Kate hizo la llamada aquella noche; Frank no quería perder tiempo. La voz en el contestador automático la asombró; era la primera vez en años que escuchaba aquel tono. Tranquilo, eficaz, medido como el paso de un soldado veterano. Se echó a temblar a medida que sonaba la voz y tuvo que apelar a toda su voluntad para pronunciar las pocas palabras destinadas a atraparlo. Se recordó a sí misma lo astuto que era su padre. Ella quería verle, hablar con él. Cuanto antes. Se preguntó si él olería la trampa, y entonces recordó la última vez que se habían visto; comprendió que él no se daría cuenta. Nunca desconfiaría de la niña que le había hecho partícipe de su más preciosa información. Incluso ella tenía que reconocerlo.
No había pasado ni una hora cuando sonó el teléfono. Levantó el auricular mientras deseaba no haber aceptado nunca la petición de Frank. Estar sentada en un restaurante planeando cómo atrapar a un presunto asesino era muy distinto a participar de verdad en un engaño destinado únicamente a entregar a su padre a la policía.
– Katie. -Ella notó el pequeño quiebro en la voz mezclado con un ligero toque de incredulidad.
– Hola, papá. -Agradeció que las palabras salieran solas. En aquel momento le resultada imposible articular el pensamiento más sencillo.
El apartamento de ella no era el lugar adecuado. Él lo comprendía. Demasiado íntimo, demasiado personal. A su casa no podían ir, por razones obvias. Luther sugirió encontrarse en un lugar neutral. Sería lo mejor. Ella quería hablar, y él quería escuchar. Estaba dispuesto a hacerlo con auténtica ansiedad.
Fijaron la hora, al día siguiente, a las cuatro de la tarde, en un pequeño café cerca de la oficina de Kate. A esa hora no habría nadie, estarían tranquilos; tendrían todo el tiempo del mundo. Él estaría allí. Kate estaba segura de que nada excepto la muerte le impediría a Luther ir a la cita.
Colgó y llamó a Frank. Le comunicó la hora y el lugar. Al escucharle a sí misma comprendió por fin lo que acababa de hacer. Notó como si el mundo se desmoronara a su alrededor sin poder hacer nada por evitarlo. Tiró el teléfono y se echó a llorar con unas sacudidas y unos sollozos tan tremendos que cayó al suelo. Le temblaban todos los músculos. Sus gemidos llenaban el pequeño apartamento como el helio que hincha un globo; todo amenazaba con una explosión brutal.
Frank se había quedado en el teléfono un segundo más y deseó no haberlo hecho. Le gritó pero ella no podía oírle, aunque tampoco hubiese servido de nada. Ella había hecho lo correcto. No tenía nada de qué avergonzarse, nada por lo que sentirse culpable. Cuando por fin desistió y colgó, su momento de euforia por estar cada vez más cerca de la presa se había apagado como una cerilla.
Su pregunta había sido contestada. Ella aún le quería. Al teniente esto no le preocupaba pues podía controlarlo. En cambio, como padre de tres hijas, se le llenaron los ojos de lágrimas y de pronto su trabajo no le pareció tan agradable.
Burton colgó el teléfono. El detective Frank había cumplido la promesa de dejar que el agente participara en la cacería.
Al cabo de unos minutos, Burton estaba en la oficina de Russell.
– No quiero saber cómo piensa hacerlo -dijo Russell preocupada. Burton sonrió para sí mismo. Tal como suponía, ahora ella se hacía la remilgada. Quería que hicieran el trabajo, pero no quería ensuciarse las manos tan bonitas.
– Lo único que debe hacer es decirle al presidente dónde le detendrán. Y después asegúrese de que se lo comunique a Sullivan antes de que ocurra. Tiene que avisarle.
– ¿Por qué? -preguntó Russell intrigada.
– Deje que yo me preocupe de esa parte. Sólo haga b que le digo. -Burton se marchó antes de que Russell pudiera replicarle.
– ¿La policía está segura de que es él? -La voz del presidente tenía un punto de ansiedad mientras miraba a la jefa de gabinete que se paseaba por el despacho.
– Alan, doy por hecho que si no es el tipo no se tomarían tantas molestias para arrestarlo.
– Ya han cometido errores otras veces, Gloria.
– Eso sí. Como todos nosotros.
El presidente cerró la carpeta y se puso de pie. Contempló los jardines de la Casa Blanca a través de la ventana.
– ¿O sea que el hombre no tardará en estar detenido? -Richmond se volvió para mirar a Russell.
– Así parece.
– ¿Qué quieres decir con eso?
– Sólo que a veces los mejores planes no salen como se esperaba.
– ¿Burton lo sabe?
– Al parecer Burton es el que ha organizado todo el montaje.
El presidente se acercó a Russell; apoyó una mano suavemente sobre su hombro.
– ¿De qué hablas?
Russell informó a su jefe de los acontecimientos de los últimos días. El presidente se rascó la barbilla.
– ¿Qué se trae Burton entre manos? -La pregunta de Richmond iba más dirigida a sí mismo que a la mujer.
– ¿Por qué no le llamas y se lo preguntas? Sólo insistió en que avisaras a Sullivan ahora mismo.
– ¿Sullivan? ¿Por qué demonios…? -El presidente no acabó la pregunta. Llamó a Burton pero le informaron que acababa de marcharse al hospital porque no se encontraba bien. Richmond clavó la mirada en la jefa de gabinete-. ¿Burton hará lo que pienso que va a hacer?
– Depende en lo que tú estés pensando.
