– Profesor, este cuadro…
Palou me interrogó con dureza desde el fondo de sus gruesos anteojos.
– Ayer tenía otro tocado.
– Se equivoca usted -me dijo con rigor el novelista poblano-. Siempre ha usado turbante… Las modas cambian -añadió sin mover un músculo facial…
El jardinero-enfermero debía llegar en un par de días. Se apoderó de mi ánimo un propósito desleal, hipócrita. Ensayaría el tiempo que faltaba para hacerme amable con Calixta. No quería que mi crueldad traspasara los muros de mi casa. Bastante era que Palou se hubiese dado cuenta de la falta de misericordia que rodeaba a Calixta. Pero Palou era un hombre a la vez justo y discreto.
Comencé mi farsa hincándome ante mi mujer. Le dije que hubiese preferido ser yo el enfermo. Pero la mirada de mi esposa se iluminó por un instante, enviándome un mensaje.
"No estoy enferma. Simplemente, quise huir de ti y no encontré mejor manera."
Reaccioné deseando que se muriera de una santa vez, liberándome de su carga.
De nuevo, su mirada se tornó elocuente para decirme: "Mi muerte te alegraría mucho. Por eso no me muero."
Mi espíritu dio un vuelco inesperado. Miré al pasado y quise creer que yo había dependido de ella para darme confianza en mí mismo. Ahora ella dependía de mí y sin embargo yo no la toleraba. Sospechaba, viéndola sentada allí, disminuida, indeciso entre desear su muerte o aplazarla en nombre de mi propia vida, que en ese rostro noble pero destruido sobrevivía una extraña voluntad de volver a ser ella misma, que su presencia contenía un habla oscura, que aunque ya no era bella como antes, era capaz de resucitar la memoria de su hermosura y hacerme a mí responsable de su miseria. ¿Se vengaría esta mujer inútil de mi propia, vigorosa masculinidad?
Por poco me suelto riendo. Fue cuando escuché los pasos entre la maleza que iba creciendo en el jardín arábigo y vi al joven que se acercó a nosotros.
– Miguel Asmá -se presentó con una leve inclinación de la cabeza y la mano sobre el pecho.
– Ah, el enfermero -dije, algo turbado.
– Y el jardinero -añadió el joven, echando un vistazo crítico al estado de la jungla que rodeaba a Calixta.
Lo miré con la altanería directa que reservo a quienes considero inferiores. Sólo que aquí encontré una mirada más altiva que la mía. La presencia del llamado Miguel Asmá era muy llamativa. Su cabeza rubia y rizada parecía un casco de pelo ensortijado a un grado inverosímil y contrastaba notablemente con la tez morena, así como chocaba la dulzura de su mirada rebosante de ternura con una boca que apenas
disimulaba el desdén. La nariz recta e inquietante olfateaba sin cesar y con impulso que me pareció cruel. Quizás se olía a sí mismo, tan poderoso era el aroma de almizcle que emanaba de su cuerpo o quizás de su ropa, una camisa blanca muy suelta, pantalones de cuero muy estrechos, pies descalzos.
– ¿Qué tal los estudios? -le dije con mi más insoportable aire de perdonavidas.
– Bien, señor.
No dejó de mirarme con una suerte de serena aceptación de mi existencia.
– ¿Muy adelantado? ¿Muy al día? -sonreí chuecamente.
Miguel a su vez sonrió. -A veces lo más antiguo es lo más moderno, señor.
– ¿O sea?
– Que leo el Quanun fi attibb de Avicena, un libro que después de todo sentó autoridad universal en todas partes durante varios siglos y sigue, en lo esencial, vigente.
– En cristiano -dije, arrogante.
– El Canon de la medicina de Avicena y también los escritos médicos de Maimónides.
– ¿Supercherías de beduinos? -me reí en su cara.
– No, señor. Maimónides era judío, huyó de Córdoba, pasó disfrazado por Fez y se instaló en El Cairo protegido por el sultán Saladino. Judíos y árabes son hermanos, ve usted.
– Cuénteselo a Sharon y a Arafat -ahora me carcajeé.
– Tienen en común no sólo la raza semita -prosiguió Miguel Asmá-, sino el destino ambulante, la fuga, el desplazamiento…
– Vagos -interpuse ya con ánimo de ofender.
Miguel Asmá no se inmutó. -Peregrinos. Maimónides judío, Avicena musulmán, ambos maestros eternos de una medicina destilada, señor Durán, esencial.
