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Derrumbar la casa sería derrumbar su existencia entera…

Su oscuro origen (o su gélida razón sin concesiones sentimentales) excluía de la casona de piedra gris, separada de la calle por un brevísimo jardín desgarbado que conducía a una escalinata igualmente corta, toda referencia de tipo familiar. En vano se buscarían fotografías de mujeres, padres, hijos, amigos. En cambio, abundaban los artículos de decoración fuera de moda que le daban a la casa un aire de almacén de anticuario. Floreros de Sévres, figurines de Dresden, desnudos de bronce y bustos de mármol, sillas raquíticas de respaldos dorados, mesitas del estilo Biedermayer, una que otra intrusión de lámparas art nouveau, pesados sillones de cuero bruñido… Una casa, en otras palabras, sin un detalle de gusto femenino.

En las paredes forradas de terciopelo rojo se encontraban, en cambio, tesoros artísticos que, vistos de cerca, dejaban apreciar un común sello macabro. Grabados angustiosos del mexicano Julio Ruelas: cabezas taladradas por insectos monstruosos. Cuadros fantasmagóricos del suizo Henry Füssli, especialista en descripción de pesadillas, distorsiones y el matrimonio del sexo y el horror, la mujer y el miedo…

– Imagínese -me sonreía el abogado Zurinaga-. Füssli era un clérigo que se enemistó con un juez que lo expulsó del sacerdocio y lo lanzó al arte…

Zurinaga juntó los dedos bajo el mentón.

– A veces, a mí me hubiese gustado ser un juez que se expulsa a sí mismo de la judicatura y es condenado al arte… -Suspiró-. Demasiado tarde. Para mí la vida se ha convertido en un largo desfile de cadáveres… Sólo me consuela contar a los que aún no se van, a los que se hacen viejos conmigo…

Hundido en el sillón de cuero gastado por los años y el uso, Zurinaga acarició los brazos del mueble como otros hombres acarician los de una mujer. En esos dedos largos y blancos, había un placer más perdurable, como si el abogado dijese: -La carne perece, el mueble permanece. Escoja usted entre una piel y otra…

El patrón estaba sentado cerca de una chimenea encendida de día y de noche, aunque hiciese calor, como si el frío fuese un estado de ánimo, algo inmerso en el alma de Zurinaga como su temperatura espiritual.

Tenía un rostro blanco en el que se observaba la red de venas azules, dándole un aspecto transparente pero saludable a pesar de la minuciosa telaraña de arrugas que le circulaban entre el cráneo despoblado y el mentón bien rasurado, formando pequeños remolinos de carne vieja alrededor de los labios y gruesas cortinas en la mirada, a pesar de todo, honda y alerta -más aún, quizás, porque la piel vencida le hundía en el cráneo los ojos muy negros.

– ¿Le gusta mi casa, licenciado?

– Por supuesto, don Eloy.

– A dreary mansion, large beyond all peed… repitió con ensoñación insólita el anciano abogado, rara avis de su especie, pensé al oírlo, un abogado mexicano que citaba poesía inglesa… El viejo volvió a sonreír.

– Ya ve usted, mi querido Yves Navarro. La ventaja de vivir mucho es que se aprende más de lo que la situación autoriza.

– ¿La situación? -pregunté de buena fe, sin comprender lo que quería decirme Zurinaga.

– Claro -unió los largos dedos pálidos-. Usted desciende de una gran familia, yo asciendo de una desconocida tribu. Usted ha olvidado lo que sabían sus antepasados. Yo he decidido aprender lo que ignoraban los míos.

Alargó la mano y acarició el cuero gastado y por eso bello del cómodo sillón. Yo reí.

– No lo crea. El hecho de ser hacendados ricos en el siglo XIX no aseguraba una mente cultivada. ¡Todo lo contrario! Una hacienda pulguera en Querétaro no propiciaba la ilustración de sus dueños, esté seguro.

Las luces de los troncos ardientes jugaban sobre nuestras caras como resolanas turbias.

– A mis antepasados no les interesaba saber -rematé-. Sólo querían tener.

– ¿Se ha preguntado, licenciado Navarro, por qué duran tan poco las llamadas "clases altas" en México?