– Corta el rollo, Gloria. Sabes muy bien a que me refiero.
– Si te refieres a que Burton pretende que este individuo no entre en una comisaría, te diré que sí, ya se me había ocurrido.
Richmond cogió el pesado abrecartas que tenía sobre la mesa, se sentó otra vez y miró hacia la ventana. Russell se estremeció al ver el objeto. Ella había tirado el suyo.
– ¿Alan? ¿Qué quieres que haga? -Le miró la nuca. Él era el presidente. No podía hacer otra cosa que sentarse y esperar, aunque tuviera ganas de estrangularle.
Por fin, él giró el sillón. Sus ojos se veían oscuros, fríos e imperiosos.
– Nada. No quiero que hagas nada. Será mejor que llame a Sullivan. Dime otra vez el lugar y la hora.
Russell pensó lo mismo que había pensado antes cuando le dio la información. «Vaya un amigo.»
El presidente cogió el teléfono. Russell estiró la mano y la puso sobre la del hombre.
– Alan, los informes mencionan que Christine Sullivan tenía golpes en la mandíbula y marcas en el cuello correspondientes a un intento de estrangulamiento.
– ¿De veras? -replicó Richmond sin mirarla.
– ¿Qué pasó en aquel dormitorio, Alan?
– Bueno, por lo poco que recuerdo ella quería jugar un poco fuerte. ¿Las marcas en el cuello? -Hizo una pausa y dejó el teléfono-. Cómo te lo puedo explicar. A Christy le gustaban las cosas raras, Gloria. Incluida la asfixia sexual. Ya sabes, hay gente a la que le gusta quedarse sin respiración mientras se corre.
– Estoy enterada de esas cosas, Alan. Sólo que nunca se me había ocurrido que tú accedieras a hacerlo. -El tono era duro.
– No olvides cuál es tu lugar, Russell -le advirtió Richmond, tajante-. No tengo que responder ante ti ni ante nadie por mis acciones.
– Desde luego, lo siento, señor presidente -contestó Russell en el acto mientras se apartaba.
Richmond relajó las facciones; se levantó y abrió los brazos en un gesto de resignación.
– Lo hice por Christy, Gloria, qué más puedo decir. Las mujeres a veces causan un efecto extraño en los hombres. Yo, desde luego, no soy inmune.
– Entonces, ¿por qué intentó matarte?
– Ya te lo dije, ella quería jugar un poco fuerte. Estaba borracha y perdió el control. Por desgracia, esas cosas pasan.
Gloria miró hacia la ventana más allá del presidente. El encuentro con Christy no había «pasado». El tiempo y la planificación invertidos en aquella cita habían sido los mismos de una campaña electoral. Sacudió la cabeza mientras recordaba las imágenes de aquella noche.
El presidente se acercó por detrás, la sujetó por los hombros y le hizo darse la vuelta.
– Fue una experiencia terrible para todos, Gloria. Desde luego, no quería ver a Christy muerta. Era la última cosa en el mundo que hubiese deseado. Fui allí con la intención de pasar una discreta velada romántica con una mujer muy hermosa. Dios, no soy un monstruo. -En su rostro apareció una sonrisa encantadora.
– Lo sé, Alan, pero son todas esas mujeres a todas horas. Algo malo tenía que pasar tarde o temprana.
– Como te dije antes, no soy el primer hombre en este cargo que se dedica a estas actividades extra oficiales. -Richmond se encogió de hombros-. Tampoco seré el último. -Cogió a Gloria de la barbilla-. Tú conoces mejor que nadie las exigencias que soporto, Gloria. No hay otro trabajo igual en todo el mundo.
– Sé que las presiones son enormes. Me doy cuenta, Alan.
– Así es. Es un trabajo que requiere más de lo que uno humanamente puede dar. Algunas veces hay que enfrentarse a esa realidad aliviando parte de la presión, escapándote por unas horas de la tenaza que te oprime. Es importante saber cómo me alivio de la presión, porque eso dicta cómo serviré a las personas que me han elegido, que han depositado su confianza en mí. -Regresó a su mesa-. Además, disfrutar de la compañía de mujeres hermosas resulta una manera bastante inofensiva de combatir la presión.
Gloria le miró furiosa a sus espaldas. Como si él esperara que ella, entre tanta gente, se tragara el rollo patriótico.
– Desde luego que no fue inofensiva para Christine Sullivan.
Richmond se volvió hacia ella. Esta vez no sonreía.
– De verdad que no quiero hablar más de este asunto, Gloria. Lo que pasó ya ha pasado. Comienza a pensar en el futuro. ¿Entendido? Ella asintió muy seria y salió del despacho.
El presidente cogió el teléfono. Le daría todos los detalles de la operación policial a su buen amigo Walter Sullivan. Richmond sonrió mientras esperaba la comunicación. No tardarían mucho. Ya casi lo tenían. Podía contar con Burton. Contar con él para que hiciera lo correcto. Por el bien de todos.
Luther miró la hora. La una. Se dio una ducha, se cepilló los dientes y se arregló la barba. Se demoró en el peinado hasta que lo dejó a su gusto. Hoy tenía mejor aspecto. La llamada de Kate había obrado maravillas. Había escuchado el mensaje cien veces, sólo para disfrutar del sonido de su voz, de las palabras que nunca había esperado volver a oír. Se había arriesgado a ir a una sastrería del centro para comprar unos pantalones nuevos, una americana y zapatos de cuero. Había pensado incluso en comprarse una corbata pero desistió.