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– Los árabes pasaron siete siglos en España. La mitad de nuestro vocabulario castellano es árabe…

Como si ella no lo supiera. Almohada, alberca, alcachofa -se adelantó ella, riendo-. Alfil… -culminó la enumeración, moviendo la pieza sobre el tablero.

Es que después de horas en la oficina de la VW regresaba a la bella casona como a un mundo eterno donde todo podía suceder varias veces sin que la pareja -ella y yo- sintiésemos la repetición de las cosas. O sea, esta noticia sobre la herencia morisca de México ella la sabía de memoria y no me reprochaba la inútil y estúpida insistencia.

– Ay, Esteban, dale que dale -me decía mi madre, q.e.p.d.-. Ya me aburriste. No te repitas todo el día.

Calixta sólo murmuraba: -Alfil -y yo entendía que era una invitación cariñosa y reiterada a pasar una hora jugando ajedrez juntos y contándonos las novedades del día. Sólo que mis novedades eran siempre las mismas y las de ella, realmente, siempre nuevas.

Ella sabía anclarse en una rutina -el cuidado de la casa y sobre todo, del jardín- y yo le agradecía esto, la admiraba por ello. Poco a poco fueron desapareciendo los feos manchones de humedad, apareciendo maderas más claras, luces inesperadas. Calixta mandó restaurar el cuadro principal del vestíbulo de entrada, una pintura oscurecida por el tiempo, y prestó atención minuciosa al jardín. Cuidó, podó, distribuyó, como si en este vergel del alto trópico mexicano ella tuviese la oportunidad de inventar un pequeño paraíso inimaginable en Minnesota, una eterna primavera que la vengase, en cierto modo, de los crudos inviernos que soplan desde el Lago Superior.

Yo apreciaba esta precisa y preciosa actividad de mi mujer. Me preguntaba, sin embargo, qué había pasado con la ávida estudiante de literatura que recitaba a Sor Juana y a Anne Bradstreet bajo las arcadas del zócalo.

Cometí el error de preguntarle.

– ¿Y tus lecturas?

– Bien -respondió ella bajando la mirada, revelando un pudor que ocultaba algo que no escapó a la mirada ejecutiva del marido.

– ¿No me digas que ya no lees? -dije con fingido asombro-. Mira, no quiero que los quehaceres domésticos…

– Esteban -ella posó una mano cariñosa sobre la mía-. Estoy escribiendo…

– Bien -respondí con una inquietud incomprensible para mí mismo.

Y luego, amplificando el entusiasmo: -Digo, qué bueno…

Y no se dijo más porque ella hizo un movimiento equivocado sobre el tablero de ajedrez. Yo me di cuenta de que el error fue intencional.

Se sucedieron las noches y comencé a pensar que Calixta cometía errores de ajedrez apropósito para que yo ganara siempre. ¿Cuál era, entonces, la ventaja de la mujer? Yo no era ingenuo. Si una mujer se deja derrotar en un campo, es porque está ganando en otro…

– Qué bueno que tienes tiempo de leer. Moví el alfil para devorar a un peón.

– Dime, Calixta, ¿también tienes tiempo de escribir?

– Caballo-alfil-reina.

Calixta no pudo evitar el movimiento de éxito, la victoria sobre el esposo -yo- que voluntariamente o por error me había expuesto a ser vencido. Distraído en el juego, me concentré en la mujer.

– No me contestas. ¿Por qué?

Ella alejó las manos del tablero.

– Sí. Estoy escribiendo.

Sonrió con una mezcla de timidez, excusa y orgullo.

Enseguida me di cuenta de mi error. En vez de respetar esa actividad, si no secreta, sí íntima, casi pudorosa, de mi mujer, la saqué al aire libre y le di a Calixta la ventaja que hasta ese momento, ni profesional ni intelectualmente, le había otorgado. ¿Qué hizo ella sino contestar a una pregunta? Sí, escribía. Pudimos, ella y yo, pasar una vida entera sin que yo me enterase. Las horas de trabajo nos separaban. Las horas de la noche nos unían. Mi profesión nunca entró en nuestras conversaciones conyugales. La de ella, hasta ese momento, tampoco. Ahora, a doce años de distancia, me doy cuenta de mi error. Yo vivía con una mujer excepcionalmente lúcida y discreta. La indiscreción era sólo mía. Iba a pagarla caro.

