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Kate Whitney dejó el coche en el aparcamiento de su edificio. La bolsa de la compra le golpeó una pierna, y el maletín cargado hasta los topes en la otra mientras subía los cuatro pisos por las escaleras. Las casas con alquileres a su alcance tenían ascensor, pero no de los que funcionaban siempre.

Se cambió la ropa de calle por otra deportiva, escuchó los mensajes del contestador y volvió a salir. Hizo los ejercicios de calentamiento delante de la estatua de Ulysses S. Grant y comenzó a correr.

Se dirigió al oeste. Pasó por el Museo Aéreo y Espacial, y después por el castillo del Smithsoniano que, con las torres, las almenas y el estilo de la arquitectura italiana del siglo xii, parecía más que nada la casa de un científico loco. Las zancadas elásticas y rítmicas la llevaron a través del Mall por su parte más ancha y dio dos veces la vuelta al monumento a Washington.

Ahora respiraba un poco más rápido; el sudor comenzaba a traspasar la camiseta y manchar la sudadera de Georgetown Law que llevaba. La multitud era cada vez mayor a medida que avanzaba por las orillas del Tidal Basin. El inicio del otoño había traído a miles de personas en aviones, autocares y coches de todos los puntos del país dispuestas a visitar la capital sin el agobio de los miles de turistas veraniegos y el calor infame de Washington.

En el momento en que se desviaba para esquivar a un niño chocó con otro corredor que avanzaba en dirección contraria. Cayeron al suelo en un revoltijo de piernas y brazos.

– Mierda. -El hombre rodó sobre sí mismo y se levantó de un salto. Kate se incorporó a medias, le miró, dispuesta a disculparse, y entonces volvió a sentarse con todo el peso. Durante unos instantes ambos permanecieron en silencio mientras a su lado desfilaban familias de Arkansas e Iowa cargadas con cámaras fotográficas.

– Hola, Kate. -Jack le tendió una mano y la ayudó a llegar hasta uno de los cerezos pelados que rodeaban el Tidal Basin. El monumento a Jefferson se veía grande e imponente al otro lado del agua en calma, la elevada silueta del tercer presidente de la nación claramente visible en el interior de la rotonda.

El tobillo de Kate estaba cada vez más hinchado. Se quitó la zapatilla y el calcetín y comenzó a masajearlo.

– Pensaba que ya no tenías tiempo para correr, Jack.

Ella le echó una ojeada: ni sombra de calvicie, nada de barriga, ni una arruga en el rostro. El tiempo no pasaba para Jack Graham. Tenía que admitirlo, estaba guapísimo. Ella, en cambio, estaba hecha unos zorros.

Se maldijo por no haberse cortado el pelo y después volvió a maldecirse por pensarlo. Una gota de sudor le corrió por la nariz, y se la quitó de un manotazo.

– Lo mismo pensaba de ti. Creía que a los fiscales no les dejaban irse a casa antes de medianoche. ¿Escaqueándote?

– Así es. -Ella se frotó el tobillo, que le dolía de verdad. Jack notó su dolor, se agachó y le cogió el pie. Kate se apartó con una mueca.

– Recuerda que casi me ganaba la vida haciendo esto y tú eras mi única y mejor cliente. Nunca he visto a una mujer con los tobillos tan frágiles; en cambio, el resto se ve muy saludable.

Ella se relajó, le dejó trabajar con el tobillo y después con el pie, y no tardó en darse cuenta de que él no había perdido el toque. ¿Qué había querido decir con eso de «tan saludable»? Frunció el entrecejo. Después de todo, ella le había dejado. Y había tenido toda la razón al hacerlo. ¿No?

– Me enteré de tu ingreso en Patton, Shaw. Felicidades.

– Chorradas. Aceptan a cualquier abogado con un cliente multimillonario. -Jack sonrió.

– Sí. También leí en el periódico la noticia de tu compromiso. Otra vez felicidades. -Esta vez él no sonrió. Ella se preguntó por qué. Jack se encargó de ponerle el calcetín y la zapatilla.

– No podrás correr durante un par de días, está muy hinchado. Tengo el coche aquí mismo. Te llevaré.

– Cogeré un taxi.

– ¿Prefieres a un taxista de Washington antes que a mí? -Simuló ofenderse-. Además, no veo ningún bolsillo. ¿Piensas negociar una carrera gratis? Te deseo buena suerte.

Kate se miró los pantalones cortos. Llevaba la llave en el calcetín. Él había visto el bulto. Jack sonrió ante su dilema. Con los labios apretados, deslizó la lengua contra el labio inferior. Él recordaba ese hábito. Aunque no se lo había visto hacer en años, de pronto le pareció que nunca habían dejado de estar juntos. Jack estiró las piernas y se levantó.

– Te haría un préstamo, pero no llevo ni un céntimo.

Ella se levantó y apoyó una mano sobre el hombro de Jack mientras probaba la resistencia del tobillo.

– Creía que en la práctica privada se ganaba una pasta.

– Es cierto. Sólo que nunca he sido capaz de administrarme. Tú lo sabes. -Esto era verdad; ella había sido la encargada de cuadrar las cuentas; no había mucho que cuadrar en aquel entonces.

Él le sirvió de báculo para llegar hasta el coche, una familiar Subaru que ya tenía diez años de uso. Kate miró el vehículo asombrada.

– ¿Todavía tienes este trasto?

