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Faulques apagó el recuerdo con un sorbo de la cerveza que acababa de traerle la camarera. Luego miró hacia levante, donde el espigón ocultaba el mar. Un ruido distante de motores se acercaba desde el otro lado del rompeolas, y al momento una chimenea blanca y roja se movió a lo largo de este, hacia la farola de entrada al puerto. Un poco después la golondrina de turistas cruzaba la bocana e iba a atracarse al muelle, cerca de la terraza. Tras una maniobra rápida y precisa, un marinero saltó a tierra para hacer firmes las amarras en los norays y tender la pasarela, y una veintena de pasajeros abandonó la embarcación. El pintor de batallas observó con curiosidad, intentando identificar a la mujer de la megafonía mientras los turistas se dispersaban. Al fin quedó un grupo más pequeño, y de él se destacó una mujer aún joven, rubia, alta y fuerte, de rostro agradable, que caminó en dirección a la oficina de turismo. Llevaba un vestido de lino blanco que resaltaba su bronceado, sandalias de cuero y un bolso grande en bandolera. Parecía cansada. Faulques la vio abrir la oficina y entrar. Siguió sentado, mirando a los turistas que se alejaban por el muelle haciéndose las últimas fotos o tomas de vídeo entre las redes de pescadores y junto a los barcos, con el fondo del puerto y el mar abierto más allá de la bocana.

Turistas. Público. Y de nuevo los recuerdos. Nosotros hacemos el resto, decía el anuncio de la Kodak al que había hecho referencia Olvido. La asociación hizo sonreír a Faulques. Durante algún tiempo aún lo había intentado con la fotografía, o casi. Como objeto último habría resultado una fórmula mixta e insatisfactoria; pero se trataba de una preparación, un calentamiento previo, una forma de adiestrarse para el proyecto que iba fraguando en su cabeza. Un modo de afinar los ojos, obligándose a mirar fotografía y pintura de un modo diferente. Después del sesgo que la cuneta de la carretera de Borovo Naselje impuso a su vida -los efectos secundarios los mantuvo a raya con dos años de intenso trabajo que incluyeron Bosnia, Ruanda y Sierra Leona-, Faulques había dejado el fotoperiodismo bélico. La decisión fraguó tras un largo proceso acumulativo: la tierra desgarrada de Portmán, la nube negra sobre Kuwait, Dubrovnik ardiendo en la distancia y el cuerpo de Olvido tiñéndose de luz roja, las noches frías y solitarias, más tarde, en una habitación sin cristales del Holiday Inn de Sarajevo, ante la panorámica de la geometría urbana recortada por las explosiones y los incendios, habían ido encaminando a Faulques, con la inevitabilidad de sus líneas rectas y convergentes, hasta la sala del tribunal donde una mañana de invierno, hacia la mitad de esa guerra, un serbio bosnio llamado Borislav Herak, antiguo miembro de la brigada de exterminio étnico Boica, había relatado con minuciosa frialdad, ejecuciones masivas aparte, sus treinta y dos asesinatos personales -antes se había entrenado degollando cerdos en una carnicería-, incluidos los de dieciséis mujeres, estudiantes y amas de casa, a las que, como sus camaradas a otros cientos de ellas, violó y mató tras sacarlas del hotel-prisión Sanjak, convertido en burdel para las tropas serbias. Y cuando, ante el tribunal y los periodistas, Herak contó, con la mímica oportuna, el asesinato de una joven de veinte años -«le ordené que se desnudara y gritó, pero le pegué otra vez y se quitó la ropa, así que la violé y se la entregué a mis compañeros, y después de violarla todos la llevamos en coche al monte Zuc, donde le disparé un tiro en la cabeza y la echamos entre unos matorrales»-, Faulques, que encuadraba el rostro de Herak en el visor de su cámara -un rostro insignificante, vulgar, que en tiempo de paz se habría considerado propio de un pobre hombre-, bajó esta despacio, sin apretar el obturador, con la certeza de que ninguna fotografía del mundo, ni siquiera la imagen y el sonido que en ese instante grababan las cámaras de televisión, podría reflejar aquello ni interpretarlo -amoralidad geológica, había dicho Olvido una vez hablando de otra cosa, aunque quizá era de lo mismo; imposible fotografiar el bostezo indolente del Universo-. Y de ese modo llegó el final de treinta años de fotografía de guerra por parte de Faulques. La inercia de aquellas tres décadas todavía lo llevó a otros escenarios bélicos durante cierto tiempo; pero entonces ya había perdido los restos de fe en lo que el objetivo mostraba, la antigua esperanza que animaba sus dedos sobre el obturador y los anillos de foco y diafragma. Después -Olvido nunca llegó a saber cuánto había tenido que ver ella con todo- Faulques pasó mucho tiempo recorriendo museos para una colección sobre cuadros de batallas con público incluido; una extraña serie cuya intención él mismo iría descubriendo poco a poco. Tras un trabajo exhaustivo de investigación y documentación, provisto de los permisos adecuados y de una Leica sin flash ni trípode, objetivo de 35 milímetros y película en color idónea para tirar con luz natural y a bajas velocidades, el antiguo fotógrafo de guerra se situaba durante varios días frente a cada uno de los sesenta y dos cuadros de batallas que había seleccionado de una amplia lista que comprendía diecinueve museos de Europa y América, y fotografiaba el cuadro y a la gente que se encontraba ante él, los visitantes aislados o en grupo, los estudiantes y los guías artísticos, los momentos en que la sala estaba vacía, o cuando era tan numeroso el público que el cuadro apenas podía verse. Trabajó así durante cuatro años, seleccionando, descartando, hasta que reunió una serie última de veintitrés fotografías, que incluía desde los ojos enloquecidos del hombre que apuñalaba a un mameluco en El 2 de mayo de 1808 en Madrid, apenas entrevistos entre las cabezas de la gente que abarrotaba la sala goyesca del museo del Prado, hasta el Mad Meg de Brueghel en penumbra, con el guerrero saqueador y su espada a un lado, y al otro el perfil de un escolar contemplándolo en una sala casi vacía del museo Mayer van den Bergh de Amberes. El resultado final de todo aquello fue el álbum Morituri: su último trabajo publicado. El camino más corto entre dos puntos: del hombre al horror. Un mundo donde la única sonrisa lógica era la de las calaveras pintadas por los viejos maestros en los lienzos y en las tablas. Y cuando las veintitrés fotografías estuvieron listas, comprendió que él también lo estaba. Entonces dejó las cámaras para siempre, puso al día cuanto de pintura había aprendido en su juventud, y buscó el lugar apropiado.