– Es un signo de salud, don Eloy. Quiere decir que hay movilidad social, desplazamientos, ascensos. Permeabilidad. Los que lo perdimos todo -y teníamos mucho- en la Revolución, no sólo nos conformamos. Aplaudimos el hecho.

Eloy Zurinaga apoyó el mentón sobre sus manos unidas y me observó con inteligencia.

– Es que todos somos coloniales en América. Los únicos aristócratas antiguos son los indios. Los europeos, conquistadores, colonizadores, eran gente menuda, plebe, expresidiarios… Las líneas de sangre del Viejo Mundo, en cambio, se prolongan porque no sólo datan de hace siglos, sino porque no dependen, como nosotros, de migraciones. Piense en Alemania. Ningún Hohenstauffen ha debido cruzar el Atlántico para hacer fortuna. Piense en los Balcanes, en la Europa Central… Los Arpad húngaros datan de 886, ¡por San Esteban! El gran zupán Vladimir unió a las tribus serbias desde el noveno siglo y la dinastía de los Numanya gobernó desde 1196 del país de Zeta a la región de Macedonia. Ninguno necesitó hacer la América…

Toda conversación con don Eloy Zurinaga era interesante. La experiencia me decía también que el abogado nunca hablaba sin ninguna intención ulterior, clara, mediatizada por toda suerte de referencias. Ya lo dije: con nadie es abrupto, ni con los inferiores ni con los superiores, aunque, siendo tan superior él mismo, Zurinaga no admite a nadie por encima de él. Y a los que están por debajo, ya lo dije también, les presta atención cortés.

No me sorprendió que, después de este amable preámbulo, mi jefe fuese al grano.

– Navarro, quiero hacerle un encargo muy especial.

Accedí con un movimiento de la cabeza

– Hablábamos de la Europa Central, de los Balcanes.

Repetí el movimiento.

– Un viejo amigo mío, desplazado por las guerras y revoluciones, ha perdido sus propiedades en la frontera húngaro-rumana. Eran tierras extensas, dotadas de alcázares en ruinas. Lo cierto (dijo Zurinaga con cierta tristeza) es que la guerra sólo exterminó lo que ya estaba muerto…

Ahora lo miré inquisitivamente.

– Sí, usted sabe que no es lo mismo ser dueño de la propia muerte que ser víctima de una fuerza ajena… Digamos que mi buen amigo era el amo de su propia decadencia nobiliaria y que ahora, entre fascistas y comunistas, lo han despojado de sus tierras, de sus castillos, de sus…

Por primera vez en nuestra relación sentí que don Eloy Zurinaga titubeaba. Incluso noté un nervio de emoción en su sien.

– Perdone, Navarro. Son los recuerdos de un viejo. Mi amigo y yo somos de la misma edad. Imagínese, estudiamos juntos en la Sorbona cuando el derecho, así como las buenas costumbres, se aprendían en francés. Antes de que la lengua inglesa lo corrompiese todo -concluyó con un timbre amargo.

Miró al fuego de la chimenea como para templar su propia mirada y prosiguió con la voz de siempre, una voz de río arrastrando piedras.

– El caso es que mi viejo amigo ha decidido instalarse en México. Ya ve usted con qué facilidad caen las generalizaciones. La casa señorial de mi amigo data de la Edad Media y sin embargo, aquí lo tiene, buscando techo en la Ciudad de México.

– ¿En qué puedo servirle, don Eloy? -me apresuré a decirle.

El viejo observó sus manos trémulas acercadas al fuego. Lanzó una carcajada.

– Mire lo que son las cosas. Normalmente, estos asuntos los atiende Dávila quien, como sabemos, cumple en este momento deberes más placenteros. Y Uriarte, francamente, ne sy connaít pas trop… Bueno, el hecho es que le voy a encargar a usted que le encuentre techo a mi transhumante amigo…

– Con gusto, pero yo…

– Nada, nada, no sólo es un favor lo que le pido. También tomo en cuenta que usted es de madre francesa, habla la lengua y conoce la cultura del Hexágono. Ni mandado hacer para entenderse con mi amigo.

Hizo una pausa y me miró cordialmente.

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