– Cuidado con lo que dices. Todavía le quedan muchos kilómetros por hacer. Además, está cargado de historia. ¿Ves aquella mancha de allá? Tu helado de caramelo, 1986, la noche antes de mi último examen. Yo no quería estudiar más, y tú no podías dormir. ¿Lo recuerdas? Tomaste aquella curva demasiado rápida.

– Tienes una memoria selectiva muy curiosa. Te recuerdo que tú me echaste el batido por la espalda porque me quejaba del calor.

– Ah, eso también. -Subieron al coche sin dejar de reír.

Kate miró la mancha con un poco más de atención, contempló el interior. Los recuerdos eran como olas espesas. Miró el asiento trasero. Si aquel espacio hablara… Volvió la cabeza, vio la mirada de Jack, y se ruborizó.

El tráfico era escaso mientras se dirigían al este. Kate se sentía nerviosa, pero no molesta, como si no hubiesen pasado cuatro años y sólo hubiesen subido al coche para ir a buscar café, el periódico o a desayunar en el Corner de Charlottesville o en alguna de las cafeterías de Capitol Hill. Pero se recordó a sí misma que aquello era el pasado. El presente era otra cosa muy distinta. Bajó un poco el cristal de la ventanilla.

Jack miraba con un ojo el tráfico y con el otro a ella. El encuentro no había sido fortuito. Kate corría por el Mall, siempre por la misma ruta, desde que se habían trasladado a la capital y vivían en aquel pequeño piso sin ascensor cerca del Eastern Market.

Aquella mañana Jack se había despertado con una desesperación que no sentía desde que Kate le había dejado y él había comprendido al cabo de una semana que ya no volvería. Ahora, con el casamiento cada vez más cerca, había decidido ver a Kate como fuera. Él no podía, no quería, dejar que aquella luz se apagara, todavía no. Era muy probable que él fuera el único de los dos que pensaba así. No había tenido el valor de dejarle un mensaje en el contestador, pero había decidido que si estaba destinado a encontrarla entre la multitud del Mall, la encontraría.

Hasta que chocaron, él llevaba corriendo una hora; miraba a la muchedumbre en busca del rostro de aquella fotografía. La había visto unos cinco minutos antes del choque. Si el ejercicio no le hubiese doblado el número de pulsaciones, el solo hecho de ver cómo corría le habría hecho alcanzar esa marca. No había sido su intención torcerle el tobillo, pero gracias a eso ahora ella estaba sentada en su coche; era la razón por la que la llevaba a su casa.

Kate se recogió el pelo y lo ató en una cola de caballo, utilizando una goma que llevaba en la muñeca.

– ¿Cómo va el trabajo?

– Bien. -Él no quería hablar del trabajo-. ¿Cómo está tu padre?-Tu lo debes saber mejor que yo. -Ella no quería hablar del padre.

– No le veo desde…

– Qué suerte. -Kate no dijo nada más.

Jack se reprochó la estupidez de haber mencionado a Luther. Había esperado la reconciliación entre padre e hija después de todos aquellos años. Era obvio que no había ocurrido.

– Me han dicho que en la fiscalía te ponen por las nubes.

– ¿Y qué más?

– Soy un tipo serio.

– ¿Desde cuándo?

– Todo el mundo madura, Kate.

– No Jack Graham. Por favor, no.

Jack dobló a la derecha por Constitution, y siguió hacia Union Station. De pronto aminoró la marcha. Sabía cuál era la dirección, pero no quería que ella se diera cuenta.

– Voy un poco perdido, Kate. ¿Por dónde?

– Perdona. Da la vuelta por Capitol, sigue hasta Maryland y dobla a la izquierda en la Tercera.

– ¿Te gusta el barrio?

– Con lo que pago ha de gustarme por fuerza. Déjame adivinar. Ahora vives en Georgetown, en uno de aquellos caserones con dependencias de servicio. ¿Me equivoco?

– No me he movido. -Jack encogió los hombros-. Sigo en la misma casa.

– Jack, ¿qué haces con el dinero? -Kate le miró boquiabierta. -Compro lo que quiero, pero tampoco quiero tanto. -Jack le devolvió la mirada-. Eh, te invito a un helado de caramelo.

– No los venden en esta ciudad. Ya lo intenté.

Jack dio la vuelta en U, sonrió al oír los bocinazos, y aceleró.

– Al parecer, abogada, no buscaste bien.

Media hora más tarde, Jack aparcó el coche en el garaje de la casa de Kate. Bajó a toda prisa y corrió a abrirle la puerta Tenía el tobillo rígido. Ya casi había acabado el helado.

– Te ayudo.

– No hace falta.

– Te he lesionado el tobillo. Ayudarte me aliviará un poco la culpa.

– Estás perdonado. -El tono le resultó muy conocido, incluso después de cuatro años. Jack sonrió desganado y se apartó. Ella subió los escalones poco a poco. Se detuvo en el rellano. Él estaba a punto de entrar en el coche cuando ella se volvió.

– ¿Jack? -Él la miró-. Gracias por el helado. -Entró en la casa.

Jack puso en marcha el coche y salió del aparcamiento sin ver al hombre casi oculto por el pequeño grupo de árboles junto a la entrada.

Luther emergió de las sombras de los árboles y miró el edificio.

El aspecto de Luther había sufrido un cambio drástico en los últimos dos días. Era una suerte que la barba le creciera tan rápido. Se había cortado el pelo muy corto y un sombrero cubría el resto. Llevaba gafas de sol y un abrigo muy voluminoso ocultaba el delgado cuerpo.

Deseaba ver a Kate una vez más antes de marcharse. Le había sorprendido ver a Jack, pero no pasaba nada. Le gustaba Jack.

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