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– Opino que es un error, Alan. Pienso que deberíamos distanciarnos, no intentar hacernos cargo de la investigación. -Russell se encontraba junto a la mesa del presidente en el despacho Oval.

Richmond repasaba el articulado de una ley de asistencia sanitaria, un auténtico atolladero en el que no estaba dispuesto a invertir mucho de su capital político antes de las elecciones.

– Gloria, por favor, continúa con el programa. -Richmond estaba preocupado; las encuestas le daban una gran ventaja, pero pensaba que la diferencia tendría que ser aún mayor. Su oponente, Henry Jacobs, era bajo, poco agraciado y mal orador. Su único mérito eran los treinta años de trabajo en pro de los pobres y menesterosos del país. En consecuencia, desde el punto de vista de los medios era un auténtico desastre. En una era de cámaras y micrófonos tener buena pinta y un pico de oro era básico. Jacobs ni siquiera era el mejor entre un grupo bastante flojo que había visto apartados a los dos mejores candidatos por culpa de diversos escándalos, sexuales y de los otros. Todo esto hacía que Richmond se preguntara por qué la ventaja de treinta y dos puntos en las encuestas no eran cincuenta.

Por fin miró a la jefa de gabinete.

– Mira, le prometí a Sullivan ocuparme del asunto. Lo dije delante de audiencia nacional y me consiguió doce puntos en las encuestas que, al parecer, tu bien engrasado equipo electoral no puede mejorar. ¿Tengo que salir y declarar una guerra para que suban las encuestas?

– Alan, tenemos las elecciones en el bote; los dos lo sabemos. Pero tenemos que jugar a no perder. Debemos ser precavidos. Esa persona todavía anda por allí. ¿Qué pasará si le atrapan?

– ¡Olvídate de él! -Richmond se levantó enojado-. Si dejaras de pensar en él por un momento, verías que el hecho de haberme vinculado estrechamente al caso le resta a ese tipo cualquier pizca de credibilidad. Si no hubiera proclamado públicamente mi interés, algún reportero entrometido quizá se mostraría dispuesto a investigar cualquier rumor sobre la presunta implicación del presidente en la muerte de Christine Sullivan. Pero ahora que la nación sabe que estoy dispuesto a llevar al criminal ante la justicia, si se hace cualquier acusación, la gente pensará que el tipo me vio en la televisión y que está loco.

Russell se sentó. El problema radicaba en que Richmond no conocía todos los hechos. De haber sabido lo del abrecartas, ¿habría dado estos pasos? ¿De haber sabido que Russell había recibido la carta y la foto? Le estaba ocultando información a su jefe, una información que podía hundirlos a los dos para siempre.

Russell cruzó el vestíbulo en dirección a su despacho sin darse cuenta de que Bill Burton la miraba desde un pasillo. La mirada no era precisamente de afecto.

«Maldita puta.» Desde su posición podía haberle metido tres balas en la cabeza. Sin problemas. La charla con Collin lo había aclarado todo. Si aquella noche hubiese llamado a la policía hubiese habido problemas, pero no para él y Collin. El presidente y su compañera se habrían llevado la peor parte. La mujer le había embaucado. Y ahora todo aquello por lo que había trabajado y sufrido pendía de un hilo.

Sabía mucho mejor que Russell a lo que se enfrentaban. Y fue este conocimiento por lo que había tomado una decisión. No había sido fácil, pero era la única a su alcance. Era la razón por la que había visitado a Seth Frank. También era la causa por la que había hecho pinchar el teléfono del detective. Burton sabía que era dar palos de ciego, pero ahora ya no había nada seguro. Había que jugar con las cartas que tenían y confiar en que la fortuna les sonriese en algún momento.

Una vez más Burton se estremeció de furia por la posición en que le había puesto. La decisión que había tenido que tomar por su estupidez. Era lo único que podía hacer aparte de estrangularla con sus propios manos. Pero se prometió a sí mismo una cosa. Aunque le fuera la vida en ello se aseguraría de que esta mujer sufriera por sus actos. Él se encargaría de arrancarla de la protección de su carrera, la arrojaría a los lobos, y disfrutaría en el proceso.

Gloria Russell se arregló el pelo y la pintura de los labios delante del espejo. Era consciente de que se comportaba como una adolescente enamorada, pero había algo tan ingenuo y, al mismo tiempo, tan masculino en Tim Collin que había comenzado a distraer su atención del trabajo, algo que nunca le había pasado antes. Pero era un hecho histórico que los hombres en el poder siempre disfrutaban de algunas aventuras. Russell, que no era una ferviente feminista, no veía nada de malo en emular a los colegas varones. A su modo de ver, sólo era otra de las ventajas del cargo.

Mientras se quitaba el vestido y la ropa interior y se ponía su camisón más transparente, se recordó una y otra vez los motivos para seducir al joven. Le necesitaba por dos razones. Una, sabía su fallo con el abrecartas y ella necesitaba que mantuviese un silencio absoluto al respecto, y, segundo, necesitaba su ayuda para recuperar la prueba. Motivos racionales y coherentes y, sin embargo esta noche, como en las anteriores, le parecían algo muy distante.

En este momento sentía que podía follarse a Tim Collin todas las noches durante el resto de su vida y no cansarse nunca de las sensaciones que experimentaba después de cada encuentro. Su cabeza le ofrecía mil razones por las que debía dejarlo, pero el resto de su cuerpo, por una vez, no le hacía caso.

