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– Leticia, mi amor. Esta manada de ratas desciende de tus queridos pets. Tienes que escoger.

Me acarició la cabeza.

– Mejor duerme, mi amor. Estás muy alterada.

Traté. Quizás lo logré por algunas horas. Me agitaba inquieta. Adolorida porque veía en sueños a mi adorable pareja de ratones convertida en verdadera manada de ratas.

Avergonzada porque desperté con las piernas abiertas, muy separadas, con mi sexo expuesto al aire y la sensación de que un enorme sexo de hombre me penetraba.

Me incorporé, decidida a ayudar a mi hacendoso marido en sus tareas domésticas. ¿Por qué me mimaba tanto? ¿Por qué me pedía: Quédate en cama. Descansa. Yo lo hago todo?

Y me guiñaba un ojo, con su encanto de movie star: -Todo.

¡Solterona agradecida!

Me aventuré por los espacios, tan familiares, de la casa. Evoqué, en contra de mi felicidad actual, los años de mi desgracia bajo la tiranía de mi madre y encontré a Florencio en la sala en cuatro patas, levantando con una pica las baldosas. Afiebrado, intenso.

– ¡Florencio! ¿Qué haces?

No pudo evitar un sobresalto.

– Caray, no me asustes -sonrió enseguida-. Mira, estos ladrillos están muy viejos y quebradizos. Vamos a reponerlos.

– Está bien -le dije sin demasiada convicción-. Déjame ayudarte.

Una irritación inesperada brotó en la voz y en la mirada de mi esposo.

– No me haces falta -dijo con una grosería que me arrancó lágrimas y me devolvió, chillando, a la recámara nupcial.

Chillando. Por primera vez desde que nos casamos, Florencio no regresó a la cama. ¿Qué pasaba? No quería averiguarlo. Era mi culpa. Lo había irritado con mi tono posesivo, como si ahora la casa no nos perteneciera a los dos… Yo era una imprudente. No sabía tratar a un hombre. No tenía experiencia. Desde el primer día se lo dije.

– Florencio, estoy en tus manos. Enséñame a vivir.

Ya sé que esto sonaba a tango de doña Libertad Lamarque, "Ayúdame a vivir". Me arrullé, en efecto, ronroneando melodías de la Dama del Tango hasta quedarme dormida.

Me despertó, de nuevo, el chirrido múltiple del patio. Salí en camisón al corredor y vi no sólo a la masa gris de roedores agitándose en el patio, sino a la vanguardia de la ratiza subiendo, amenazante, por los primeros peldaños de la escalinata de fierro.

Grité horrorizada. Corrí descalza en busca de Florencio. Lo encontré hincado en la sala. O lo que quedaba de la sala. Todo el piso había sido levantado. El salón de mi madre parecía una de esas calles de la ciudad en estado de perpetua reparación.

– Florencio -murmuré.

Él dio un salto y tapó con ambas manos un hoyo de la sala.

Su rostro culpable era desmentido por la voz ronca. -¿Qué quieres? ¿No te he ordenado que te quedes en tu cama?

– Florencio, quiero saber qué pasa.

Admito que esta vez me miró con ternura. -Leticia, una casa tan vieja como esta esconde muchos secretos, cuenta muchas vidas. Las casas tienen historias. A veces, no son historias amables…

– ¿Vas a contarme qué es mi propia casa? Mi casa, Florencio, no la tuya… -respondí con arrogancia involuntaria.

– Desgraciada -me miró ferozmente, hincado. -¿Desgraciada? -repetí, incrédula.

– Sí -dijo mi marido asentado sobre el piso en ruinas-. Sin gracia. Insípida. Ignorante. Escuálida. Flaca. Chaparra. Nalgas aguadas. Celulitis. Chichis de limosnera. ¿Qué más quieres saber, pendeja?

Lanzó una ofensiva carcajada. -Cabeza de chorlito. Sexo de chisguete.

Corrí confusa, amedrentada, humillada, de regreso a mi cuarto. Cerré con llave la puerta. Me arrojé llorando a la cama. Por segunda noche consecutiva me sentí poseída por un intruso invisible y el llanto fue mi canción de cuna.

