A tres manzanas de la gran mole blanca del Capitolio de los Estados Unidos, Jack Graham abrió la puerta de su apartamento, tiró el abrigo al suelo y se dirigió al frigorífico sin perder un segundo. Con una cerveza en la mano se dejó caer en el sofá raído de la sala de estar. Echó una rápida ojeada a la pequeña habitación mientras bebía un trago. Un lugar muy diferente al otro donde acababa de estar. Retuvo la cerveza en la boca y después tragó. Los músculos de la barbilla cuadrada se tensaron y a continuación se relajaron. La comezón de la duda desapareció poco a poco, pero no tardaría en reaparecer; siempre lo hacía.
Otra cena importante con Jennifer, su prometida, la familia de la novia y amigos de su círculo social y empresarial. Las personas de ese nivel de sofisticación no tenían amigos sólo para pasar el rato. Cada una realizaba una función particular, y el total era mayor que la suma de las partes. Al menos esa era la intención, aunque Jack tenía una opinión formada al respecto.
La industria y las finanzas habían estado bien representadas, con nombres que Jack leía en el Wall Street Journal antes de buscar las páginas deportivas para saber cómo iban los Skins o los Bullets. Los políticos habían asistido en masa, a la búsqueda de votos futuros y dólares actuales. El grupo se había completado con los omnipresentes abogados, de los cuales Jack era uno, algún doctor como muestra de los vínculos con las viejas costumbres y un par de tipos de interés público para demostrar que los poderosos se preocupaban por los sufrimientos del vulgo.
Acabó la cerveza y encendió el televisor. Se quitó los zapatos, luego los calcetines de cuarenta dólares, regalo de su prometida, que arrojó sobre la pantalla de la lámpara. A este paso, ella no tardaría en comprarle tirantes de doscientos dólares con corbatas pintadas a mano a juego. ¡Mierda! Se hizo un masaje en los dedos de los pies mientras pensaba en beber otra cerveza. La televisión no consiguió retener su interés. Apartó de sus ojos el mechón de pelo oscuro y pensó por enésima vez en el rumbo que seguía su vida, al parecer con la velocidad de un bólido.
La limusina de la compañía de Jennifer había llevado a la pareja hasta la casa de la joven en Northwest Washington donde con toda seguridad él se trasladaría después de la boda; ella detestaba el apartamento de Jack. Faltaban apenas seis meses para el casamiento, un plazo muy corto a juicio de la novia, y él estaba sentado cada vez con más dudas.
Jennifer Ryce Baldwin poseía una belleza espectacular y concitaba las miradas no sólo de los hombres sino también de las mujeres. Además, era inteligente y muy lista, provenía de una familia adinerada y estaba decidida a casarse con Jack. El padre dirigía una de las empresas más grandes de la nación. Centros comerciales, edificios de oficinas, emisoras de radio, filiales, estaba metido en todo lo imaginable, y lo hacía mejor que la mayoría. El abuelo paterno había sido uno de los grandes tiburones de la industria en el Medio Oeste, y la familia de la madre había sido propietaria de una buena parte del centro de Boston. Los dioses habían tenido a Jennifer Baldwin por una de sus criaturas favoritas. Jack no conocía ni a un sólo tipo que no le envidiara la suerte.
Se retorció en el sillón mientras intentaba frotarse el hombro que le dolía. Llevaba una semana sin hacer deporte. Medía un metro ochenta y dos, e incluso a los treinta y dos años, su cuerpo mostraba la misma firmeza de los años de escuela cuando era un hombre entre los niños en casi todos los deportes, y en el college , donde la competición era mucho más dura y sin embargo había destacado como luchador de peso pesado y miembro del equipo de primera. Esto le había permitido ingresar en la facultad de Derecho de la Universidad de Virginia. Se había graduado entre los primeros de la promoción y había aceptado el empleo de defensor público en el distrito de Columbia.
Los compañeros de clase habían preferido las ofertas de los grandes bufetes. Durante un tiempo le habían llamado para darle los teléfonos de los psiquiatras que podían librarlo de su locura. Sonrió mientras se levantaba para ir a buscar la segunda cerveza. Ahora la nevera estaba vacía.
El primer año de Jack como defensor público había sido difícil mientras aprendía el oficio. Había perdido más casos de los que ganó. Con el paso del tiempo le asignaron casos por delitos más graves. Y a medida que volcaba todas sus energías, talento y sentido común en cada uno de ellos, las cosas comenzaron a cambiar.
Los fiscales ya no lo tenían fácil.
Descubrió que su trabajo le sentaba como anillo al dedo, que en los interrogatorios mostraba el mismo talento y habilidad que le habían permitido tumbar sobre la lona a hombres mucho más grandes que él. Era respetado, incluso caía bien como abogado, si es que eso era posible.
Entonces había conocido a Jennifer en un acto. Era la vicepresidenta de desarrollo y comercialización de las empresas Baldwin. Muy dinámica, la muchacha tenía el don de hacer sentirse importantes a sus interlocutores; escuchaba las opiniones aunque no las siguiera. Era una belleza que no dependía sólo de ese valor.
