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Miró intensamente con sus ojos negros bajo la corona de pelo rubio y ensortijado.

– Adán cayó. Mas luego, ascendió.

De manera que tenía que vérmelas con un iluminado, un Niño Fidencio universitario, un embaucador religioso. Me encogí, involuntariamente, de hombros. Si esto aliviaba a la pobre Calixta, tant mieux, como decía mi afrancesada madre. Lo que comenzó a atormentarme era algo más complicado. Era mi sorpresa. Mientras yo la acabé odiando, otro ya la estaba queriendo. Y esa atención tan tierna de Miguel Asmá hacia Calixta me hizo dudar por un instante. ¿Podría yo volver a quererla? Y algo más insistente. ¿Qué le veía Miguel a Calixta que yo no le veía ya?

De estas preguntas me distrajo algo más visible aunque acaso más misterioso. En pocas semanas, a las órdenes de Miguel Asmá y sus entusiastas colaboradores -Ponciano el viejo jardinero, Hermenegilda la criada obviamente enamoriscada del bello intruso y aun la maternal doña Cuca, rebosante de instinto-, el potrero enmarañado en que se había convertido el jardín revertía a una belleza superior a la que antes era suya.

Como el jardín se inclinaba del alfiz que enmarcaba la puerta de entrada al alfaque que Calixta observaba el día entero como si por ese banco de arena fluyese un río inexistente, Miguel Asmá fue escalonando sabiamente el terreno a partir del patio con su fuente central, antes seca, ahora fluyente. Un suave rumor comenzó a reflejarse sutilmente, tranquilamente, en el rostro de mi esposa.

Con arduo pero veloz empeño, Miguel y su compañía -¡mis criados, nada menos!- trabajaron todo el jardín. Debidamente podado y escalonado, empezó a florecer mágicamente. Narcisos invernales, lirios primaverales, violetas de abril, jazmín y adormideras, flores de camomila en mayo convirtiéndose en bebida favorita de Calixta. Azules alhelíes, perfumados mirtos, rosas blancas que Miguel colocaba entre los cabellos grises de Calixta Brand, jajá.

Estupefacto, me di cuenta de que el joven Miguel había abolido las estaciones. Había reunido invierno, primavera, verano y otoño en una sola estación. Me vi obligado a expresarle mi asombro.

Él sonrió como era su costumbre. -Recuerde, señor Durán, que en el valle de Puebla, así como en todo el altiplano mexicano, coexisten los cuatro tiempos del año…

– Has enlistado a todo mi servicio -dije con mi habitual sequedad.

– Son muy entusiastas. Creo que en el alma de todo mexicano hay la nostalgia de un jardín perdido -dijo Miguel rascándose penosamente la espalda-. Un bello jardín nos rejuvenece, ¿no cree usted?

Bastó esta frase para enviarme a mi dormitorio y mirar la foto antigua de Calixta. Perdía vejez. Iba retornando a ser la hermosa estudiante de las Ciudades Gemelas de Minnesota de la que me enamoré siendo ambos estudiantes. Dejé caer, asombrado, el retrato. Me miré a mí mismo en el espejo del baño. ¿Me engañaba creyendo que a medida que ella rejuvenecía en la foto, yo envejecía en el espejo?

No sé si esta duda, transformándose poco a poco en convicción, me llevó una tarde a sentarme junto a Calixta y decirle en voz muy baja:

– Créeme, Calixta. Ya no te deseo a ti, pero deseo tu felicidad…

Miguel el jardinero y doctor levantó la cabeza agachada sobre un macizo de flores y me dijo:

– No se preocupe, don Esteban. Seguro que Calixta sabe que ya han desaparecido todas las amenazas contra ella…

Era estremecedor. Era cierto. La miré sentada allí, serena, envejecida, con un rostro que se empeñaba en ser noble pese a la destrucción maligna de la enfermedad y el tiempo. Su mirada hablaba por ella. Su mirada escribía lo que traía dentro del alma. Y la pregunta de su espíritu a mí era: "Ya no soy bella como antes. ¿Es esta razón para dejar de amarme? ¿Por qué Miguel Asmá sabe amarme y tú no, Esteban? ¿Crees que es culpa mía? ¿No aceptas que tampoco es culpa tuya porque tú nunca eres culpable, tú sólo eres indolente, arrogante?"

Miguel Asmá completó en voz alta el pensamiento que ella no podía expresar.