Creó que soñé mi vida, tratando de urdir una trama inteligible, la muerte de mi madre, mi matrimonio con Florencio, la trampa del testamento, Florencio ocultando algo hallado bajo el piso de ladrillo de la sala, indiferente a su ridícula postura, tirado de espaldas, extendiendo las manos y los pies para ocultar algo, algo, algo escondido bajo las baldosas, ridículo y desafiante, cómico e insultante, ¿me merecía yo esto, qué había hecho mal? Como siempre, me culpé a mí misma, dejando que desfilaran por mis sueños todos los incidentes de mi vida, todos los enigmas jamás resueltos, sabiendo allí mismo que nunca sabría la verdad sobre la ausencia de mi padre, los anteojos oscuros de mi madre, sus ojos idénticos a los de la gata Estrellita, uno azul y otro amarillo, los meados compartidos de mi madre doña Emérita y de la gata doña Estrellita, la doble condición de la gata Guadalupe, criada y virgencita, el doble carácter de Florencio, tan cariñoso ayer, tan cruel hoy, poseyéndome carnal pero también espiritualmente, porque era él el invisible fantasma que me visitaba, ahora, en mi soledad de piernas abiertas… eso lo sabía… Vaya, que hasta llegué a soñar con el licenciado José Romualdo Pérez disfrutando en Cancún su luna de miel con la secretaria de los flecos tiesos y los muslos gordos… Quizás era el único feliz. Pérez. Licenciado. Engañado por Florencio. Testamento. Falso. Falsos los testigos, la taquimeca y el reaparecido zotaco de la cara y camisa moradas. Falso. Todo era falso…

Esa noche no me despertaron las ratas en el patio. Las ratas no habían logrado ascender a las habitaciones. Di gracias. Amaneció. Tenía hambre. ¿Dónde dormía Florencio? ¿Acaso soñé todos los horrores de anoche? Quería convencerme de esto. El silencio ambiente me reconfortaba. Me sentí a gusto. Nice. Entré a la cocina y pegué un grito.

Un esqueleto vestido de negro -saco, pantalón, corbata, cuello talar- estaba sentado a la cabecera de la mesa. A su lado, Florencio bebía una humeante taza de té.

– Te presento a tu padre, Leticia.

El grito se me atragantó.

– Cuando te digo que una casa antigua guarda muchísimos secretos…

Me miró con su nueva insolencia.

– ¿Quieres saber la historia? Era un cura renegado, obligado a casarse para no ser fusilado durante la persecución de Calles. Escogió a tu madre por católica… y por rica. Doña Emérita no sabía quién era su marido. Cuando se enteró de que estaba casada con un sacerdote, lo envenenó y lo enterró bajo el piso de la sala.

Sorbió el café. -Tú acababas de nacer y el cura se atrevió a decir la verdad. Los huesos no huelen. Tus ratones me guiaron hasta el lugar. Ellos sí tienen el instinto de hallar huesos viejos… Huesos, pero no dinero…

Soltó una carcajada mirando mi cara de idiota. -Cuando te cuento que una casa vieja está llena de viejas historias…

Salí corriendo de regreso a mi refugio, a mi recámara.

Oí la voz burlona de mi marido desde el comedor:

– Hay más sorpresas, Leti. Prepara tu ánimo. Esta es sólo la primera…

Un gruñido feroz me recibió en el corredor.

Por el patio se paseaba con pisadas silenciosas, pero con amenaza en cada movimiento, un leopardo blanco, blanco como la detestada Estrellita, un leopardo infame, con un ojo azul y otro amarillo, dirigiéndome miradas brutas, temibles pero idiotas, cerradas a todo acercamiento doméstico, inmune a toda caricia, un leopardo de fuerza sinuosa, musculatura invencible, nariz corta y concentrada para olerlo todo, desgajado de sus hábitos nocturnos para sorprenderme de mañana, dueño de una garganta profunda que le permite rugir, rugir como lo hace ahora, encaminándose a la escalera del patio, subiendo lentamente, sin dejar de rugir, a mi acecho, a sabiendas de que no tengo dónde esconderme, de que tumbará cualquier puerta con su bruto poder, de que acaso vamos a morir juntos porque el centro del patio estalla en llamas -es mi único consuelo, que la maldita casa se incendie.

Miró hacia la puerta cochera de la casa como si, naturalmente, buscase la salida.

Allí están los dos, Florencio mi marido y Guadalupe La Chapetes. Me miran. Se abrazan. Se besan sólo para humillarme. No. Me equivoco. Avanzan tomados de las manos al centro del patio donde las llamas arden.

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