Dan Kirksen abrió el Washington Post mientras acercaba el vaso de zumo de naranja a la boca. No llegó a probarlo. Gavin se las había apañado para escribir un artículo sobre el caso Sullivan con el único hecho concreto de la participación de Jack Graham, flamante socio de Patton, Shaw amp; Lord, como defensor del acusado. Kirksen llamó de inmediato a la casa de Jack. No obtuvo respuesta. Se vistió, pidió su coche y a las ocho y media entraba en el vestíbulo de la firma. Pasó por delante de la vieja oficina de Jack donde se amontonaban las cajas y objetos personales. El despacho nuevo de Jack estaba un poco más allá, al otro lado del que ocupaba Lord. Una belleza de seis metros por seis con un bar, muebles antiguos y una vista panorámica de la ciudad. Mucho más bonito que el suyo, pensó Kirksen amargado.
El sillón estaba de espaldas a la puerta. Kirksen no se molestó en llamar. Entró y arrojó el periódico sobre la mesa.
Jack se giró en el sillón lentamente. Miró el periódico.
– Bueno, al menos han escrito el nombre de la firma correctamente. Estupenda publicidad. Nos conseguirá casos de primera.
Kirksen se sentó sin apartar la mirada de Jack. Replicó al comentario de Jack con voz pausada y muy clara, como si hablara con un niño.
– ¿Te has vuelto loco? No nos ocupamos de casos criminales. No nos ocupamos de ninguna clase de litigios. -Kirksen se levantó con un movimiento brusco, le brillaba la calva, su cuerpo diminuto temblaba de rabia-. Sobre todo cuando el animal ha asesinado a la esposa del principal cliente de la firma -añadió con voz chillona.
– Eso no es del todo correcto. No nos ocupábamos de casos criminales pero ahora sí. Además, en la facultad me enseñaron que el acusado es inocente hasta que se demuestre lo contrario, Dan. Quizá lo has olvidado. -Jack miró a Kirksen muy tranquilo. «Cuatro millones contra tus seiscientos mil. Cállate, gilipollas.»
Kirksen sacudió la cabeza y miró al techo con el aire de quien se enfrenta a una situación absurda.
– Jack, quizá no tienes muy claros los procedimientos que se siguen en la firma antes de aceptar cualquier asunto nuevo. Mi secretaria te enviará un copia de los pasos a seguir. Mientras tanto, haz lo que sea necesario para desvincular inmediatamente a la firma y a ti mismo de este caso.
Con un aire de desprecio, Kirksen dio media vuelta dispuesto a marcharse. Jack dejó el sillón.
– Escucha, Dan, he aceptado el caso, lo defenderé en el juicio y no me importa lo que tú o la política de la empresa digan al respecto. Cierra la puerta cuando salgas.
Kirksen volvió a girarse y observó a Jack con una mirada muy atenta.
– Jack, ve con cuidado. Soy el socio gerente de la firma.
– Sé quién eres, Dan. Seguro que siendo tan responsable, sabrás cerrar la puerta cuando salgas.
Kirksen, sin decir ni una palabra más, giró sobre los talones y salió sin olvidarse de cerrar la puerta.
Poco a poco desapareció el dolor de cabeza y Jack volvió a su trabajo. Le faltaba poco para completar los documentos. Quería presentarlos antes de que nadie intentara detenerlo. Imprimió los documentos, los firmó y llamó a un mensajero. Hecho esto descansó unos momentos en el sillón. Eran casi las nueve. Tenía que ponerse en marcha, la cita con Luther era a las diez. Tenía que formular un sinnúmero de preguntas. Entonces recordó aquella noche. La noche helada en el Mall. La mirada de Luther. Jack haría las preguntas, pero sólo podía confiar en que sería capaz de aceptar las respuestas.
Se puso el abrigo, y unos minutos más tarde, iba en su coche camino a la cárcel del condado de Middleton.
Según la constitución de la mancomunidad de Virginia y el estatuto de procedimiento criminal, el estado debe entregar al acusado cualquier evidencia. No hacerlo significa el fin fulminante de la carrera del fiscal, además de permitir que el acusado resultara absuelto en la apelación.
Estas normas traían de cabeza a Seth Frank. Pensaba en el detenido sentado en la celda a unos pocos pasos de su oficina. Su apariencia tranquila no preocupaba a Frank. Algunos de los criminales más salvajes que había arrestado después de haberle abierto la cabeza a alguien por diversión, parecían chicos del coro de la iglesia. Gorelick estaba montando un buen caso, recolectaba metódicamente un saco de pequeñas hebras que tejidas todas juntas delante de un jurado, se convertirían en una soga bien sólida para colgar a Luther Whitney. Esto tampoco preocupaba a Frank.
Lo que le preocupaban era las pequeñas cosas que no encajaban. Las heridas. Las dos armas. Una bala arrancada de la pared. El lugar limpio como una sala de operaciones. El hecho de que Luther estuviera en Barbados y hubiese vuelto. El tipo era un profesional. Frank había dedicado cuatro días a averiguar todo lo posible sobre Luther Francis Whitney. Había resuelto un crimen complicadísimo que excepto por un golpe de suerte habría quedado impune. Un botín de millones, los polis sin una pista; estaba fuera del país, y el muy hijo de puta regresa. Los profesionales no hacían estas cosas. Frank hubiese comprendido que regresara por la hija, pero lo había comprobado en la compañía aérea. Luther Whitney había regresado a Estados Unidos con un nombre falso mucho antes de que Frank urdiera la trampa con Kate.
