escoger el pasado.

El viejo ingeniero lanzó una carcajada.

– En 1944 usted, doctor Georg Reiter, era médico auxiliar en el campo de Treblinka en Polonia.

– No.

– Su misión era eliminar a los incapacitados mentales y a los físicamente impedidos.

– No.

– Nunca exterminó a un judío.

– No.

– Pero los judíos no eran las únicas víctimas.

– Gitanos. Comunistas. Homosexuales. Pacifistas. Cristianos rebeldes -repetí de memoria.

– Los menonitas eran una minoría en Alemania. Pero su fe los condenaba. Les estaba prohibido combatir en una guerra.

– Sí.

– El aparato nazi no discriminaba. Un hombre. Una mujer. Menonitas. Pacifistas. Condenados.

– Sí.

– Los campos estaban organizados como la sociedad alemana en su conjunto.

– Sí.

– Los campos eran simplemente una parte especializada del todo social.

– Sí.

– La maquinaria de la muerte no se habría movido sin miles de abogados, banqueros, burócratas, contadores, ferrocarrileros… y doctores.

– Sí.

– Que sin ser criminales, aseguraban la puntualidad del crimen.

– Sí.

– Parte de su obligación era estar presente en la estación cuando llegaba el cargamento.

– ¿El cargamento?

– Los prisioneros.

– Sí. Llegaban prisioneros. Eso lo sabe todo el mundo.

– Usted debía, a ojos vistas, separar a los fuertes de los débiles, a los viejos de los jóvenes, a los hombres de las mujeres, a los padres de los hijos.

– No recuerdo.

– A los superiores se les permitía escoger mujeres para su servicio doméstico. Y para la cama.

– Quizá.

– El corazón le dio un salto cuando la vio llegar a la estación.

– A quién.

– A una mujer de pelo negro y lustroso, suelto porque traía en la mano, con aire de vergüenza altiva, la cofia de su secta. Una mujer de rasgos fuertes, labios gruesos, mentón desafiante.

– Está arriba. Duerme.

– Usted la escogió.

– Sí. La escojo.

– Creyó que era para servir en su casa.

– Lo creímos los dos. Ella y yo.

– Usted sabía que era sólo por un rato. Había que procesar el crimen. Primero los ancianos, luego los niños, las mujeres sólo más tarde, ocupadas entretanto en servir a los jefes y acostarse con ellos.

– Sí.

– Pero ésta era una mujer violenta en defensa de la paz, violenta porque creía profundamente en la revelación religiosa de su fe…

– Sí.

– Igual que nosotros, los alemanes, creíamos violentamente en la revelación espiritual de una patria resucitada, grande, fuerte, bajo un solo führer.

– Eso es.

– Había que cumplir con el deber.

– Así es.

– Aun cuando llegue un momento en que hay que desobedecer a los jefes para obedecer a la conciencia.

– Sí.

– Ella sentía que ser menonita implica confesar públicamente la fe para identificarse realmente con ella.

– Sí. Era terca.

– Usted la escogió.

– Sí, la escojo.

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