Alex no durmió bien esa noche, a pesar de la "ligera merienda". Le bastó un día en la casa de la Ribe ra de San Cosme para que la imaginación diera el paso de más que nos obliga a preguntarnos ¿dónde estoy?, ¿qué hay en esta casa?, ¿normalidad, secreto, miedo, misterio, alucinaciones mías, razones que escapan a las mías?
Era como si cada una de las tías, cada una por su lado, le hubiese susurrado al oído "¿Qué prefieres en nuestra casa? ¿Normalidad, secreto, miedo, misterio?"
Cerró los ojos y regresó a su mente la palabra "pesadilla". Se le quedó en la cabeza más que nada por fea. Cauchemar es una bella palabra, también nightmare. Pesadilla indicaba indigestión, malos humores, enfermedad… Palabra malsana.
– ¿Qué prefieres en nuestra casa? Normalidad, secreto, miedo, misterio…
Alex cerró los ojos.
– Que suceda lo que suceda.
Y añadió, casi como en un sueño:
– Escoger es una trampa.
Zenaida se presentó a la hora del desayuno en la cocina, minutos después de que Pancha la india se fuese… Alex no oyó ni a la una ni a la otra. Sonrió saboreando los huevos rancheros. Aquí todas se movían de puntitas, casi como en el aire. É, como para corroborar su idea, pegó duro con los tacones sobre las baldosas de la cocina. Algo se quebró. Este piso de frágiles baldosas no resistió. El fino ladrillo se había roto. Alex sintió culpa y se agachó para unir las mitades quebradas.
Fue cuando entró doña Zenaida sin hacer ruido. -Chamaquito de mi corazón, ¿qué haces allí en cuatro patas?
Alex levantó, sonrojado, la mirada.
– Creo que cometí un estropicio.
Zenaida sonrió -Todos los niños rompen cosas. Es normal. No te preocupes.
Señaló con la mano hacia el jardín polvoso, donde los muchachos jugaban fútbol.
– Míralos. Qué felices. Qué inocentes.
Pero no los miraba a ellos. Miraba al sobrino. -¿No se te antoja salir a jugar con ellos?
– ¡Tía! -exclamó Alex con fingida sorpresa-. Ya estoy muy grandecito.
– ¿Los niños grandes no juegan fútbol?
– Bueno -Alex recobró la calma-. Sí. Claro que sí. Pero generalmente son profesionales.
– ¡Ay, santo mío! -suspiró la vieja-. ¿Nunca sientes ganas de salir a jugar con los niños?
Alex reprimió la respuesta irónica que ella no hubiera entendido. En esta época de pedófilos… La inocente mirada de la tía Zenaida le vedaba al sobrino bromas e ironías.
– Creo que debo pensar seriamente en encontrar trabajo.
Ella acercó la cabecita blanca al hombro de Alex.
– No hay prisa, mocosito. Toma tu tiempo. Acostúmbrate a la altura…
Alex casi rió al escuchar esta razón. La siguiente le borró la sonrisa.
– Estamos tan solas, tu tía Serena y yo… Alex le acarició la mano. No se atrevió a tocarle le cabeza.
– No se preocupe, tía Zenaida. Todo a su debido tiempo.
– Sí, tienes razón. Hay tiempo para todo.
– Tiempo para vivir y tiempo para morir -citó Alex con una sonrisa.
– Y tiempo para amar -suspiró la tía, acariciando la cabeza de Alex.
La tía se retiró. Se volteó antes de cruzar la puerta y le dijo al sobrino "adiós" con los dedos de una mano, juguetona y regordeta.
Alejandro de la Guardia se quedó cavilando. ¿Qué iba a hacer el día entero? No podía alegar más la excusa del jet-lag. Y las palabras de la tía Zenaida -"tiempo para amar"-, lejos de tranquilizarlo, le producían una leve inquietud. Casi la zozobra. Después de todo, él era un extraño -para las tías, para la casa, para la ciudad- y acaso ellas tenían razón, él debía salir a la calle, ambientarse, saludar a la gente, jugar fútbol con los niños del parque…
Pero sólo debía salir por la puerta de atrás para que la gente supiera que las señoritas Escandón "seguían vivas", es decir, enmendando a doña Zenaida y acudiendo a las razones de doña Serena, "para que crean que la casa no está deshabitada".