– ¿Sobre qué escribes, Calixta?

– No se escribe sobre algo -dijo en voz muy baja-. Sencillamente, se escribe. -Respondió jugando con un cuchillo de mantequilla.

Yo esperaba una respuesta clásica, del estilo "escribo para mí misma, por mi propio placer". No sólo la esperaba. La deseaba.

Ella no me dio gusto.

– La literatura es testigo de sí misma.

– No me has respondido. No te entiendo.

– Claro que sí, Esteban -soltó el cuchillo-. Todo puede ser objeto de la escritura, porque todo puede ser objeto de la imaginación. Pero sólo cuando es fiel a sí misma la literatura logra comunicar…

Su voz iba ganando en autoridad.

– Es decir, une su propia imaginación a la del lector. A veces eso toma mucho tiempo. A veces es inmediato.

Levantó la mirada del mantel y los cubiertos.

– Ya ves, leo a los poetas españoles clásicos. Su imaginación conectó enseguida con la del lector. Quevedo, Lope. Otros debieron esperar mucho tiempo para ser entendidos. Emily Dickinson, Nerval. Otros resucitaron gracias al tiempo. Góngora.

– ¿Y tú? -pregunté un poco irritado por tanta erudición.

Calixta sonrió enigmáticamente.

– No quiero ver ni ser vista.

– ¿Qué quieres decir?

Me contestó como si no me escuchara. -Sobre todo, no quiero escucharme siendo escuchada. Perdió la sonrisa.

– No quiero estar disponible.

Yo perdí la mía.

Desde ese momento convivieron en mi espíritu dos sentimientos contradictorios. Por una parte, el alivio de saber que escribir era para Calixta una profesión secreta, confesional. Por la otra, la obligación de vencer a una rival incorpórea, ese espectro de las letras… La resolví ocupando totalmente el cuerpo de Calixta. La confesión de mi mujer -"Escribo"- se convirtió en mi deber de poseerla con tal intensidad que esa indeseada rival quedase exhausta.

Creo que sí, fatigué el cuerpo de mi mujer, la sometí a mi hambre masculina noche tras noche. Mi cabeza, en la oficina, se iba de vacaciones pensando…

"¿Qué nuevo placer puedo darle? ¿Qué posición me queda por ensayar? ¿Qué zona erógena de Calixta me falta por descubrir?"

Conocía la respuesta. Me angustiaba saberla. Tenía que leer lo que mi mujer escribía.

– ¿Me dejas leer algunas de tus cosas?

Ella se turbó notablemente.

– Son ensayos apenas, Esteban.

– Algo es algo, ¿no?

– Me falta trabajarlos más.

– ¿Perfeccionarlos, quieres decir?

– No, no -agitó la melena-. No hay obra perfecta.

– Shakespeare, Cervantes -dije con una sorna que me sorprendió a mí mismo porque no la deseaba.

– Sí -Calixta removió con gran concentración el azúcar al fondo de la taza de café-. Sobre todo ellos. Sobre todo las grandes obras. Son las más imperfectas.

– No te entiendo.

– Sí -se llevó la taza a los labios, como para sofocar sus palabras-. Un libro perfecto sería ilegible. Sólo lo entendería, si acaso, Dios.

– O los ángeles -dije aumentando la sintonía de mi indeseada sorna.

– Quiero decir -ella continuó como si no me oyese, como si dialogase solitariamente, sin darse cuenta de cuánto me comenzaba a irritar su sabihondo monólogo-, quiero decir que la imperfección es la herida por donde sangra un libro y se hace humanamente legible…

Insistí, irritado. -¿Me dejas leer algo tuyo? Asintió con la cabeza.

Esa noche encontré los tres cuentos breves sobre mi escritorio. El primero trataba del regreso de un hombre que la mujer creía perdido para siempre en un desastre marino. El segundo denunciaba -no había otra palabra- una relación amorosa condenada por una sola razón: era secreta y al perder el secreto y hacerse pública, la pareja, insensiblemente, se separaba. El tercero, en fin, tenía como tema ni más ni menos que el adulterio y respaldaba a la esposa infiel, justificada por el tedio de un marido inservible…

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