– ¿De verdad es así? -preguntó el otro, ya sin luz.
– Así lo recuerdo.
Más silencio entre ambos. Markovic se movió, tal vez buscando su silla. Faulques no quiso ayudarlo encendiendo una linterna ni el farol de gas que tenía cerca. La oscuridad le daba una sensación de ligera ventaja. Recordó la espátula sobre la mesa, la escopeta que tenía en el piso superior. Pero el visitante hablaba de nuevo, y su tono parecía relajado, ajeno a las suspicacias del pintor de batallas.
– El aspecto técnico, por muy buenas herramientas de que disponga, debe de ser complicado. ¿Pintaba usted antes, señor Faulques?
– Algo. Cuando era joven.
– ¿Era artista entonces?
– Quise serlo.
– Leí en alguna parte que estudió arquitectura.
– Muy poco tiempo. Prefería pintar.
La brasa del cigarrillo brilló un instante.
– ¿Y por qué lo dejó?… Hablo de la pintura.
– Terminé muy pronto. Cuando comprendí que cada cuadro que empezaba ya lo habían hecho otros.
– ¿Por eso se hizo fotógrafo?
– Puede -Faulques seguía sonriendo en la oscuridad-. Un poeta francés consideró la fotografía refugio de pintores fracasados. Creo que en su momento tenía razón… Pero también es cierto que la fotografía permite ver en fracciones de segundo cosas que la gente normal no advierte por mucho que mire. Pintores incluidos.
– ¿Creyó eso durante treinta años?
– No tanto. Dejé de creerlo mucho antes.
– ¿Esa es la razón por la que volvió a los pinceles?
– No fue tan rápido. Ni tan sencillo.
La brasa del cigarrillo se avivó de nuevo entre las sombras. Qué tenía que ver la guerra con eso, preguntó Markovic. Había modos más tranquilos de ejercer la fotografía, o la pintura. Faulques respondió con sencillez. Se trataba de un viaje, aclaró. De niño había pasado mucho tiempo ante la estampa de un cuadro antiguo. Y al cabo decidió viajar a él, o más bien al paisaje pintado al fondo. El cuadro era El triunfo de la Muerte , de Brueghel el Viejo.
– Lo conozco. Está en su libro Morituri: algo pretencioso el título, si permite que se lo diga.
– Se lo permito.
Aun así, comentó Markovic, ese libro de fotos de Faulques era interesante y original. Hacía reflexionar. Todos aquellos cuadros de batallas colgados en museos, con gente mirando como si la cosa les fuera ajena. Sorprendidos por su cámara en pleno error. Era inteligente el ex mecánico croata, decidió Faulques. Mucho.
– Mientras hay muerte -apuntó- hay esperanza.
– ¿Es otra cita?
– Es un chiste malo.
Era malo. Era de ella, de Olvido. Había hecho el comentario en Bucarest, un día de Navidad, después de las matanzas de la Securitate de Ceaucescu y la revolución en las calles. Faulques y ella estaban en la ciudad tras haber cruzado la frontera desde Hungría en un coche de alquiler y hecho un viaje de locos a través de los Cárpatos, veintiocho horas turnándose al volante, derrapando sobre carreteras heladas, entre campesinos armados con escopetas de caza que bloqueaban los puentes con sus tractores y los miraban pasar desde lo alto de los desfiladeros, como en las películas de indios. Y un par de días más tarde, mientras las familias de los muertos cavaban con perforadoras neumáticas en la tierra helada del cementerio, Faulques había observado a Olvido moviéndose con pasos de cazador cauto entre cruces y lápidas sobre las que caía la nieve, fotografiando los míseros féretros hechos con cajas de embalaje, los pies alineados junto a las fosas abiertas, las palas de los sepultureros apiladas sobre terrones gélidos de tierra negra. Y cuando una pobre mujer vestida de luto se arrodilló ante una fosa recién cubierta, los ojos cerrados y canturreando algo parecido a una oración, Olvido recurrió al rumano que les hacía de intérprete. Es oscura la casa donde ahora vives, tradujo este. Y le reza a su hijo muerto. Entonces Faulques vio a Olvido asentir despacio, limpiarse con una mano la nieve del pelo y la cara, y fotografiar de espaldas a la mujer enlutada y de rodillas, silueta negra junto al montón de tierra negra salpicado de nieve. Después Olvido dejó caer la cámara sobre el pecho, miró a Faulques y murmuró: mientras hay muerte, hay esperanza. Y al decirlo sonreía ausente, casi cruel. Como él no la había visto sonreír nunca.