La mujer del barco de turistas salió de la oficina y se dirigió hacia las terrazas, camino del aparcamiento. Faulques observó que se detenía a hablar con el vigilante del puerto y que saludaba a los camareros. Parecía locuaz, tenía bonita sonrisa. El pelo, muy rubio y largo, estaba recogido en una cola de caballo. Atractiva a pesar de su corpulencia y algún kilo de más. Cuando pasó frente a la mesa donde estaba sentado, el pintor de batallas la miró a los ojos. Azules. Risueños.

– Buenos días -dijo.

La mujer lo estudió, sorprendida al principio, curiosa luego. Unos treinta años, calculó Faulques. Respondió buenos días, hizo ademán de seguir adelante, pero se detuvo, indecisa.

– ¿Nos conocemos? -preguntó.

– Yo a usted sí -Faulques se había puesto en pie-. Al menos conozco su voz. La oigo cada día a las doce en punto.

Lo miró con atención, confusa. Era casi tan alta como él. Faulques señaló la golondrina y la costa en dirección a la cala del Arráez. Tras un instante, ella ensanchó la sonrisa.

– Claro -dijo-. El pintor de la torre.

– El conocido pintor que decora su interior con un gran mural… Quería agradecerle, sobre todo, las palabras conocido y decora. En cualquier caso, tiene usted una voz agradable.

La mujer se echó a reír. Olía ligeramente a sudor, advirtió Faulques. Un sudor limpio, de mar y sol. Parte de su trabajo, supuso, bregando con turistas desde las diez de la mañana.

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