La llamada a la puerta llegó antes de lo esperado. Acabó de arreglarse el peinado, comprobó una vez más el maquillaje, y trastabilló mientras se calzaba los zapatos rojos de tacón alto al tiempo que cruzaba el vestíbulo. Abrió la puerta y sintió como si alguien le hubiese clavado un puñal entre los pechos.

– ¿Qué diablos hace aquí?

Burton metió la punta del zapato en la abertura y apoyó una de sus manazas contra la hoja.

– Tenemos que hablar.

Russell en un gesto inconsciente miró más allá del visitante en busca del hombre con el que pensaba hacer el amor esa noche.

– Lo lamento, el galán no vendrá esta noche, jefa -dijo Burton al ver la mirada.

Permaneció en la entrada con la mirada puesta en la jefa de gabinete, que ahora intentaba descubrir qué estaba haciendo él allí al mismo tiempo que intentaba cubrir las partes estratégicas de su anatomía. No tuvo éxito con ninguna de las dos.

– ¡Váyase, Burton! ¿Cómo se atreve a entrar aquí? Está acabado. Burton entró en la sala de estar; apenas si la rozó al pasar a su lado.

– Hablamos aquí o hablaremos en otra parte. Usted decide.

– ¿Qué diablos está diciendo? -preguntó mientras le seguía-. Le repito que se vaya. Al parecer se olvida del lugar que ocupa en la jerarquía oficial, ¿no?

– ¿Siempre atiende la puerta vestida así? -replicó él. Comprendía el interés de Collin. El camisón no ocultaba nada de la voluptuosa figura de la jefa de gabinete. ¿Quién lo hubiese pensado? Se hubiese sentido excitado a pesar de los veinticuatro años de matrimonio con la misma mujer y los cuatro hijos producto de aquella unión, de no haber sido que le repelía profundamente la mujer semidesnuda que tenía delante.

– ¡Váyase al infierno, Burton!

– Allí es donde acabaremos todos. Vístase, después hablaremos y me iré. Pero hasta entonces no pienso moverme de aquí.

– ¿Se da cuenta de lo que hace? Puedo aplastarle.

– ¡Estupendo! -Sacó las fotos del bolsillo de la chaqueta y las arrojó sobre la mesa. Russell intentó no mirarlas, pero al final las cogió. Le temblaban tanto las piernas que apoyó una mano en la mesa.

– Usted y Collin hacen una pareja muy bonita. No le miento. Pienso que a los medios les encantará Buen material para la película de la semana. ¿Qué le parece? Un agente del servicio secreto se folla a la jefa del gabinete.

Ella le dio una bofetada con tanta fuerza que le dolió el brazo. Fue como golpear contra un mueble. Burton le cogió la mano y se la retorció hasta que ella lanzó un grito.

– Escuche, señora, sé todo lo que pasa aquí. Todo. El abrecartas. Quién lo tiene. Y lo que es más importante, cómo lo consiguió. Ahora tenemos además las cartas de nuestro pequeño voyeur ladrón. Lo mire por donde lo mire estamos metidos en un follón, y a la vista de que usted ha metido la pata desde el principio, pienso que se impone un cambio de mando. Así que vaya y sáquese esas ropas de puta, y vuelva aquí. Si quiere que le salve ese culo tan bonito, hará exactamente lo que le diga. ¿Está claro? Porque si no lo entiende entonces sugiero que tengamos una charla con el presidente. Usted decide, jefa. -Burton pronunció la última palabra con un tono que dejaba bien claro la repugnancia que le producía la mujer.

Burton le soltó el brazo pero continuó dominándola con su presencia. El corpachón enorme parecía impedirle pensar. Russell se frotó el brazo y miró a Burton con una expresión casi tímida mientras comenzaba a entender la situación.

Fue al baño y vomitó. Le pareció que tardaba una eternidad. A continuación se lavó la cara con agua fría hasta que desaparecieron las náuseas. Se sentó a descansar un instante y después se dirigió a su dormitorio a paso lento.

Le daba vueltas la cabeza. Se puso pantalones y un jersey grueso. Arrojó el camisón sobre la cama, demasiado avergonzada incluso para mirarlo mientras caía; sus sueños de una noche de placer destrozados de una forma tan violenta como inesperada. Reemplazó los zapatos rojos por unos mocasines marrones.

Se frotó las mejillas ruborizadas, se sentía como si su padre acabara de sorprenderla con la mano de un chico debajo del vestido. Eso ya había ocurrido en su vida, y probablemente había contribuido a su absoluta dedicación a su carrera en detrimento de todo lo demás. Tanta era la vergüenza que había pasado. Su padre le había llamado puta y le había dado tal paliza que no pudo ir a la escuela durante una semana. Ella había rezado para que nunca más tuviera que sentir tanta vergüenza. Hasta esta noche sus plegarias habían sido atendidas.

Se obligó a respirar con normalidad. Cuando regresó a la sala vio que Burton se había quitado la chaqueta y sobre la mesa había una cafetera. Ella miró la pistolera y su mortífero ocupante.

– Crema y azúcar, ¿no?

– Sí -contestó la mujer sin desviar la mirada.

Burton sirvió el café y ella se sentó.

– ¿Qué le dijo Ti… Collin?

– ¿De ustedes dos? Nada. No es de los tipos que hablan de esas cosas. Creo que está enamorado. Ha follado con su cabeza y su corazón. No está mal.

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