– Se pregunta usted, señor, qué hacer con la mujer que amó y ya no desea, aunque la sigue queriendo…

¡Cómo me ofendió la generosidad del muchacho! No sabía su lugar…

“Pon siempre a los inferiores en su sitio” -me aconsejaba mi madre, q.e.p.d.

– No entiendes -le dije a Miguel-. No entiendes que antes yo dependía de ella para tener confianza en la vida y ahora ella depende de mí y no lo soporta.

– Va a vengarse -murmuró el bello tenebroso.

– ¿Cómo, si es inválida? -contesté exasperado aún por mi propia estupidez, y añadí con ferocidad-. Mi placer, sábetelo, nene, es negarle a Calixta inválida todo lo que no quise darle cuando estaba sana…

Miguel negó con la cabeza. -Ya no hace falta, señor. Yo le doy todo lo que ella necesita.

Enfurecí. -¿Cuidado de enfermero, habilidad de jardinero, condición servil?

Casi escupí las palabras.

Atención, señor. La atención que ella requiere.

– ¿Y cómo lo sabes, si ella no habla?

Miguel Asmá me contestó con otra interrogante. -¿Se ha preguntado qué parte podría usted tener ahora de ella, habiéndola tenido toda?

No pude evitar el sarcasmo. -¿Qué cosa me permites, chamaco?

– No importa, señor. Yo he logrado que desaparezcan todas las amenazas contra ella…

Lo dijo sin soberbia. Lo dijo con un gesto de dolor, rascándose bruscamente la espalda.

– Ha carecido usted de atención -me dijo el joven-. Su mujer perdió el poder sobre las palabras. Ha luchado y sufrido heroicamente pero usted no se ha dado cuenta.

– ¿Qué importa, zonzo?

– Importa para usted, señor. Usted ha salido perdiendo.

– ¿Ah, sí? -recuperé mi arrogante hidalguía-. Ahora lo veremos.

Caminé recio fuera del jardín. Entré a la casa. Algo me perturbó. El cuadro me atrajo. La imagen del árabe tocado por un turbante se había, al fin, aclarado, como si la mano de un restaurador artífice hubiese eliminado capa tras capa de arrepentimientos, hasta revelar el rostro de mirada beatífica y labios crueles, la nariz recta y la cabeza rizada asomándose sobre las orejas.

Era Miguel Asmá.

Ya no cabía sorprenderse. Sólo me correspondía correr escaleras arriba, llegar a mi recámara, mirar el retrato de Calixta Brand.

La imagen de mi mujer había desaparecido. Era un puro espacio blanco, sin efigie.

Era el anuncio -lo entendí- de mi propia muerte.

Corrí a la ventana, asustado por el vuelo de las palomas en grandes bandadas blancas y grises. Vi lo que me fue permitido ver.

La joven Calixta Brand, la linda muchacha a la que conocí y amé en los portales de Puebla, descansaba, bella y dócil, en brazos del llamado Miguel Asmá.

Otra vez, como en el principio, ella hizo de lado, con un ligero movimiento de la mano, el rubio mechón juvenil que cubría su mirada.

Como el primer día.

Abrazando a mi esposa, Miguel Asmá ascendía desde el jardín hacia el firmamento. Dos alas enormes le habían brotado de la espalda adolorida, como si todo este tiempo entre nosotros, gracias a una voluntad pesumbrosa, Miguel hubiera suprimido el empuje de esas alas inmensas por brotarle y hacer lo que ahora hacían: ascender, rebasar la línea de los volcanes vecinos, sobrevolar los jardines y techos de Huejotzingo, el viejo convento de arcadas platerescas, las capillas pozas, las columnas franciscanas, el techo labrado de la sacristía de San Diego, mientras yo trataba de murmurar:

– ¿Cómo ha podido este joven robarme mi amor?

Algo de inteligencia me quedaba para juzgarme como un perfecto imbécil.

Y abajo, en el jardín, Cuca y Hermenegilda y Ponciano miraban asombrados el milagro (o lo que fuera) hasta que Miguel con Calixta en sus brazos desaparecieron de nuestra vista en el instante en que ella movía la mano en gesto de despedida. Sin embargo, la voz del médico y jardinero árabe persistía como un eco llevado hasta el agua fluyente del alfa, que ayer seco, ahora un río fresco y rumoroso que pronosticaba, lo sé, mi vejez solitaria, cuando en días lluviosos yo daría cualquier cosa por tener a Calixta Brand de regreso.

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