La mente cartesiana de este antiguo alumno de liceo no conseguía conciliar la contradicción. Si querían que la gente supiera que ellas estaban vivas, que la casa no estaba deshabitada, lo natural es que él saliese por la puerta principal. No a hurtadillas, por detrás, como Panchita la criada sordomuda.
Decidió poner la contradicción a prueba. Abrió la puerta trasera y salió al polvoso parque público donde un grupo de niños jugaba fútbol. Apenas pisó campo, los muchachos detuvieron el juego y miraron fijamente a Alex. El recién llegado les sonrió. Uno de los chicos le aventó la pelota. Alex, instintivamente, le dio una patada al balón. Lo recibió uno de los chicos. Se lo devolvió. Alex distinguió los endebles postes de la meta. Con un fuerte puntapié, dirigió la pelota a la portería.
– ¡Gol! -gritaron al unísono los chicos.
Alex se dio cuenta de que no había portero en el arco. Su triunfo había sido demasiado fácil. Pero este simple acto lo unió sin remedio al juego infantil del barrio. Incluso se sintió contento, recompensado, como si esta situación imprevista le diese una ocupación inmediata, lo salvase de la abulia que parecía dominar la casa de las señoritas Escandón, le diese -se sorprendió pensándolo- una misión en la vida. Jugar fútbol. O simplemente, jugar.
Cuando recibió la pelota con un cabezazo, tuvo que levantar la vista.
La tía Serena lo observaba, con la cara adusta desde una ventana del segundo piso.
Desde otra ventana, también lo miraba la tía Zenaida. Pero ella sonreía beatíficamente.
Más tarde, cuando se disponía a almorzar con doña Zenaida, llegó al vestíbulo y escuchó el terrible rumor que venía del segundo piso. Se detuvo al pie de la escalera. No entendió lo que pasaba. Sí, las dos ancianas disputaban, pero sus voces eran como un eco lejano o las del fondo de un túnel. Alex escuchó dos portazos, un lejano sollozo. Supo que la tía Zenaida, esta vez, no lo acompañaría a almorzar.
Se dirigió al comedor. El servicio estaba puesto. Un caldo de hongos bajo la tapadera de metal de la sopera más el habitual platón de carnes frías, amén de otro lleno de las deliciosas frutas, que él nunca había probado antes, del trópico mexicano.
Regresó a la recámara después de comer, leyó a Musset y sintió la tentación de escribir algo, inspirado por las Confesiones de un hijo del siglo. Se sentó en el pupitre. Sabía que estaba vacío. Pero un movimiento normal en el asiento le bastó para darse cuenta de que algo se movía bajo la tapa del escritorio.
La levantó. Había allí unos cuadernos. Los revisó rápidamente. Eran libros infantiles para colorear. Es más, los crayones estaban, sueltos, dentro del pupitre.
Alex sonrió. Qué ocurrencia. Y qué nuevo misterio. ¿Se había equivocado ayer, agobiado por el jet-lag, cuando revisó el pupitre? ¿Una de las hermanas -seguramente Zenaida- había devuelto a su lugar estos cuadernos y lápices? ¿Para qué? En esta casa nunca habían vivido niños.
Y los cuadernos -los hojeó- eran modernos, impresos hace apenas quince años, lo vio en la página de edición.
El autor era él.
Aventuras de un niño francés en México por Alejandro de la Guardia.
Las hojas estaban en blanco.
La razón lo abandonó por completo. Es más, sin razón, sintió miedo. Se recostó en el catre. Se cubrió los ojos con la almohada. Se tranquilizó. Esperó la hora de la cena. Todo se aclararía.
La tía Serena no acudió a la cena. Alex esperó diez minutos. Quince… Sentado a la mesa, sólo vio los restos de la comida del mediodía. La sopa estaba fría. Las carnes también, pero tenían el aspecto desagradable de ser sobras, comidas a medias, pedazos de grasa arrancados con garras al lomo de algún animal y desechados con asco.
Se sintió alarmado. Un grave silencio embargaba la casa. El joven se encaminó a la escalera con pasos tímidos. Nunca había subido al segundo piso. Ellas no lo habían invitado. Él era un chico bien educado.