– Quizá tenga usted razón -concedió Markovic-. Bien mirado, el mundo ha dejado de pensar en la muerte. Creer que no vamos a morir nos hace débiles, y peores.
Por primera vez frente a su extraño visitante, Faulques sintió un impulso de interés real. Eso lo inquietó. No se trataba de interés por los hechos, por la historia del hombre que tenía delante -tan convencional como cuanto había fotografiado a lo largo de su vida-, sino por el hombre mismo. Desde hacía rato, cierta singular afinidad flotaba en el ambiente.
– Qué raro -prosiguió Markovic-. El triunfo de la Muerte es el único cuadro de su libro que no trata de una batalla. El asunto es el Juicio Final, me parece.
– Sí. Pero se equivoca. Lo que hizo Brueghel fue pintar la última batalla.
– Ah, claro. No se me había ocurrido. Todos aquellos esqueletos como ejércitos, y los incendios a lo lejos. Ejecuciones incluidas.
Un poco de luna amarillenta despuntaba en una ventana. El rectángulo rematado en un arco se aclaró en tono azul oscuro, y eso perfiló los contornos de los objetos dentro de la torre. La mancha clara de la camisa del visitante se hizo más visible.
– De modo que usted decidió que lo mejor para viajar a un cuadro de guerra era quedarse mucho tiempo dentro de la guerra…
– Como resumen puede valer.
Pues hablando de lugares, comentó Markovic, no sé si le pasa lo que a mí. En la guerra sobrevives gracias a los accidentes del terreno. Eso deja un sentido especial del paisaje. ¿No le parece? El recuerdo del sitio que pisaste no se borra nunca, aunque se olviden otros detalles. Hablo del prado que observas esperando ver aparecer al enemigo, de la forma de la colina que remontas bajo el fuego, del suelo de la zanja que protege de un bombardeo… ¿Comprende lo que digo, señor Faulques?
– Perfectamente.
El croata permaneció un momento en silencio. La brasa del cigarrillo brilló por última vez antes de que lo apagara.
– Hay lugares -añadió- de los que nunca se vuelve.
Hubo otra larga pausa. A través de las ventanas, el pintor de batallas podía oír el rumor del mar batiendo al pie del acantilado.
– El otro día -prosiguió Markovic en el mismo tono- se me ocurrió algo viendo la televisión en un hotel. Los hombres antiguos miraban el mismo paisaje durante toda su vida, o mucho tiempo. Hasta el viajero lo hacía, pues todo camino era largo. Eso obligaba a pensar sobre el camino mismo. Ahora, sin embargo, todo es rápido. Autopistas, trenes… Hasta la televisión nos muestra varios paisajes en pocos segundos. No hay tiempo para reflexionar sobre nada.
– Hay quien llama a eso incertidumbre del territorio.
– No sé cómo lo llaman. Pero sé lo que es.
Calló de nuevo Markovic. Al cabo se movió en la silla como si fuese a levantarse, pero siguió sentado. Tal vez buscaba una postura más cómoda.
– Yo tuve mucho de ese tiempo -dijo de pronto-. No puedo decir que fuese una suerte, pero lo tuve. Durante dos años y medio, mi única vista fue una alambrada y una montaña de piedra blanca. Ahí no había incertidumbre ni nada parecido. Era una montaña concreta; desnuda, sin vegetación, de la que en invierno bajaba un viento frío. ¿Comprende?… Un viento que hacía moverse la alambrada con un sonido que tengo dentro de la cabeza y no se apaga jamás… El sonido de un paisaje helado e inflexible, ¿sabe, señor Faulques?… Como sus fotografías.
Fue entonces cuando se puso en pie, buscó a tientas la mochila y salió de la torre.