Y lo más grave: ¿debía creer que Luther Whitney tenía algún motivo para revisar la vagina de Christine Sullivan? Para colmo alguien había intentado matar el tipo. Esta era una de las pocas ocasiones en que Frank tenía más preguntas sin responder después de arrestar al sospechoso que antes de pillarlo.
Sacó el paquete de cigarrillos. Había renunciado a los caramelos. Intentaría dejar de fumar el año que viene. Cuando levantó la mirada se encontró con Bill Burton delante de su mesa.
– Que quede claro, Seth, que no puedo probar nada, pero en mi opinión tuvo que ser de esa manera.
– ¿Está seguro de que el presidente se lo dijo a Sullivan?
Burton asintió. Se entretuvo por un momento con una taza vacía que estaba sobre la mesa del teniente.
– Acabo de estar en una reunión con él. Supongo que fue culpa mía no decirle que se lo callara. Lo siento, Seth.
– Joder, es el presidente, Bill. ¿Quién le dice al presidente lo que debe hacer?
– Entonces, ¿qué le parece?
– Tiene sentido. No puedo dejarlo correr, eso se lo advierto desde ahora. Si Sullivan estuvo detrás de esto iré a por él. No me importan sus razones. Aquel disparo pudo matar a cualquiera.
– Quizá, pero sabiendo cómo actúa Sullivan, no encontrará gran cosa. Es probable que el tirador esté en alguna isla del Pacífico con una cara nueva y disponga de un centenar de testigos dispuestos a jurar que nunca estuvo en Estados Unidos.
Frank acabó de escribir en el libro de registro.
– ¿Consiguió sacarle algo a Whitney?
– ¡Ni una palabra! Su abogado le ha dicho que no abra la boca.
– ¿Quién es? -Burton disimuló su interés.
– Jack Graham. Trabajaba en la oficina del defensor público del distrito. Ahora es uno de los socios de uno de esos grandes bufetes de postín. En este momento está reunido con Whitney.
– ¿Es bueno?
Frank hizo una pausa. Retorció el palo de la cerilla.
– Sabe lo que hace -contestó.
– ¿Cuando formalizarán la acusación?
– Mañana a las diez.
– ¿Llevará a Whitney?
– Sí. ¿Quiere venir, Bill?
– No quiero saber nada más de este asunto -contestó Burton que se tapó los oídos con las manos.
– ¿Cómo es eso?
– No quiero que nada pueda llegar a oídos de Sullivan.
– ¿Cree que lo intentarán de nuevo?
– Lo único que sé es que no sé la respuesta a esa pregunta y usted tampoco. Yo en su lugar adoptaría unas cuantas medidas especiales. Frank le miró con atención.
– Cuide de nuestro muchacho, Seth. Tiene una cita con la cámara de ejecución en Greensville.
Burton se marchó.
Frank permaneció sentado un rato más. Lo que había dicho Burton tenía sentido. Quizá lo intentarían otra vez. Cogió el teléfono, marcó un número, habló durante un par de minutos y colgó. Había tomado todas las precauciones necesarias para transportar a Luther. Esta vez Frank confiaba en que no habría filtraciones.
Jack dejó a Luther en la sala de interrogatorios y cruzó el vestíbulo para ir a la máquina de café. Delante de él tenía a un tipo fornido, con un buen traje y paso ágil. El hombre se dio vuelta en el momento que Jack pasaba a su lado. Tropezaron.
– Perdone.
Jack se frotó el hombro donde se había golpeado contra el arma. -No es nada.
– Usted es Jack Graham, ¿no?
– Depende de quién lo pregunte. -Jack miró al tipo; a la vista de que iba armado no podía ser un reportero. Por la manera que mantenía las manos listas para actuar al instante y la mirada que se fijaba en todo sin que pareciera hacerlo debía ser un poli.
– Bill Burton, servicio secreto de Estados Unidos.
Se dieron la mano.
– Soy una especie de correveidile del presidente en esta investigación.
– Ahora le recuerdo. Estuvo en la conferencia de prensa. Bueno, supongo que su jefe estará muy contento esta mañana.
– Lo estaría si no fuera por el follón que hay en el resto del mundo. En cuanto a su cliente, vaya, en mi opinión sólo se es culpable cuando lo dice el jurado.
– Estupendo. ¿Quiere estar en mi jurado?
– Tranquilo. -Burton sonrió-. Ha sido un placer hablar con usted.
Jack dejó los dos vasos de café sobre la mesa y miró a Luther. Después se sentó y acomodó por enésima vez el bloc de notas impoluto.
– Luther, si no me das alguna información tendré que improvisar sobre la marcha.
Luther bebió un trago de café mientras miraba a través de la ventana el roble pelado y solitario que había junto al edificio. La nevada era espesa. Bajaba la temperatura y la circulación era un desastre.
– ¿Qué quieres que te diga, Jack? Consígueme un arreglo, evítanos a todos las molestias del juicio y acabemos con este asunto.
– Me parece que no lo entiendes, Luther. Este es el arreglo que ofrecen. Te atarán en una camilla, te meterán una aguja en la vena, te llenarán de veneno y dirán que eres un experimento de química. Aunque creo recordar que la comunidad permite que el condenado escoja. La inyección o asarte en la silla eléctrica. Eso es lo que ofrecen.
Jack se levantó y fue a mirar por la ventana. Por un momento pasó por su cabeza la imagen de una encantadora velada delante de un buen fuego en la chimenea de la mansión mientras los pequeños Jack y Jennifer correteaban por el patio. Tragó saliva, sacudió la cabeza y volvió a mirar a Luther.