– De manera que me han enviado a un curandero árabe -volví a reír.
Miguel se rió conmigo. -Quizás le aproveche la lectura de La guía de perplejos de Maimónides. Allí entendería usted que la ciencia y la religión son compatibles.
– Curandero -me carcajeé y me largué de allí.
Al día siguiente, Miguel, desde temprana hora, estaba trabajando en el jardín. Poco a poco la maleza desaparecía y en cambio el viejo Ponciano reaparecía ayudando al joven médico-jardinero, podando, tumbando las hierbas altas, aplanando el terreno.
Miguel, bajo el sol, trabajaba con un taparrabos como única prenda y vi con molestia las miradas lascivas que le lanzaba la criadita Hermenegilda y la absoluta indiferencia del joven jardinero.
– ¿Y usted? -interpelé al taimado Ponciano-. ¿No que no?
– Don Miguel es un santo -murmuró el anciano.
Ah, ¿sí? ¿A santo de qué? -jugué con el lenguaje.
– Dice que los jardineros somos los guardianes del Paraíso, don Esteban. Usted nunca me dijo eso, pa'qués más que la verdá.
Seductor de la criada, aliado del jardinero, cuidador de mi esposa, sentí que el tal Miguel me empezaba a llenar de piedritas los cojones. Estaba
influyendo demasiado en mi casa. Yo no podía abandonar el trabajo. Salía a las nueve de la mañana a Puebla, regresaba a las siete de la tarde. La jornada era suya. Cuando la Cuca comenzó a cocinar platillos árabes, me irrité por primera vez con ella.
– ¿Qué, doña Cuca, ahora vamos a comer como gitanos o qué?
Ay, don Esteban, viera las recetas que me da el joven Miguelito.
– Ah sí, ¿cómo qué?
– No, nada nuevo. Es la manera de explicarme, patrón, que en cada plato que comemos hay siete ángeles revoloteando alrededor del guiso.
– ¿Los has visto a estos "ángeles"?
Doña Cuca me mostró su dentadura de oro.
– Mejor todavía. Los he probado. Desde que el joven entró a la cocina, señor, todo sabe a miel, ¡viera usted!
¿Y con Calixta? ¿Qué pasaba con Calixta?
– Sabe, señor Durán, a veces la enfermedad cura a la gente -me dijo un día el tal Miguel.
Yo entendí que el efebo caído en mi jardín encandilara a mi servicio. Trabajaba bajo el alto sol de Puebla con un breve taparrabos que le permitía lucir un cuerpo esbelto y bien torneado donde todo parecía duro: pecho, brazos, abdomen, piernas, nalgas. Su única imperfección eran dos cicatrices hondas en la espalda.
Más allá de su belleza física, ¿qué le daba a mi mujer incapacitada?
La venganza. Calixta era atendida con devoción extrema por un bello muchacho en tanto que yo, su marido, sólo la miraba con odio, desprecio, o indiferencia.
¿Qué veía en Calixta el joven Miguel Asmá? ¿Qué veía él que no veía yo? ¿Lo que yo había olvidado sobre ella? ¿Lo que me atrajo cuando la conocí? Ahora Calixta envejecía, no hablaba, sus escritos estaban quemados o arrumbados por mi mano envidiosa. ¿Qué leía Miguel Asmá en ese silencio? ¿Qué le atraía en esta enferma, en esta enfermedad?
Cómo no me iba a irritar que mientras yo la despreciaba, otro hombre ya la estaba queriendo y en el acto de amarla, me hacía dudar sobre mi voluntad de volverla a querer.
Miguel Asmá pasaba el día entero en el jardín al lado de Calixta. Interrumpía el trabajo para sentarse en la tierra frente a ella, leerle en voz baja pasajes de un libro, encantarla, acaso…
Un domingo, alcancé a escuchar vergonzosamente, escondido entre las salvajes plantas cada vez más domeñadas, lo que leía el jardinero en voz alta.
– Dios entregó el jardín a Adán para su placer. Adán fue tentado por el demonio Iblis y cayó en pecado. Pero Dios es todopoderoso. Dios es todo misericordia y compasión. Dios entendía que Iblis procedía contra Adán por envidia y por rencor. De manera que condenó al Demonio, y Adán regresó al Paraíso perdonado por Dios y consagrado como primer hombre pero también como primer profeta.