Detrás de la hermosura había mucho más. O al menos daba esa impresión. Jack no hubiese sido humano si no se hubiese sentido atraído. Y ella había dejado bien claro, desde el principio, que la atracción era mutua. Sin dejar de mostrarse impresionada por la tenacidad demostrada en la defensa de los derechos de los acusados en la capital, poco a poco Jennifer había convencido a Jack de que ya había hecho suficiente en beneficio de los pobres, los tontos y los desgraciados, y que quizás era el momento de pensar en sí mismo y en su futuro, y tener en cuenta que tal vez ella deseaba formar parte de ese futuro. Cuando Jack por fin dejó el cargo, la oficina del fiscal le despidió con una fiesta por todo lo alto. Aquello hubiese debido avisarle en el acto de que todavía había muchos pobres, tontos y desgraciados que necesitaban su ayuda. Nunca más sentiría la emoción que había experimentado como defensor público; ocasiones así aparecían una vez en la vida. Había llegado el momento de seguir adelante; incluso los niños como Jack Graham tenían que crecer algún día. Le había llegado la hora.
Apagó el televisor, cogió una bolsa de cortezas de maíz y fue al dormitorio. Junto a la puerta había montones de ropa sucia. Era lógico que a Jennifer no le gustara el apartamento; él era un patán. Pero lo que más le preocupaba era la certeza de que, incluso impoluto, Jennifer no aceptaría vivir allí. Para empezar estaba en el barrio malo; en Capitol Hill, pero no en la parte rica, ni siquiera cerca.
Después estaba la cuestión del tamaño. La casa de Jennifer tenía unos quinientos metros cuadrados, sin contar el ala del servicio y el garaje para dos coches, donde guardaba el Jaguar y el Range Rover nuevos, como si alguien que viviera aquí, con las carreteras atascadas a toda hora, necesitara un vehículo capaz de subir montañas por la cara vertical.
Él disponía de cuatro habitaciones si contaba el baño. Entró en el dormitorio, se desnudó y se acostó. Al otro lado del cuarto, en un pequeño cuadro que había tenido colgado en el despacho hasta que le dio vergüenza mirarlo, estaba el anuncio de su ingreso en Patton, Shaw amp; Lord. PS amp;L era el bufete número uno de la capital. Atendía los asuntos legales de centenares de empresas de primera fila, incluida la de su futuro suegro, que representaba una cuenta de millones de dólares. A él se le atribuía el mérito de aportar el nuevo cliente y eso, a su vez, le garantizaba ser socio. En Patton, Shaw amp; Lord la condición de socio garantizaba unos ingresos de medio millón de dólares al año. Para los Baldwin esa cifra era calderilla, pero él no era un Baldwin. Al menos por ahora.
Se tapó con la manta. La calefacción del edificio dejaba mucho que desear. Cogió un par de aspirinas y se las tragó con un resto de refresco que tenía sobre la mesa de noche, después contempló el dormitorio que era una leonera. Le recordó su habitación de adolescente. Era un recuerdo agradable Las casas eran para vivirlas; tenían que acoger los gritos de los niños mientras corrían de habitación en habitación en busca de nuevas aventuras y objetos para romper.
Este era otro asunto pendiente con Jennifer; ella había dejado claro que tener hijos era un proyecto muy lejano. La carrera en la compañía de su padre era lo primero en su mente y su corazón, quizá por encima incluso de él mismo.
Se dio la vuelta y cerró los ojos. El ruido del cristal de la ventana sacudido por el viento le obligó a abrirlos. Miró en aquella dirección, desvió la mirada, pero después, resignado, miró la caja.
Contenía parte de su colección de viejos trofeos y premios ganados en el instituto y la universidad. Pero esos objetos no le interesaban. En la penumbra tendió la mano para coger la foto, decidió que no, y después volvió a cambiar de opinión.
La sacó. Esto se había convertido casi en un ritual. No tenía motivos para pensar que su novia encontraría este recuerdo porque se negaba a permanecer en su dormitorio más allá de un minuto. Cada vez que se acostaban lo hacían en casa de ella, donde Jack permanecía en la cama mirando el techo a cuatro metros de altura, pintado con una escena de viejos caballeros y jóvenes doncellas mientras Jennifer se divertía sola hasta que se cansaba y se ponía boca arriba para que él la montara. O en la casa paterna, en el campo, donde los techos eran todavía más altos y los murales había sido traídos desde alguna iglesia románica del siglo xiii, todo lo cual le hacía sentir como si Dios le observara mientras la hermosa y desnuda Jennifer Ryce Baldwin le cabalgaba y que él ardería en el infierno por culpa de unos momentos de placer visceral.
La mujer de la foto tenía el pelo castaño que se curvaba en las puntas. La sonrisa le recordó el día que había tomado la foto.
Una excursión en bicicleta por la campiña del condado de Albemarle. Él acababa de entrar en la facultad de Derecho; ella estaba en el segundo curso del college de la universidad Jefferson. Aquella había sido la tercera cita pero a los dos les parecía que siempre habían vivido juntos.
Kate Whitney.
Pronunció el nombre despacio; su mano siguió instintivamente la curva de la sonrisa, el hoyuelo solitario en lo alto de la mejilla derecha que le daba al rostro un aspecto un tanto sesgado. Los pómulos casi almendrados bordeaban una nariz fina que se curvaba hacia los labios sensuales. La barbilla era afilada y proclamaba terquedad. Jack miró otra vez la cara y se detuvo en los ojos que siempre mostraban un destello travieso.